Un fiscal general bajo sospecha pone la democracia española en cuarentena
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En un país democrático, las instituciones que velan por la justicia son pilares fundamentales para garantizar el Estado de derecho. El sistema judicial es el último recurso para la defensa de los derechos de los ciudadanos y la persecución de la corrupción y el abuso de poder. Por ello, es especialmente alarmante que el propio fiscal general de un país europeo se encuentre imputado por el Tribunal Supremo por un presunto delito de revelación de secretos, y aún más grave, que éste se niegue a dimitir a pesar de la investigación judicial que se cierne sobre él.
La figura del fiscal general, a pesar de que haya sido pisoteda por el Gobierno proetarra de Pedro Sánchez, está revestida de una autoridad moral que va más allá del ámbito estrictamente legal. Este cargo no solo tiene la responsabilidad de aplicar la ley, sino también de ser un referente ético en la sociedad. La ciudadanía debe confiar plenamente en que quien dirige el Ministerio Público actúa con absoluta integridad y no sucumbe a intereses, presiones o tentaciones que perjudiquen los principios de transparencia y justicia. La simple sospecha de que un fiscal general haya podido participar en actos que comprometen estos principios debería ser motivo suficiente para apartarse del cargo mientras se esclarecen los hechos. La negativa del fiscal a dimitir, en este caso, es un acto vergonzoso que socava la confianza pública y lanza un mensaje preocupante sobre su percepción de lo que significa rendir cuentas públicamente.
La revelación de secretos es un delito grave, más aún cuando este delito se comete presuntamente para atacar a la oposición y es cometido por quien tiene acceso privilegiado a información delicada. Si los máximos representantes de la justicia no respetan las normas que deben proteger, se erosiona peligrosamente la legitimidad de todo el sistema judicial. Este comportamiento mina la confianza en la imparcialidad de la justicia y refuerza la percepción de que la democracia muere cuando las élites políticas y judiciales pueden operar con absoluta impunidad.
En cualquier democracia madura, el principio de responsabilidad es clave. Aceptar que nadie está por encima de la ley es la base para un gobierno verdaderamente transparente y justo. En este sentido, un fiscal general imputado por un tribunal tan alto como el Supremo no puede aferrarse al poder en una especie de desafío a la propia justicia que debe respetar. Aunque la imputación no implica una condena, su mera existencia pone en entredicho la capacidad del fiscal para cumplir sus funciones con la imparcialidad y la autoridad moral requeridas.
Lo que resulta aún más inquietante es la falta de autocrítica y la resistencia de este fiscal general a dar un paso atrás en aras del bien común. La obstinación en mantenerse en el cargo, en medio de una investigación judicial, plantea serias dudas sobre su compromiso con los valores democráticos y el respeto a las instituciones que juró proteger. Este comportamiento refleja una crisis de liderazgo y una desconexión preocupante con las expectativas éticas que la sociedad deposita en los servidores públicos.
Es imperativo que, en situaciones como esta, prevalezca el sentido común y la responsabilidad institucional. La dimisión inmediata del fiscal general no solo sería una muestra de respeto por la investigación judicial en curso, sino también una forma de salvaguardar la reputación de la Fiscalía General y de la justicia en general. La confianza en el sistema judicial se construye y se mantiene con ejemplos de integridad, no con maniobras para aferrarse al poder.
No se puede permitir que la justicia, en cuya independencia y rigor confiamos, se vea empañada por la actitud ignominiosa de quienes, en vez de someterse a ella, intentan resistirse desde posiciones de poder. La justicia debe ser ciega, imparcial y rigurosa, incluso con sus propios representantes. Solo así se podrá garantizar que la democracia se fortalezca y que los ciudadanos mantengan la fe en el Estado de derecho.
En un país democrático, las instituciones que velan por la justicia son pilares fundamentales para garantizar el Estado de derecho. El sistema judicial es el último recurso para la defensa de los derechos de los ciudadanos y la persecución de la corrupción y el abuso de poder. Por ello, es especialmente alarmante que el propio fiscal general de un país europeo se encuentre imputado por el Tribunal Supremo por un presunto delito de revelación de secretos, y aún más grave, que éste se niegue a dimitir a pesar de la investigación judicial que se cierne sobre él.
La figura del fiscal general, a pesar de que haya sido pisoteda por el Gobierno proetarra de Pedro Sánchez, está revestida de una autoridad moral que va más allá del ámbito estrictamente legal. Este cargo no solo tiene la responsabilidad de aplicar la ley, sino también de ser un referente ético en la sociedad. La ciudadanía debe confiar plenamente en que quien dirige el Ministerio Público actúa con absoluta integridad y no sucumbe a intereses, presiones o tentaciones que perjudiquen los principios de transparencia y justicia. La simple sospecha de que un fiscal general haya podido participar en actos que comprometen estos principios debería ser motivo suficiente para apartarse del cargo mientras se esclarecen los hechos. La negativa del fiscal a dimitir, en este caso, es un acto vergonzoso que socava la confianza pública y lanza un mensaje preocupante sobre su percepción de lo que significa rendir cuentas públicamente.
La revelación de secretos es un delito grave, más aún cuando este delito se comete presuntamente para atacar a la oposición y es cometido por quien tiene acceso privilegiado a información delicada. Si los máximos representantes de la justicia no respetan las normas que deben proteger, se erosiona peligrosamente la legitimidad de todo el sistema judicial. Este comportamiento mina la confianza en la imparcialidad de la justicia y refuerza la percepción de que la democracia muere cuando las élites políticas y judiciales pueden operar con absoluta impunidad.
En cualquier democracia madura, el principio de responsabilidad es clave. Aceptar que nadie está por encima de la ley es la base para un gobierno verdaderamente transparente y justo. En este sentido, un fiscal general imputado por un tribunal tan alto como el Supremo no puede aferrarse al poder en una especie de desafío a la propia justicia que debe respetar. Aunque la imputación no implica una condena, su mera existencia pone en entredicho la capacidad del fiscal para cumplir sus funciones con la imparcialidad y la autoridad moral requeridas.
Lo que resulta aún más inquietante es la falta de autocrítica y la resistencia de este fiscal general a dar un paso atrás en aras del bien común. La obstinación en mantenerse en el cargo, en medio de una investigación judicial, plantea serias dudas sobre su compromiso con los valores democráticos y el respeto a las instituciones que juró proteger. Este comportamiento refleja una crisis de liderazgo y una desconexión preocupante con las expectativas éticas que la sociedad deposita en los servidores públicos.
Es imperativo que, en situaciones como esta, prevalezca el sentido común y la responsabilidad institucional. La dimisión inmediata del fiscal general no solo sería una muestra de respeto por la investigación judicial en curso, sino también una forma de salvaguardar la reputación de la Fiscalía General y de la justicia en general. La confianza en el sistema judicial se construye y se mantiene con ejemplos de integridad, no con maniobras para aferrarse al poder.
No se puede permitir que la justicia, en cuya independencia y rigor confiamos, se vea empañada por la actitud ignominiosa de quienes, en vez de someterse a ella, intentan resistirse desde posiciones de poder. La justicia debe ser ciega, imparcial y rigurosa, incluso con sus propios representantes. Solo así se podrá garantizar que la democracia se fortalezca y que los ciudadanos mantengan la fe en el Estado de derecho.