Trump returns
![[Img #27269]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/01_2025/8786_trump.jpg)
De “presidente por accidente” a potencial amenaza para la democracia (con el asalto de sus seguidores más fanáticos al Capitolio tras su derrota), de claro deudor de las teorías QAnon a escondido portavoz del Proyecto 2050 (de la fundación Heritage), de la voz de la “white trash” al estandarte del “America first”. Trump regresa, arrasando en las urnas y con un plan muy claro, con 100 medidas contundentes esperando desde el primer día, con un equipo hecho a su medida y con el aura, para sus seguidores, de una especie de superhéroe capaz de sobrevivir a atentados, de enfrentarse al establishment corrupto, de proteger los intereses nacionales de la plutocracia mundial, de superar el acoso de jueces que lo persiguen, y de prometer el advenimiento de una nueva época dorada para los que añoran el orden tradicional, los que buscan negocios bien protegidos o los que aspiran a pasar facturas pendientes por haberse quedado atrás. Como esa canción a contracorriente de Oliver Anthony, contra los “Rich Men North of Richmond”, y que se hizo viral a modo de himno de rebeldía:
“I've been sellin' my soul, workin' all day
Overtime hours for bullshit pay
So I can sit out here and waste my life away
Drag back home and drown my troubles away
It's a damn shame what the world's gotten to
For people like me and people like you
Wish I could just wake up and it not be true
But it is, oh, it is”.
Ya no es un outsider puntual, ese magnate polémico y llamativo erigido en líder de las clases medias y nativas frente las elites (encarnadas en su momento en la muy “sistémica” Hillary Clinton) y a lomos de la rabia incontenida del “White angry male”. Ahora aparece a lomos de un soberanismo excepcionalista más formulado y planificado, que deja a un lado al clásico Old Great Party, al que no pertenecía (y del que ha mantenido al burócrata Marco Rubio en su segundo mandato) y lo hace por su propio movimiento MAGA que, aun manteniendo la sombra del Partido Republicano, crea órganos diferentes y promociona nuevos líderes para equilibrar, no siempre perfectamente, a los miembros de su proclamada “revolución del sentido común”.
“Revolución” que une, en un programa de mínimos en torno a restaurar la grandeza perdida del país, a las fieles bases del nacionalismo identitario (del cristianismo del “speaker” Mike Johnson, del persistente alt-right de Steve Bannon y compañía, o del universo vital reaccionario narrado por J. D. Vance en Hillbilly Elegy), a los representantes del libertarismo socioeconómico o de un anarcocapitalismo ya no escondido o marginal, y a tantos ciudadanos autoconsiderados normales, hartos de la ingeniería social que los pone en la diana ideológica cada día o afectados por la ruptura del particular “ascensor social” norteamericano en todas las clases y estratos. Y un programa con la estrategia rupturista bien clara, o por lo menos así se presentó, que demostraba, en sus proclamas y en sus nombres, que Trump regresaba con la lección bien aprendida, ante traidores internos que le hicieron el vacío en su gobierno (y con notables militantes republicanos anunciando que votaron contra él) y ante funcionarios disidentes que le dejaron solo, como narró, en primera persona, en los días previos y posteriores a su derrota de 2020 frente a Joe Biden (como criticó de su anterior vicepresidente, Mike Pence).
Varias claves nos pueden ayudar a entender este regreso. En su gran victoria en las presidenciales del 5 de noviembre de 2024, en la transición del mandato Partido Republicano a la realidad del movimiento “Make America Great Again” (en su gabinete y en sus estrategias), y en las propuestas realizadas, antes y después de su proclamación ante las dos cámara del Congreso estadounidense; aquellas que se pueden realizar íntegramente y aquellas que pueden quedar como simples anzuelos para movilizar a los unos y asustar a los otros.
