Ser cautos con los fundamentos que nos guían
Al momento de defender nuestra postura, nos sentimos súbditos de Atenea, diosa de ojos glaucos, terrible y belicosa, como la describe Hesíodo en su Teogonía. Al igual que ella, que nació de la cabeza de Zeus con su armadura completa, nosotros defendemos nuestras creencias con fiereza y estupidez. Tenemos fe en que todos los fundamentos que sostienen lo que damos por cierto son como la roca que con firmeza se alegra en el río; lo que algunos pretenden negar es que esa roca tan grande e imponente tarde o temprano cede ante la corriente. Es imposible que todas nuestras creencias sean más que aire y roca resquebrajada. Ni siquiera somos capaces de rastrear el origen de muchas de ellas.
Craso error es declarar que nuestras afirmaciones son inocentes. Afirmar implica asumir que lo que decimos es verdadero, no que es una verdad entre muchas, sino que lo que yo digo es la verdad. Por ello es por lo que debemos ser cautos. Igual que el hombre no puede seguir el oxígeno que respira hasta su origen, tampoco podemos fundamentar cada acción, pensamiento o decisión desde la lógica más pura. Limitado es el hombre y su entendimiento se encuentra cercado. Aun así, estoy consciente del hecho de que vivir implica ser hasta cierto punto dogmáticos: dar por hechos ciertos fundamentos. Vivir implica afirmar ciertas cosas; lo cotidiano exige que afirmemos la tierra. Además de que es posible que la sentencia dicha sea cierta.
El escepticismo pirrónico o radical puede provocar inmovilidad, incertidumbre y angustia. Sin embargo, creernos dioses y portadores de la verdad puede llevarnos a caer en otra trampa: el orgullo epistémico. Proclamar que sabemos algo es negarnos a aprender, a avanzar en un camino conjunto y humano. Al decir que sabemos algo estamos rechazando el amor por la sabiduría, el que debería ser el bien más preciado. Al dar por hecho nuestro conocimiento del mundo, nos engrandecemos en la torre de nuestro propio ego. Ya se ha dicho en el proverbio que «al hombre que está andando ni siquiera le corresponde dirigir sus pasos». Pese a todo, existen cosas que entendemos como verdaderas, y creemos en ellas; bajo la condición de la razonable argumentación, debemos defender aquellas creencias. La fe no es más que creer en aquello que afirmamos con nuestra lengua.
Al momento de defender nuestra postura, nos sentimos súbditos de Atenea, diosa de ojos glaucos, terrible y belicosa, como la describe Hesíodo en su Teogonía. Al igual que ella, que nació de la cabeza de Zeus con su armadura completa, nosotros defendemos nuestras creencias con fiereza y estupidez. Tenemos fe en que todos los fundamentos que sostienen lo que damos por cierto son como la roca que con firmeza se alegra en el río; lo que algunos pretenden negar es que esa roca tan grande e imponente tarde o temprano cede ante la corriente. Es imposible que todas nuestras creencias sean más que aire y roca resquebrajada. Ni siquiera somos capaces de rastrear el origen de muchas de ellas.
Craso error es declarar que nuestras afirmaciones son inocentes. Afirmar implica asumir que lo que decimos es verdadero, no que es una verdad entre muchas, sino que lo que yo digo es la verdad. Por ello es por lo que debemos ser cautos. Igual que el hombre no puede seguir el oxígeno que respira hasta su origen, tampoco podemos fundamentar cada acción, pensamiento o decisión desde la lógica más pura. Limitado es el hombre y su entendimiento se encuentra cercado. Aun así, estoy consciente del hecho de que vivir implica ser hasta cierto punto dogmáticos: dar por hechos ciertos fundamentos. Vivir implica afirmar ciertas cosas; lo cotidiano exige que afirmemos la tierra. Además de que es posible que la sentencia dicha sea cierta.
El escepticismo pirrónico o radical puede provocar inmovilidad, incertidumbre y angustia. Sin embargo, creernos dioses y portadores de la verdad puede llevarnos a caer en otra trampa: el orgullo epistémico. Proclamar que sabemos algo es negarnos a aprender, a avanzar en un camino conjunto y humano. Al decir que sabemos algo estamos rechazando el amor por la sabiduría, el que debería ser el bien más preciado. Al dar por hecho nuestro conocimiento del mundo, nos engrandecemos en la torre de nuestro propio ego. Ya se ha dicho en el proverbio que «al hombre que está andando ni siquiera le corresponde dirigir sus pasos». Pese a todo, existen cosas que entendemos como verdaderas, y creemos en ellas; bajo la condición de la razonable argumentación, debemos defender aquellas creencias. La fe no es más que creer en aquello que afirmamos con nuestra lengua.