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La Tribuna del País Vasco
Miércoles, 30 de Octubre de 2024 Tiempo de lectura:

Desastres naturales: La dejación de responsabilidad de las instituciones es un comportamiento criminal

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La naturaleza es poderosa e implacable, y los fenómenos naturales, aunque conocidos y monitorizados, a menudo dejan tras de sí una estela de destrucción. Pero cuando una tormenta como la que azota amplias zonas de España es anticipada con días de antelación y con el conocimiento que brindan las tecnologías modernas, resulta incomprensible que las instituciones encargadas de proteger a la ciudadanía fallen en mitigar sus consecuencias. Cada vez que esto ocurre, queda en evidencia una cadena de errores que va más allá de la simple gestión: es el reflejo de un sistema que necesita revisión urgente porque sus fallas generan la muerte de decenas de ciudadanos.

 

En teoría, el objetivo de las instituciones es garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos, especialmente ante situaciones que representan una amenaza inminente. Las alertas tempranas y los sistemas de previsión climática han avanzado enormemente, permitiendo anticiparse con mayor precisión a fenómenos como tormentas y huracanes. Sin embargo, los recursos y la planificación que se ponen en marcha en respuesta a estos fenómenos parecen, en demasiadas ocasiones, insuficientes o mal gestionados.

 

Es común escuchar después del desastre los mismos argumentos: “No se podía prever la magnitud”, “faltaron recursos”, o “se hicieron todos los esfuerzos posibles”. Pero la realidad es que el impacto de una tormenta anunciada debería ser mitigable. Las evacuaciones bien planeadas, el refuerzo de infraestructuras y la coordinación entre diferentes agencias no son tareas imposibles; son el deber de cualquier institución comprometida con su misión. Cada vez que este deber no se cumple, el costo recae, lamentablemente, en los ciudadanos que pierden sus bienes, sus hogares y, en los peores casos, su vida.

 

Las fallas institucionales, como las cometidas por la Generalidad Valenciana y la delegación del Gobierno en esta comunidad, frente a fenómenos meteorológicos predecibles revelan problemas profundos. A menudo, el personal y los recursos están sobredimensionados en unas áreas y completamente ausentes en otras. La burocracia, la falta de flexibilidad, la ignorancia, y el peso de determinados intereses políticos y económicos terminan por afectar la capacidad de respuesta, haciendo que decisiones críticas se pospongan hasta que es demasiado tarde.

 

En el fondo, lo que falla no es solo la gestión de una tormenta específica, sino la voluntad de construir sistemas eficaces que prioricen a los ciudadanos sobre cualquier otra consideración. Esto demanda una reflexión seria y acciones concretas para fortalecer las capacidades de las instituciones encargadas de prever, responder y, en última instancia, proteger.

 

Si las instituciones son incapaces de actuar preventivamente frente a una tormenta anunciada, ¿cómo podemos confiar en que responderán adecuadamente ante crisis menos previsibles? Esta pregunta se repite incansablemente cada vez que ocurre un desastre que, en teoría, podía haberse mitigado. La falta de acción oportuna no solo genera desconfianza, sino que erosiona la legitimidad de las entidades responsables de velar por el bienestar común. ¿Cómo puede una sociedad progresar si sus cimientos se tambalean cada vez que se presenta una amenaza?

 

Un aspecto clave en esta problemática es la falta de autocrítica y responsabilidad institucional. Las autoridades españolas emplean un lenguaje evasivo para justificar sus carencias, sin reconocer los errores que llevaron a la crisis. Esta actitud no solo agrava el problema, sino que perpetúa la ineficacia al enviar el mensaje de que las fallas no tendrán consecuencias. La responsabilidad, en este contexto, debería implicar no solo el reconocimiento de los errores, sino también las dimensiones de responsables y una revisión sistemática de los protocolos y procesos para evitar que las mismas fallas se repitan.

 

Además, es fundamental cuestionar si las instituciones están dotadas con los recursos necesarios y, más importante aún, si estos recursos están siendo gestionados adecuadamente. A veces, el problema no es la falta de fondos, sino su mal uso: inversiones en áreas innecesarias, recortes en mantenimiento de infraestructuras críticas o falta de capacitación para el personal responsable de actuar en emergencias. La gestión de riesgos no debe ser una cuestión de voluntarismo; necesita presupuesto, planificación y un control exhaustivo que permita responder adecuadamente en situaciones de crisis.

 

Otra vertiente de la problemática es la desconexión entre las instituciones y las comunidades afectadas. La capacidad de respuesta no se mide solo en términos de equipamiento o protocolos, sino también en la habilidad para comunicar y coordinarse con la población. Las alertas tempranas y los mensajes de evacuación pierden efectividad si no llegan a tiempo o si no son comprendidos por la gente. Aquí es donde entra en juego la importancia de una comunicación clara, directa y empática por parte de las instituciones. La sociedad debe sentirse informada, protegida y preparada, no solo en momentos de crisis, sino de manera constante. Las instituciones deben ser vistas como aliados, no como entes distantes que solo aparecen para anunciar tragedias.

 

Finalmente, lo que falla no son solo las instituciones en sí, sino una cultura de gestión del riesgo y responsabilidad social que trasciende a cualquier entidad gubernamental. Las sociedades que verdaderamente prosperan ante la adversidad son aquellas que desarrollan resiliencia, entendida esta como la capacidad de adaptarse, de aprender de los errores y de construir sistemas sólidos y eficaces al servicio de los ciudadanos. Para ello, es necesario un cambio de mentalidad en el que la prevención y la planificación no se consideren un gasto innecesario, sino una inversión en la seguridad y el futuro de todos.

 

En definitiva, cada tormenta que toma por sorpresa a una comunidad deja lecciones dolorosas, y el verdadero error está en no aprender de ellas. Las instituciones, que extorsionan con impuestos desmedidos a los ciudadanos, tienen la responsabilidad y la obligación de estar a la altura de las necesidades actuales y futuras, y la sociedad en su conjunto debe exigirles que así sea.

 

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