Nacionalismo, fuera y dentro. Del proteccionismo capitalista a la influencia en su espacio vital. En el primer campo, el programa fue muy claro en su campaña electoral. Aranceles, o la amenaza de ellos, frente a competidores que aprovecharon las lagunas productivas norteamericanas, con salarios bajos y precios aún más bajos en la lejana China o en el cercano México. Desregulaciones a diestro y siniestro, al servicio del emprendedor simbólico patrio y en contra de la misma y sacralizada Agenda 2030; reducción brutal de la burocracia estatal, injustificada a su juicio en su cantidad y calidad (y purgando a los responsables de la humillante salida de Kabul o de las medidas draconianas contra el coronavirus), y al servicio de sus oponentes políticos (como comprobó, a su pesar, en el primer mandato en el que fueron auténtica oposición); y bajada radical de las cargas impositivas, en busca de ese “estado mínimo” que hace las delicias de magnates ahora conversos (en competencia incluso por el mercado de viajes espaciales), de jóvenes inversores ya nativos digitales (con las criptomonedas como forma de inversión) y de agricultores y trabajadores durante años ahogados entre tanto impuesto y a los que cantaba Anthony:
“I've been sellin' my soul, workin' all day
Overtime hours for bullshit pay”
Y en el segundo campo, dejando de ser el “sheriff” del mundo (llevando la democracia hasta las escarpadas montañas de Afganistán) a un repliegue táctico sobre ese espacio propiamente americano (que algunos teóricos vinculan a un renacer de la “doctrina Monroe”), desde donde emergió, en el siglo XIX el germen de su final imperialismo (con la victoria sobre España en 1898, en sus provincias ultramarinas, como gran hito histórico). Por ello, sus intenciones de acabar, ipso facto, con los conflictos provocados por los demócratas en medio planeta: en Palestina, quizás dejando las manos libres a Israel (al que años antes ayudó a entablar relaciones bilaterales con los antiguos enemigos árabes, asegurando aún más su supervivencia en ese entorno tan hostil), y en Ucrania, quizás forzando una especie de armisticio con Rusia para reconocer la realidad de mapas e intereses, estabilizando el mercado de materias primas esenciales (causa de la inflación desbocada o a alza) y recordando cómo, durante sus primeros cuatro años, fue de los pocos presidentes norteamericanos que no provocó directa ni indirectamente grandes conflictos allende las fronteras. Y mostrando finalmente, en este último escenario, que su visión sobre la inutilidad de la OTAN se mantiene, que acepta el mundo multipolar inevitable, que su desdén por la UE sigue siendo manifiesto, y que la emergente China es y será su gran rival en el siglo XXI.
Dinero, y de vuelta. Trump fue y es empresario, controvertido o con éxito. Y eso mismo marca la política tanto nacional como internacional de ese nuevo plan. No solo proteger las producciones y los capitales propios, sino de abrirlos por medio mundo en beneficio de amplias clases sociales patrias, negociando con supuestos amigos, para exigirles contraprestaciones por ventajas aportadas, y con supuestos enemigos, abriendo puertas para negocios en lugares insospechados (recordemos, en este punto, como llegó incluso a reunirse, para sorpresa mundial, con el mismísimo dictador norcoreano). Ello explica sus declaraciones sorprendentes, en forma de provocaciones muy directas, para sobre la amenaza de anexionarse aquello que puede interesar a los EEUU, en su espacio cercano, por motivos esencialmente económicos: el canal de Panamá, en Centroamérica, que construyeron (desde 1904) y por donde fluye parte de un comercio internacional cada vez más monopolizado por el gigante asiático; la norteña Canadá, a la que invita a convertirse en el estado número 51, para no seguir aprovechándose sin contraprestaciones, como desde hace décadas, de los ingentes recursos de los Estados Unidos para mantener su envidiable bienestar gracias al tratado de libre comercio, y desencadenando, posiblemente con su envite, la caída del llamado “líder woke” planetario, Justin Trudeau; y la paupérrima y olvidada Groenlandia (que, en geografía física, es parte de América), ofreciendo mucha pasta para que sus poco más de cincuenta mil habitantes (con tasas insoportables de alcoholismo y suicidios) abandonen la empobrecedora dependencia colonial de Dinamarca por ese proyecto trumpista que pondría en valor sus impresionantes recursos naturales y permitirían a los EEUU nuevas bases en la lucha inmediata por la disputada ruta del Ártico.
