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Pablo Mosquera
Jueves, 21 de Noviembre de 2024 Tiempo de lectura:

Perdido entre el fango

( dedicado a mi ilustre amigo Dr. Unzueta Merino)


Como dijo Juan Pablo Fusi, Marañón fue «un acontecimiento», entendiendo por tal «algo que le sucedió a la sociedad española del siglo XX». Y ese acontecimiento –conviene enfatizarlo, no fue una mera eventualidad, sino el resultado de, al menos, dos características decisivas del protagonista: su talento profesional y su «prodigiosa» capacidad de trabajo. Es verdad que lo primero que sorprende al curioso que se aproxima al insigne médico es lo abultado de su obra escrita, cifrada en ciento veinticinco libros, alrededor de mil ochocientos artículos y cerca de doscientos cincuenta prólogos. Debe tenerse en cuenta además que buena parte de esa producción es trabajo de investigación, no mera divulgación y, en todo caso, no puede perderse de vista que el tiempo dedicado a esa vasta obra tuvo que compatibilizarse con otras actividades de nuestro prohombre, entre las cuales estaba –muy prioritariamente– el ejercicio de la medicina pública y privada, amén de otras importaciones realizaciones en la administración sanitaria.

 

Quiero comenzar por señalar a un MÉDICO que no sólo sabía medicina. Al reconocer su trayectoria me invade una mezcla de nostalgia por un tiempo pasado en una sociedad que lo disfrutó, pero también me asalta una perversa pregunta: ¿hay alguien en la España del 2024 que reúna las características de este gran español?. Incluso. ¿ Alguien que se le aproxime ?. O todavía más inocente. ¿En la Universidad española se recuerda, se enseña, se debate, la obra ingente de este gran humanista?

 

Con la década de los sesenta, en el pasado siglo XX, se produce un cambio generacional bastante visible. Al tiempo que la generación de Julián Marías se encuentra instalada en el «poder social» entra en escena una nueva generación, en general más rebelde y menos liberal, que aspira naturalmente a hacerse con el poder y el prestigio. Se produce entonces un cambio de actitud respecto de Ortega, sus discípulos y su influjo. Se inicia esa curiosa actitud de la clase intelectual de no hablar de las obras de Marías -ni de las de su maestro-, que se prolongará hasta su muerte. La cerrada oposición que antes había encontrado por el lado «conservador» la encontrará ahora, de signo contrario pero simétrica, por el lado «progresista».

 

Sabedor de que cuenta siempre con la atención de un gran número de lectores, Marías va acostumbrándose a este silencio y sigue imperturbable su labor. En 1960, gracias a la generosa ayuda de la Fundación Ford, dirige un Seminario de Estudios de Humanidades en el que colaboran Laín, Lafuente Ferrari, Lapesa, Aranguren y Fernández Almagro, cuya finalidad era, desde distintas disciplinas pero teniendo como base las ideas expuestas en La estructura social, estudiar y tratar de «comprender la realidad histórico-social de España». El seminario tuvo como consecuencia impresa, por lo pronto, dos libros de Marías: Los españoles (1962) y La España posible en tiempo de Carlos III (1963).

 

Al rebasar los cuarenta y cinco años y entrar en lo que hemos llamado su fase de plena madurez, ha trazado ya las líneas fundamentales de su pensamiento y ha iniciado sus principales trayectorias; lo que hace a partir de entonces es prolongarlas y ahondarlas, perfeccionar y templar sus instrumentos, seguir empeñando la razón vital -la razón, sin más, que se sabe función de la vida- en innumerables nuevas «salvaciones».

 

Siendo un estudiante de la Universidad Complutense, los domingos compraba el ABC para leer y guardar la página que contenía el artículo semanal de Julián Marías. Cierto que en aquella Facultad de Medicina en los años 60, los apuntes que distribuía el SEU u otros grupos, para facilitar el acceso a la doctrina que se impartía oralmente en las clases incómodamente abarrotadas e incompatibles con mis cuatro años de internado en el Hospital Clínico Universitario San Carlos, llevaban en las páginas traseras del contenido discente médico, la obra de los grandes poetas tanto de la generación del 98 como de la del 27. Eso y las aulas de poesía, o los recitales musicales, generaban una inquietud que en mi caso sumó con la que habían sembrado en la Ciudad Santa de Occidente, en el Instituto Xelmírez, un profesorado que fueron dignos transeúntes por aquellas hermosas rúas compostelanas.

 

 «En este país...», ésta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este país!» Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos.  Forma parte de esas frases que Larra achaca al vocabulario constante de Don Periquito...

 

Cuántos, como tal personaje descrito con humor por Fígaro, irrumpen en nuestros aposentos cada día desde los espacios informativos que de forma casi automática degustamos cada día varias veces, y sobre tales ocurrencias las legiones de "tertulianos" pontifican y peor aún, contribuyen a magnificar conducta, actitud, aptitud y léxico, de esos petulantes Periquitos con asiento en Las Cortes y Cámaras Parlamentarias del Estado de las Autonomías. Incluso, cuando alguno de ellos se encuentra en almuerzo de trabajo mientras su tierra sufre la devastación de la cruel DANA.  ¡Pobre España!. 

 

¡Ah!. No pretendo que todos/as lo entiendan. La indigencia cultural abunda. La tenemos tan cerca que son vecinos. Confunden el conocimiento fruto del trabajo, estudio, méritos académicos e investigación socio cultural con culto al yo. Y es que algunos se han creído esa falacia de que todos somos iguales... En el mundo hay "cuasimodos", desperdicios, enanos mentales y jabalinas. Son los miserables que describía Víctor Hugo.

 

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