El síndrome del caracol
Todos sabemos que el caracol consta de dos partes, una blanda que es el organismo que nutre y tiene el aparato locomotor y otra la concha, donde al percibir cualquier riesgo para su sentido de conservación se recoge y cobija. Lo que probablemente el caracol no sepa que un depredador es capaz de romper su envoltura sólida compuesta de carbonato cálcico fácilmente, simplemente, en el caso del hombre, con un pisotón.
Hoy me ha sucedido una anécdota que me ha hecho reflexionar sobre mi propio comportamiento. Y lo cuento, a modo etnográfico, para que sirva de etología de los comportamientos enfermizos a los que nos han inducido los ingenieros cognitivos que se envuelven en la ikurriña, unos por ser los inventores de esa bandera y seguir los pasos del xenófobo Sabino Arana y los otros por pensar que es una enseña de liberación, y que los demás somos como el caracol que habrá que pisar en cualquier momento, se atreva o no a ir por la vida a cuerpo descubierto.
Resulta que he ido a mi gimnasio habitual, y, como puse tras la anterior sesión a lavar mi camiseta de los ejercicios que hago para combatir mis subidas de glucemia, he ido a coger otra entre unas cuantas que tengo de color blanco. Y al llegar al local gimnástico, ya entrado en el vestuario, me he desvestido y sacado de mi mochila la camiseta que había cogido. Cual ha sido mi sorpresa cuando veo que dicha camiseta tiene una imprimación de una bandera española no muy aparente con la inscripción de “Hispania 92”. Creo recordar que me la regaló Daniel Portero, el hijo de Fiscal-Jefe de Andalucía Luis Portero que fue asesinado por ETA.
Y, ante un hecho tan poco significativo como llevar puesta una camiseta de tal pelaje, me he encontrado inmerso en mis pensamientos y dudas… ¿Me la pongo y que piensen los demás lo que quieran? ¿No me la pongo y regreso a mi domicilio sin hacer la gimnasia? Y llego a la conclusión de que si le doy la vuelta a la camiseta igual no se distingue la imprimación, pero veo que se nota de forma velada el rastro rojigualda. Y llego a la conclusión de que regreso a casa sin hacer mis correspondientes ejercicios, a pesar de su necesidad.
En el camino de regreso me fustigo a mi mismo. Me siento un cobarde, una lagartija escondida en el pedregal, un gusano que se retuerce en el relieve del suelo para ocultar su blandura corporal. Y yo mismo me pregunto cómo es posible que yo sea capaz de exhibir en el balcón de mi segunda vivienda la enseña nacional y no de ponerme una simple camiseta en un local donde es probable que no haya más de treinta personas. ¿Y por qué no hacerlo si es la bandera de mi país y yo, de boquilla, me considero un patriota que defiendo el ser y la esencia de mi patria? Como también lo hace un inglés, con muchos menos argumentos de historia noble y heroica, o un francés que convivió con la ocupación nazi y nos vienen a contar que ellos formaron una resistencia al invasor, cuando fueron los aliados quienes les dieron la zurra correspondiente.
Esta serie de reflexiones sobre mi propia cobardía la hago porque sirve perfectamente para analizar la comedura de coco que yo llamo pedantescamente “molde cognitivo”; que es, ni más ni menos, ese conjunto de tópicos típicos, estigmatizaciones, etiquetaciones, chantajes emocionales, sincretismo religioso-cultural, silencios, impregnaciones de la propaganda político-informativa, o más bien desinformativa, mitos y deformaciones de la historia, libros de texto con elementos de conocimiento deformados, empapados en ponzoña ideológica, miedos, sospechas, recuerdos con aroma a amonal o goma quemada, derramamientos de sangre en el pavimento, extorsiones organizadas, y cuantos elementos de condicionamiento operante; siguiendo la literatura conductista que nos lleva a definir perfectamente al hombre (mujer) convertido en ratón de laboratorio, nos ha llevado a esta demolición de la identidad personal de las gentes.
Y claro… Los secuaces de ETA no solamente han llegado a las instituciones sino que están en la calle o van a estar en breve quienes apretaron el gatillo o pusieron la bomba.
Y me he vuelto a casa con la sensación de haber sido vencido.
