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Gabriel Lanswok
Domingo, 18 de Agosto de 2024 Tiempo de lectura:

La guerra, dadora de identidad

El 26 de enero de 1995 se dio por iniciado el último conflicto bélico entre Perú y Ecuador: el fin de más de un siglo de combates. Aquel mismo año se firmó una declaración tentativa de paz y el 26 de octubre de 1998 se declaró el acuerdo definitivo. En la primaria, sin mucho éxito y con un inflado nacionalismo, intentaron relatarnos la problemática que tuvo sus inicios en 1829 y que eclosionó en el 41 del siglo pasado, año en el que Japón lanzó el ataque sorpresa al Pearl Harbor con el afán de inutilizar la flota naval estadounidense, un suceso importante que provocó el ingreso frontal de los estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, años en los cuales cualquier conflicto sucedido en el hemisferio sur se relegaba a un segundo plano y con resoluciones meticulosamente inútiles.

 

A raíz de estas luchas territoriales se generaron varias narrativas en ambos bandos, claramente problemáticas para mí. Al investigar los relatos pude ver cómo el Perú se convertía en un continuo enemigo dador de identidad nacional para los ecuatorianos; un discurso político muy potente al intentar unir a un grupo social, crear un enemigo en común cuya sangre sirva para esculpir la rosa de un estado naciente. Por otro lado, con el tiempo, el pueblo peruano se hubo consolidado con el mayor éxito de su historia contemporánea, al lograr el acceso a la cuenca del río Amazonas y a la provincia de Maynas. Desplegándose de ese modo las razones tradicionales con las que ambas partes intentarían aliviar la carga de sus muertos: una guerra santa en donde el honor de cada pueblo debía ser defendido en sucesivas batallas.

 

Ya en el 95, las Fuerzas Armadas se habían convertido en el principal elemento vertebrador del Estado ecuatoriano y de la cultura del país. El Estado hegeliano envuelto en una República militarizada en términos democráticos. Un fantasma ideológico cruza Ecuador, un país (como tantos) que se engrandece a sí mismo a través de sus soldados. Un espectro de rosa cuyas espinas pueden lastimarnos es la creencia de que hay que entronizar a los que matan dentro del marco de la ley. Y afirmar esto no implica no admitir que vivimos en un mundo en donde se vuelve necesaria la existencia de defensa debido a la dialéctica propia de la maldad, solo significa aceptar la existencia de la rosa y de sus espinas.¿Entonces, cómo se puede aceptar la actuación de cuerpos armados sin justificar al mismo tiempo las guerras y condenando el uso de armas? El día se ha vuelto peligroso, y aun así, afirmar la necesidad de personas dispuestas a proteger a niños, mujeres y hombres inocentes es algo muy diferente a coronarlas por su desempeño al cegar la llama vital de otro ser humano, justificando la paz con la guerra y creando narrativas en donde el fuste humano radicaría en sus acciones, en su utilidad para el sistema.

 

Considero que no tenemos un acceso epistémico tan fiable a lo que está bien y a lo que está mal (como lo creían los modernos) como para condenar a los vivos o a los muertos, aunque si el suficiente como para imputarles una pena. El fuego de los dioses nos ha permitido ver más allá de la caverna al poder tomar control de ciertos aspectos de la naturaleza mediante la técnica, así como entender la intimidad del entorno físico que estimula con magnanimidad nuestra curiosidad. Sin embargo, y pese a las cualidades racionales del ser humano, ni siquiera somos capaces de comprender la líneas posibles de acción y libertad. Simple pretensión es la de declarar saber el por qué de los actos, incluso de los nuestros.

 

Es recurrente observar como en diversas disputas se busca que una narración cumpla el papel dador de justicia, declarando inocentes a los países involucrados mientras estos están convencidos de que la batalla forja héroes y no asesinos. No solo encontramos dicha lectura en la historia de Ecuador, la guerra de Rusia contra Ucrania es un buen ejemplo moderno. Un suceso en el cual los conflictos limítrofes generan una historia y parten de otra. Como si el pasado de la extinta URSS prestara declaración ante un tribunal histórico declarando una apología absurda a favor del conflicto armado en Ucrania. El problema con colocar al colectivo, a su identidad y a su historia sobre el individuo es que puede ser una excelente forma de validar grandes genocidios y de ensalzar a las naciones por el polvo de sus ejecutores.

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