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Gabriel Lanswok
Miércoles, 08 de Mayo de 2024 Tiempo de lectura:

Lo que siempre fuimos

El dolor, improvisto visitante; no porque desconozcamos sus constantes intromisiones, propias de un coanfitrión, más bien ignoramos su constante presencia de manera abierta, sin ocultar que lo hacemos. No queremos que nada estropee los buenos momentos; acusamos a otros cuando sus malas vibras emborronan un lindo recuerdo o nos inundan con todo tipo de dolencias y quejas. Lo hacemos al no estar demasiado inclinados a querer que la sombra de la vida cubra hasta el terreno más fértil de nuestra corta vida. Aun así, conviene recordar todo aquello de cuando en cuando, puesto que, el fingimiento no dura demasiado y este idealismo se muestra, en gran parte, utópico y contraproducente; tan solo es cuestión de tiempo para que algún gran golpe nos despierte del letargo que nos tenía tan entusiasmados, con grandes planes en mente. El dolor se encuentra, por lo menos hasta el momento, en unión con la fiesta; entre la vida plena, las ramas se marchitan y la muerte sin duda se aproxima.

                 

Pasamos por la vida sin reparar en las lágrimas de quien está a nuestro lado, lo acusamos de quejumbroso, de fracasado; sin reparar en las velas que sucumben al fuerte viento. Vivimos en una actualidad en donde el hecho trágico no es importante hasta que la gélida brisa ha llegado a cubrir nuestros huesos, con un corazón tan frío nos sumimos en el fétido calor de sonrisas intercambiables y autorreferenciales. Rehuimos de la búsqueda de sentido, culpando a otros por lo que nos ocurre y dejando que las cosas sigan exactamente igual. Es cierto que, aun si nos preocupáramos por las personas, percibimos inutilidad en cualquier intento que podamos hacer, nada va a cambiar, o eso nos decimos, un acto aislado, un árbol que nadie escuchó caer. Sin embargo, la ética es justamente eso, hacer lo que es correcto por el simple hecho de que lo es, «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» aconseja el texto antiguo (1).

 

Mientras dormimos en tierra bonachona, surgen los cambios que en general nos despiertan a un río de reflexiones sobre el sentido de aquello que somos y que nos rodea. Recuerdo el relato, Dagón de Lovecraft, el cual narra la huida de un prisionero naval que al escapar en un bote llega a una extraña extensión de tierra. Lo interesante de esta narración es «el espanto inenarrable que es posible encontrar en un silencio absoluto»(2). Cuando dejamos de prestar atención a las distracciones, surgen pensamientos, preguntas que hemos silenciado.

 

Mareados, en un principio, por el hedor de la lucidez; con mirada aguda alcanzamos a divisar lo que estaba delante de nosotros: gentes sin hogar, exiliadas por la avaricia y maldad de otros; parejas destrozadas por culpa de la incontinencia sexual; guerras y narcotráfico. Nadie puede alejarnos de la estigia y su orilla, peces nauseabundos revoloteando bajo nuestros pies descalzos, desnudos ante un mundo que se cae a pedazos. Es ahora donde huir a las preguntas no es una opción; aislados en una confrontación con la existencia, nos convertimos en hacedores de nuestro propio destino; lo que hagamos a partir de ahora, será nuestra decisión, para bien o para mal, dejamos de culpar a otros y empezamos a ver lo que siempre fuimos, seres libres con responsabilidad.

 

(1) Mateo 6:3. La Biblia de las Americas.

 

(2) Howard Phillip Lovecraft. Lovecraft Anotado. Dagón. Akal, Grandes Libros. 2017.

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