Billetes de dólar que pueden atraer a muchos a la causa fuera del país, como lo han hecho dentro. Él es un converso al nacionalismo excepcionalista norteamericano, como tantos que ahora lo acompañan. Un republicano antitrump que vio la luz o entendió el signo de los tiempos, como J.D. Vance, y que se convirtió en vicepresidente y representante de tantos hombres (ya no solo blancos, sino también afroamericanos e hispanoamericanos, siguiendo la tan curiosa clasificación étnica del país) y muchas mujeres de la America profunda. O esos magnates tecnológicos que abandonaron, de forma súbita, el barco del universo ideológico superprogresista de los demócratas tras el fiasco de Kamala Harris en 2024. Muchos arrimándose a última hora, para ganar más dinero con la nueva administración, dejando de lado sus otroras preferencias partidistas, así como las sacrosantas políticas y campañas de diversidad sexual y racial que tanto se impulsaron, y aceptaron, con Obama y con Biden; y otros, como Elon Musk, converso desde hace años, bien por sucesos familiares bien por desprecios gubernamentales, colaborando estrechamente con Trump desde sus grandes ahorros, sus ilimitados contactos y su red social X.
Soberanismo. Musk, ariete viral, llama a votar por los verdaderos patriotas. En Alemania, por ejemplo, haciendo saltar las alarmas en Bruselas sobre injerencias electorales; aunque, no tan paradójicamente, sin condenar las de los grupos de la órbita de George Soros en Europa Oriental o en el Cáucaso, justificando las sucesivas influencias de la propia UE en otras partes del mundo por el “bien de la democracia”, o escondiendo sus negocios bien lucrativos con dictaduras que no son parte del “eje del mal”.
Competencia al fin, geopolíticamente hablando desde el Occidente colectivo. Porque Trump encabeza, o así se le pone en el foco, de una “internacional” nacionalista, o de extrema derecha para sus enemigos, enormemente plural y que no es flor de un día ni mera pulsión pasajera. Antes hubo demasiado silencio, ahora las redes se llenan de mensajes de apoyo y felicitación de lideres que gobiernan (de Milei a Bukele en un lado del Charco, de Meloni a Orbán en el otro) o aspiran, con datos sobre la mesa, a hacerlo más pronto que tarde. El mutismo persistió, eso sí, en los viejos partidos liberales, democristianos o de centroderecha, guardianes de la clásica esencia de la partitocracia; aunque sus medios, como en España, coinciden con el aparente adversario ideológico, los socialdemócratas y sus evoluciones liberal-progresistas, en condenar las palabras que dice Trump, los votos que recibió y el futuro que se abre con él. Preferían, como es obvio, a Hillary y a Kamala.
El regreso de las viejas naciones, cada una con su propia tradición, con su camino singular, con sus valores esenciales. Una “internacional” con miembros más liberales o estatistas, más culturales o nativistas, más religiosos o laicos. Diversidad no siempre advertida, entre continentes o entre áreas civilizatorias, de los “perfiles identitarios” del siglo XXI. Unos que miran con amor a cierta historia de éxito de Occidente, antes Cristiandad, como cuna del desarrollo y de la libertad contemporánea desde bases patrias con bases históricas compartidas; otros que muestran admiración mal disimulada a la “madre Rusia”, por su defensa aparente de la moralidad más tradicional o por las formas expeditivas de su régimen a la hora de mantener el poder o recuperar la influencia sobre el espacio vital considerado propio. Bastantes que hacen con China negocios bien abiertos, sin cuestionar su modelo comunista (o autoritario bajo una vieja bandera), nacionalista (o ligado a la etnia han) y conservador (en temas de sexualidad). Y la mayoría que intentan, como pueden, equilibrar tradición y modernidad en sus fronteras ante los envites transformadores de la etapa posmoderna de la globalización, que afectaban terriblemente a tantos ciudadanos normales (sin familia y sin propiedades, sin estabilidad y sin asideros) y de manera beneficiosa a sus elites gobernantes.