Todos sabemos que el caracol consta de dos partes, una blanda que es el organismo que nutre y tiene el aparato locomotor y otra la concha, donde al percibir cualquier riesgo para su sentido de conservación se recoge y cobija. Lo que probablemente el caracol no sepa que un depredador es capaz de romper su envoltura sólida compuesta de carbonato cálcico fácilmente, simplemente, en el caso del hombre, con un pisotón.
Hoy me ha sucedido una anécdota que me ha hecho reflexionar sobre mi propio comportamiento. Y lo cuento, a modo etnográfico, para que sirva de etología de los comportamientos enfermizos a los que nos han inducido los ingenieros cognitivos que se envuelven en la ikurriña, unos por ser los inventores de esa bandera y seguir los pasos del xenófobo Sabino Arana y los otros por pensar que es una enseña de liberación, y que los demás somos como el caracol que habrá que pisar en cualquier momento, se atreva o no a ir por la vida a cuerpo descubierto.
Resulta que he ido a mi gimnasio habitual, y, como puse tras la anterior sesión a lavar mi camiseta de los ejercicios que hago para combatir mis subidas de glucemia, he ido a coger otra entre unas cuantas que tengo de color blanco. Y al llegar al local gimnástico, ya entrado en el vestuario, me he desvestido y sacado de mi mochila la camiseta que había cogido. Cual ha sido mi sorpresa cuando veo que dicha camiseta tiene una imprimación de una bandera española no muy aparente con la inscripción de “Hispania 92”. Creo recordar que me la regaló Daniel Portero, el hijo de Fiscal-Jefe de Andalucía Luis Portero que fue asesinado por ETA.
Y, ante un hecho tan poco significativo como llevar puesta una camiseta de tal pelaje, me he encontrado inmerso en mis pensamientos y dudas… ¿Me la pongo y que piensen los demás lo que quieran? ¿No me la pongo y regreso a mi domicilio sin hacer la gimnasia? Y llego a la conclusión de que si le doy la vuelta a la camiseta igual no se distingue la imprimación, pero veo que se nota de forma velada el rastro rojigualda. Y llego a la conclusión de que regreso a casa sin hacer mis correspondientes ejercicios, a pesar de su necesidad.
En el camino de regreso me fustigo a mi mismo. Me siento un cobarde, una lagartija escondida en el pedregal, un gusano que se retuerce en el relieve del suelo para ocultar su blandura corporal. Y yo mismo me pregunto cómo es posible que yo sea capaz de exhibir en el balcón de mi segunda vivienda la enseña nacional y no de ponerme una simple camiseta en un local donde es probable que no haya más de treinta personas. ¿Y por qué no hacerlo si es la bandera de mi país y yo, de boquilla, me considero un patriota que defiendo el ser y la esencia de mi patria? Como también lo hace un inglés, con muchos menos argumentos de historia noble y heroica, o un francés que convivió con la ocupación nazi y nos vienen a contar que ellos formaron una resistencia al invasor, cuando fueron los aliados quienes les dieron la zurra correspondiente.
Esta serie de reflexiones sobre mi propia cobardía la hago porque sirve perfectamente para analizar la comedura de coco que yo llamo pedantescamente “molde cognitivo”; que es, ni más ni menos, ese conjunto de tópicos típicos, estigmatizaciones, etiquetaciones, chantajes emocionales, sincretismo religioso-cultural, silencios, impregnaciones de la propaganda político-informativa, o más bien desinformativa, mitos y deformaciones de la historia, libros de texto con elementos de conocimiento deformados, empapados en ponzoña ideológica, miedos, sospechas, recuerdos con aroma a amonal o goma quemada, derramamientos de sangre en el pavimento, extorsiones organizadas, y cuantos elementos de condicionamiento operante; siguiendo la literatura conductista que nos lleva a definir perfectamente al hombre (mujer) convertido en ratón de laboratorio, nos ha llevado a esta demolición de la identidad personal de las gentes.
Y claro… Los secuaces de ETA no solamente han llegado a las instituciones sino que están en la calle o van a estar en breve quienes apretaron el gatillo o pusieron la bomba.
Y me he vuelto a casa con la sensación de haber sido vencido.












