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Arturo Aldecoa Ruiz
Jueves, 24 de Octubre de 2024 Tiempo de lectura:

Una luz en el corazón de las tinieblas

Vivimos tiempos oscuros: desde hace tres años hay de nuevo una guerra en Europa, algo que parecía cosa del pasado. Y desde hace un año un nuevo conflicto destroza Oriente Medio con una crueldad pocas veces vista.

 

La capacidad humana para el mal no ha variado un ápice en nuestra brillante modernidad online: los crímenes, violencias, torturas y crueldades siguen estando presentes en pleno siglo XXI en el mundo.

 

Viendo cada día en los medios de comunicación las lágrimas de los exiliados, la mirada de los huérfanos, la desesperación de los padres que han perdido a sus hijos y el horror de todas las víctimas de la barbarie y violencia de los agresores, cabe preguntarse si las víctimas podrán, cuando llegue la paz, perdonar a sus verdugos, que tanto dolor están causando, cometiendo actos que ellos mismos consideran vergonzosos y por eso los intentan ocultar. Pues hasta los perros de la guerra a veces se avergüenzan de serlo.

 

Yo creo que siempre hay esperanza y depende del comportamiento individual de las personas. Les voy a contar una historia.

 

Era entonces un niño de pantalón corto de unos ocho años, que estudiaba en el pequeño Colegio “San José” de los padres agustinos en Bilbao. Nuestro profesor responsable de tercera elemental era un sacerdote pequeñito de cara redonda y con gafas, siempre con su hábito negro con capilla y su correa de agustino, el padre Belarmino de Celis, del cual apenas sabía nada entonces, salvo algún comentario que había oído a mi madre aludiendo a que "vivió en Filipinas cosas terribles durante la Guerra Mundial".

 

Mi madre nunca me aclaró cuáles. En mi casa se evitaba siempre contar desgracias, quizás porque mis padres las habían vivido con intensidad en su juventud y no querían transmitirnos esa herencia maldita para la memoria que son las tragedias bélicas.

 

Recuerdo a Belarmino enseñándonos a hacer restas y multiplicaciones, y, sobre todo, quedándose estático mirando por la ventana, viendo más allá de los cristales algo que los demás no podíamos percibir en la bilbaína calle Iparraguirre, donde se enclavaba el Colegio.

 

A veces me pareció que musitaba algo por lo bajo. ¿Quizás rezaba? En ocasiones di un vistazo hacia el lugar que miraba el padre, pero allí no había nada de especial sino la pared del edificio de enfrente.

 

Creo que Belarmino veía otra cosa, imágenes de su pasado. Hoy, gracias a la accesibilidad que la red internet nos da a prácticamente toda la documentación histórica, he conocido su terrible experiencia.

 

Belarmino había nacido en Palencia en 1908. Estudió latín y Humanidades. En 1931, antes de finalizar sus estudios de Teología fue destinado a las misiones de Filipinas, y ordenado sacerdote en Manila. Entre 1935 y 1936 residió año y medio en Shanghái, China, de donde regresó a Filipinas por razones de salud. U

 

En 1938 se examinó del idioma pampango y fue nombrado párroco. Era un hombre preparado y brillante.

 

Durante la Segunda Guerra mundial vivió la ocupación por los japoneses de Manila, la “Perla del Oriente”, hasta su terrible final en marzo de 1945, cuando el Ejército imperial arrasó la ciudad y destruyó el barrio colonial antiguo, llamado “Intramuros”, masacrando a todos los extranjeros sin excepciones.

 

Según los documentos oficiales, el 8 de febrero de 1945 todos los varones refugiados en “Intramuros” mayores de 14 años fueron llevados al fuerte Santiago. En la prisión los españoles fueron separados de los dos mil filipinos allí refugiados. Estos, después de una semana sin comida ni agua, fueron rociados por los japoneses con gasolina mediante mangueras. Muchos pensaron que era agua y por eso abrieron la boca para saciar su sed. Luego fueron quemados vivos.

 

Los españoles, con los que estaba Belarmino, recibieron igualmente un trato atroz. Según cuenta él mismo tras la tragedia, de la que fue uno de los dos únicos supervivientes: “El día 18 nos llevaron a una bodega junto al convento de Santa Clara, frente a la Catedral, dónde nos tuvieron 24 horas sin comer, al cabo de las cuales nos llamaron diciendo que iban a ponernos en lugar más seguro. Mandaron que saliéramos los españoles, “solo los españoles”. Éramos unos 120, de ellos solo 37 religiosos y nos mandaron entrar dentro de un refugio hecho bajo tierra.”

 

“Como no cabíamos todos, a los últimos los metieron en otro refugio más pequeño y después de unos treinta minutos nos empezaron a arrojar granadas y bombas de mano, nos tirotearon, nos ametrallaron y, por fin, cuando todos estábamos malheridos y desangrándonos, taparon con grandes piedras y tierra la boca del refugio y nos dejaron allí enterrados vivos.”