“I wish politicians would look out for miners
And not just minors on an island somewhere
Lord, we got folks in the street, ain't got nothin' to eat
And the obese milkin' Welfare”.
Pero todos, como es obvio, mirando atentamente en el nuevo plan de Trump, que reúne muchos de los elementos comunes en la diversidad soberanista. La protección de las fronteras (terminando su famoso muro con México), con medidas contundentes ante la “invasión” desde el mundo subdesarrollado, con deportaciones masivas (incluso en las denominadas “ciudades santuario”), con el final de tantas ayudas sociales, y con criterios de integración mucho más duros (como pueden vivir y sentir los hijos de inmigrantes ilegales o “dreamers”). La lucha contra la “ideología woke”, defendiendo a ultranza la libertad religiosa (como viene haciendo el Tribunal Supremo, gracias a los nombramientos de Trump en su primer mandato), poniendo al mundo trans en cuestión (en menores o en los deportes), abandonando federalmente esas políticas de “diversidad” obligatorias (en empresas, en los colegios, en el ejército, o hasta en los bomberos), y poniendo en solfa las principales medidas de la “transición ecológica” unilateral (con matices por descubrir, eso sí, ante socios con negocios en ese campo, como el de coches eléctricos de su aliado Musk).
Regresa Trump, como el 47º presidente de los EEUU. Vuelve al despacho oval ese ídolo para una parte del país, elegido por Dios o por la necesidad, que cree que salvará a su país de la decadencia económica y moral, con un proyecto excepcionalista que recuperará una civilización que debe volver a ser original; o un villano temible para la otra parte, que ve reflejado en él esa nauseabunda reacción machista, xenófoba y tradicionalista que creían haber censurado o cancelado para siempre.
Investido dentro del Congreso norteamericano, en el seno del templo de la soberanía nacional, ante cientos de políticos ya sí adeptos y de donantes satisfechos y empresarios obligados. Como es obvio, con pocos cantantes y menos famosos, sin intelectuales premiados ni artistas celebérrimos, sin prohombres excelsos que dictan las reglas de qué tener y cómo ser desde muy arriba; pero con la mirada fija, por televisión o en las redes, de sus millones de seguidores, tantos votantes demasiado normales que creen, real o simbólicamente, que América pude ser grande de nuevo y que puede prevalecer, de algún modo, esas almas antiguas, diferentes en cada nación, que sobreviven, ya no por sorpresa, en el mundo moderno para Anthony:
“Livin' in the new world
With an old soul
These rich men north of Richmond
Lord knows they all just wanna have total control
Wanna know what you think, wanna know what you do
And they don't think you know, but I know that you do
'Cause your dollar ain't shit and it's taxed to no end
'Cause of rich men north of Richmond”
![[Img #27269]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/01_2025/8786_trump.jpg)
De “presidente por accidente” a potencial amenaza para la democracia (con el asalto de sus seguidores más fanáticos al Capitolio tras su derrota), de claro deudor de las teorías QAnon a escondido portavoz del Proyecto 2050 (de la fundación Heritage), de la voz de la “white trash” al estandarte del “America first”. Trump regresa, arrasando en las urnas y con un plan muy claro, con 100 medidas contundentes esperando desde el primer día, con un equipo hecho a su medida y con el aura, para sus seguidores, de una especie de superhéroe capaz de sobrevivir a atentados, de enfrentarse al establishment corrupto, de proteger los intereses nacionales de la plutocracia mundial, de superar el acoso de jueces que lo persiguen, y de prometer el advenimiento de una nueva época dorada para los que añoran el orden tradicional, los que buscan negocios bien protegidos o los que aspiran a pasar facturas pendientes por haberse quedado atrás. Como esa canción a contracorriente de Oliver Anthony, contra los “Rich Men North of Richmond”, y que se hizo viral a modo de himno de rebeldía:
“I've been sellin' my soul, workin' all day
Overtime hours for bullshit pay
So I can sit out here and waste my life away
Drag back home and drown my troubles away
It's a damn shame what the world's gotten to
For people like me and people like you
Wish I could just wake up and it not be true
But it is, oh, it is”.
