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Lunes, 18 de Noviembre de 2024 Tiempo de lectura:
Un artículo de Arthur Marie

Donald Trump y la política de los mantras: ¿El fin de las ideas?

Desde su reciente reelección, Donald Trump se ha convertido más que nunca en una figura singular de la escena política mundial. Su vuelta al centro de la escena se inscribe en una tendencia que parece imponerse al otro lado del Atlántico: la de la «postpolítica», una forma de comunicación política despojada del arte de razonar, en la que el discurso se reduce a una serie de eslóganes bien afinados. En esta era de lo instantáneo y de la imagen, Trump destaca como un maestro en el arte de plasmar sus mensajes. Donde el político francés tiene que justificar cada promesa, cada proyecto, Trump sólo tiene que afirmar: la palabra le basta, la postura completa el resto.

 

En Estados Unidos, la eficacia de un eslogan parece primar sobre cualquier otra consideración. No se pide a los candidatos que se expliquen, sino que se hagan valer. A diferencia de Francia, donde el arte de la oratoria se basa en explicaciones rigurosas y a menudo interminables, la política estadounidense parece haberse liberado de la necesidad de convencer racionalmente. Lo que Estados Unidos quiere oír son declaraciones directas y sin concesiones. Los mítines de Trump, observados desde Francia, son como un espectáculo en el que el hombre sólo tiene que presentarse como «el que lo va a hacer» y el público queda inmediatamente conquistado.

 

Una de las claves de este modelo es sin duda la encarnación personal de la acción: el individuo político estadounidense es un actor que se convierte en su propio eslogan. Trump, con su crudo carisma y su imponente estatura, es una perfecta ilustración de ello. Un ejemplo llamativo procede de sus discursos cuando, presionado por un periodista sobre su plan de reindustrialización, responde sin vacilar: «No intente averiguar cómo, simplemente voy a hacerlo»; la afirmación sustituye aquí a la argumentación; el misterio se da por supuesto. En Francia, este enfoque provocaría sin duda un clamor: la gente exigiría explicaciones, previsiones cuantificadas y justificaciones. En Estados Unidos, sin embargo, el tono ha cambiado: basta con la fe, el carisma toma el relevo.

 

Esta «pospolítica» se ha vuelto tan eficaz que está inspirando incluso a las filas de las élites estadounidenses «oficiales». Kamala Harris, una destacada demócrata, adoptó recientemente el eslogan «Cuando el pueblo vota, el pueblo gana», una frase tomada directamente de Marine Le Pen. En Estados Unidos, ahora parece que basta con repetir una frase poderosa para hacerla verdadera y eficaz a los ojos de una población que está demasiado dispuesta a creer.

 

Una estrategia de comunicación virtuosa

 

Pero este fenómeno, que podría parecer simplista, es en realidad el resultado de una estrategia de comunicación muy eficaz, en la que Trump destaca con un virtuosismo que causa admiración. Este modelo se basa en una retórica casi incantatoria, un diluvio de eslóganes sencillos y directos que hablan a los instintos y las emociones. «Voy a salvar el empleo», “Voy a restablecer la paz”, “Conmigo, América ganará”. A fuerza de repetirlas, estas fórmulas acaban grabándose en la mente del electorado como verdades a cumplir, sin necesidad de saber nunca «cómo». En este sentido, Trump maneja el arte del discurso como un hipnotizador maneja su péndulo.

 

El observador francés, encerrado en su pomposo racionalismo, sólo puede contemplar esta política de pura afirmación con una sorprendente combinación de desdén e impotencia. Allí donde nuestras élites se pierden en razonamientos interminables y justificaciones pseudointeligentes, Estados Unidos impone sus certezas. Mientras Francia, cegada por su obsesión por el «saber hacer» y la tecnocracia, ha olvidado la realidad de los pueblos, Estados Unidos avanza con una claridad brutal y una sencillez desconcertante.

 

Esta estrategia, por simplista que parezca, toca un punto sensible: la necesidad de creer. En una época en la que reina la complejidad, el votante estadounidense parece preferir respuestas sencillas de las que pueda apropiarse y repetir. Y Trump, como perfecto intérprete de esta sed de seguridad, se ha convertido en un maestro en el arte de hacerse profeta.

 

Lo esencial no es tanto convencer a la gente de la viabilidad de un proyecto como hacerles creer en la capacidad de una figura de autoridad para «sostener» ese proyecto, para «quererlo». No importa el método, no importan los detalles: la persona lo es todo. Esta personalización extrema del discurso tiene algo casi religioso, donde el carisma y la potencia vocal priman sobre la lógica o la razón. Como los oradores antiguos o los predicadores modernos, Trump es uno con su mensaje. Sólo tiene que subirse al escenario, ante miles de seguidores que sostienen pancartas con sus lemas, para declamar consignas machacadas como mantras.

 

Al final, tenemos derecho a preguntarnos si este modelo pospolítico, propio de la América de Trump, no acabará contaminando Europa. Al reducir la política a conjuros y a una simple demostración de fuerza personal, el discurso se transforma en una serie de verdades autoevidentes cuasi místicas, muy alejadas de las preguntas que los europeos seguimos haciéndonos. Porque si el pueblo estadounidense parece conquistado por esta figura carismática a la que ya no le importa el «cómo», puede que mañana nos veamos obligados a reconocer que esta necesidad de creencia y encarnación directa puede llegar hasta nuestras fronteras.

 

Nota: Cortesía de Éléments

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