 

“Estaba lleno de heridas en la cara y en todo el cuerpo, pero no quería morir asfixiado y trabajé para abrir un pequeño agujero para poder respirar; lo conseguí y lo fui agrandando hasta poder salir por el, al cabo de setenta horas, por encima de los cadáveres, sin comer y sin beber, lleno de moscas y de gusanos, y con las heridas llenas de tierra.”

 

Tras conseguir abandonar aquella tumba, el padre Belarmino y el otro superviviente, apellidado Rocamora, pese a estar heridos, atravesaron la plaza de la Catedral, sembrada de vidrios rotos y alambre de púas, que les abrieron nuevas heridas. Finalmente pudieron refugiarse el día 23 en el edificio abandonado de la Oficina de Justicia.

 

Después de un breve descanso Belarmino dejó a su compañero, que ya no podía arrastrarse más, y se acercó al Convento de Santa Clara, donde pidió comida y agua. Pero las hermanas no podían darle porque ellas mismas no tenían. Les aconsejó que abandonaran el Convento. Se sorprendieron de cómo pudo llegar tan lejos sin haber sido asesinado por los centinelas y le rogaron que se fuera antes de que el centinela regresara y lo matara.

 

Regresó a la oficina de Justicia, y encontró por casualidad un inodoro con el tanque lleno de agua. Sació su sed y llenó una lata para su compañero. De alguna manera ambos recuperaron un poco sus fuerzas a pesar de la pérdida de sangre y heridas y pasaron el resto de la noche en silencio.

 

La mañana del día 24,  tras un bombardeo muy intenso escucharon voces de soldados americanos. Belarmino salió a su encuentro e indicó a los soldados dónde estaba su compañero malherido, al que se llevaron en camilla. Les habló de los dos refugios llenos de muertos, heridos y moribundos, pero no pudieron cruzar la plaza para auxiliarles porque los japoneses seguían disparando contra la Catedral. Cuenta Belarmino que ese día “Me recogieron los soldados americanos más muerto que vivo.”

 

Únicamente Belarmino y Rocamora sobrevivieron a la tumba donde fueron enterrados vivos durante 70 horas y estuvieron a punto de morir de sed y asfixia.  Su testimonio sirvió para levantar el acta del crimen de guerra cometido en Manila por las tropas japonesas. Y así consta en los documentos oficiales del caso.

 

La batalla de Manila en febrero y marzo de 1945 supuso dentro de la Segunda Guerra mundial uno de los episodios más oscuros y terribles. Un absurdo baño de sangre y la total devastación de la ciudad. Se calcula que cien mil civiles murieron porque, como luego se supo, contraviniendo las órdenes de sus superiores, el contralmirante Iwabuchi Sanji, al mando de las tropas japonesas en Manila, la mayoría campesinos analfabetos, decidió que nadie debería sobrevivir si era testigo de la derrota del Ejército Imperial.

 

Los crímenes cometidos por los japoneses contra los ciudadanos españoles en Manila fueron tan evidentes que el Gobierno franquista estuvo a punto de declarar en 1945 la guerra al Japón, algo que no habría dejado de ser entonces anecdótico.

 

Tras esta terrible experiencia el padre Belarmino siguió desarrollando su misión pastoral y educativa en Filipinas.

 

En 1955, volvió a España y vino a Vizcaya, donde ejerció diversos cargos en la casa del Carmen en Getxo y, cuando, yo lo conocí en 1967, en el Colegio San José en Bilbao.

 

Nunca nos comentó nada de su terrible historia, de la que yo no tuve más noticia entonces que el comentario de mi madre. Los hechos los conocí décadas después cuando, a través de Internet y por curiosidad, accedí a los documentos oficiales americanos sobre los desmanes cometidos en “Intramuros” de Manila por los japoneses y me encontré que su testimonio había sido clave para poder establecer aquel crimen de guerra del Ejército imperial.

 

Lo que más me admira del padre Belarmino es su capacidad para superar el horror que vivió tras ser enterrado vivo durante setenta horas y ver morir a casi todos sus compañeros, conservando una mente lúcida y un alma ajena al odio y al rencor.

 

Creo que cuando miraba por la ventana de nuestra clase seguía viendo aquellos días en “Intramuros” y rezaba por los asesinados.

 

En un mundo como el nuestro lleno de héroes mediáticos de cartón piedra, glorias artificiales y falsos oropeles, su vida demuestra que el perdón y el olvido pueden ser posibles si el amor a la humanidad es más fuerte que el deseo de venganza, que no debe confundirse con el de justicia y verdad.

 

Belarmino, falleció en Getxo en 2002, cincuenta y siete años después de ser liberado de “Intramuros” y su memoria es para mí una luz en el corazón de las tinieblas que nos acechan.

 

Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado de las Juntas Generales de Vizcaya 1999 – 2019

 

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