Ya no es un outsider puntual, ese magnate polémico y llamativo erigido en líder de las clases medias y nativas frente las elites (encarnadas en su momento en la muy “sistémica” Hillary Clinton) y a lomos de la rabia incontenida del “White angry male”. Ahora aparece a lomos de un soberanismo excepcionalista más formulado y planificado, que deja a un lado al clásico Old Great Party, al que no pertenecía (y del que ha mantenido al burócrata Marco Rubio en su segundo mandato) y lo hace por su propio movimiento MAGA que, aun manteniendo la sombra del Partido Republicano, crea órganos diferentes y promociona nuevos líderes para equilibrar, no siempre perfectamente, a los miembros de su proclamada “revolución del sentido común”.
“Revolución” que une, en un programa de mínimos en torno a restaurar la grandeza perdida del país, a las fieles bases del nacionalismo identitario (del cristianismo del “speaker” Mike Johnson, del persistente alt-right de Steve Bannon y compañía, o del universo vital reaccionario narrado por J. D. Vance en Hillbilly Elegy), a los representantes del libertarismo socioeconómico o de un anarcocapitalismo ya no escondido o marginal, y a tantos ciudadanos autoconsiderados normales, hartos de la ingeniería social que los pone en la diana ideológica cada día o afectados por la ruptura del particular “ascensor social” norteamericano en todas las clases y estratos. Y un programa con la estrategia rupturista bien clara, o por lo menos así se presentó, que demostraba, en sus proclamas y en sus nombres, que Trump regresaba con la lección bien aprendida, ante traidores internos que le hicieron el vacío en su gobierno (y con notables militantes republicanos anunciando que votaron contra él) y ante funcionarios disidentes que le dejaron solo, como narró, en primera persona, en los días previos y posteriores a su derrota de 2020 frente a Joe Biden (como criticó de su anterior vicepresidente, Mike Pence).
Varias claves nos pueden ayudar a entender este regreso. En su gran victoria en las presidenciales del 5 de noviembre de 2024, en la transición del mandato Partido Republicano a la realidad del movimiento “Make America Great Again” (en su gabinete y en sus estrategias), y en las propuestas realizadas, antes y después de su proclamación ante las dos cámara del Congreso estadounidense; aquellas que se pueden realizar íntegramente y aquellas que pueden quedar como simples anzuelos para movilizar a los unos y asustar a los otros.
Nacionalismo, fuera y dentro. Del proteccionismo capitalista a la influencia en su espacio vital. En el primer campo, el programa fue muy claro en su campaña electoral. Aranceles, o la amenaza de ellos, frente a competidores que aprovecharon las lagunas productivas norteamericanas, con salarios bajos y precios aún más bajos en la lejana China o en el cercano México. Desregulaciones a diestro y siniestro, al servicio del emprendedor simbólico patrio y en contra de la misma y sacralizada Agenda 2030; reducción brutal de la burocracia estatal, injustificada a su juicio en su cantidad y calidad (y purgando a los responsables de la humillante salida de Kabul o de las medidas draconianas contra el coronavirus), y al servicio de sus oponentes políticos (como comprobó, a su pesar, en el primer mandato en el que fueron auténtica oposición); y bajada radical de las cargas impositivas, en busca de ese “estado mínimo” que hace las delicias de magnates ahora conversos (en competencia incluso por el mercado de viajes espaciales), de jóvenes inversores ya nativos digitales (con las criptomonedas como forma de inversión) y de agricultores y trabajadores durante años ahogados entre tanto impuesto y a los que cantaba Anthony:
“I've been sellin' my soul, workin' all day
Overtime hours for bullshit pay”
Y en el segundo campo, dejando de ser el “sheriff” del mundo (llevando la democracia hasta las escarpadas montañas de Afganistán) a un repliegue táctico sobre ese espacio propiamente americano (que algunos teóricos vinculan a un renacer de la “doctrina Monroe”), desde donde emergió, en el siglo XIX el germen de su final imperialismo (con la victoria sobre España en 1898, en sus provincias ultramarinas, como gran hito histórico). Por ello, sus intenciones de acabar, ipso facto, con los conflictos provocados por los demócratas en medio planeta: en Palestina, quizás dejando las manos libres a Israel (al que años antes ayudó a entablar relaciones bilaterales con los antiguos enemigos árabes, asegurando aún más su supervivencia en ese entorno tan hostil), y en Ucrania, quizás forzando una especie de armisticio con Rusia para reconocer la realidad de mapas e intereses, estabilizando el mercado de materias primas esenciales (causa de la inflación desbocada o a alza) y recordando cómo, durante sus primeros cuatro años, fue de los pocos presidentes norteamericanos que no provocó directa ni indirectamente grandes conflictos allende las fronteras. Y mostrando finalmente, en este último escenario, que su visión sobre la inutilidad de la OTAN se mantiene, que acepta el mundo multipolar inevitable, que su desdén por la UE sigue siendo manifiesto, y que la emergente China es y será su gran rival en el siglo XXI.
Dinero, y de vuelta. Trump fue y es empresario, controvertido o con éxito. Y eso mismo marca la política tanto nacional como internacional de ese nuevo plan. No solo proteger las producciones y los capitales propios, sino de abrirlos por medio mundo en beneficio de amplias clases sociales patrias, negociando con supuestos amigos, para exigirles contraprestaciones por ventajas aportadas, y con supuestos enemigos, abriendo puertas para negocios en lugares insospechados (recordemos, en este punto, como llegó incluso a reunirse, para sorpresa mundial, con el mismísimo dictador norcoreano). Ello explica sus declaraciones sorprendentes, en forma de provocaciones muy directas, para sobre la amenaza de anexionarse aquello que puede interesar a los EEUU, en su espacio cercano, por motivos esencialmente económicos: el canal de Panamá, en Centroamérica, que construyeron (desde 1904) y por donde fluye parte de un comercio internacional cada vez más monopolizado por el gigante asiático; la norteña Canadá, a la que invita a convertirse en el estado número 51, para no seguir aprovechándose sin contraprestaciones, como desde hace décadas, de los ingentes recursos de los Estados Unidos para mantener su envidiable bienestar gracias al tratado de libre comercio, y desencadenando, posiblemente con su envite, la caída del llamado “líder woke” planetario, Justin Trudeau; y la paupérrima y olvidada Groenlandia (que, en geografía física, es parte de América), ofreciendo mucha pasta para que sus poco más de cincuenta mil habitantes (con tasas insoportables de alcoholismo y suicidios) abandonen la empobrecedora dependencia colonial de Dinamarca por ese proyecto trumpista que pondría en valor sus impresionantes recursos naturales y permitirían a los EEUU nuevas bases en la lucha inmediata por la disputada ruta del Ártico.
Billetes de dólar que pueden atraer a muchos a la causa fuera del país, como lo han hecho dentro. Él es un converso al nacionalismo excepcionalista norteamericano, como tantos que ahora lo acompañan. Un republicano antitrump que vio la luz o entendió el signo de los tiempos, como J.D. Vance, y que se convirtió en vicepresidente y representante de tantos hombres (ya no solo blancos, sino también afroamericanos e hispanoamericanos, siguiendo la tan curiosa clasificación étnica del país) y muchas mujeres de la America profunda. O esos magnates tecnológicos que abandonaron, de forma súbita, el barco del universo ideológico superprogresista de los demócratas tras el fiasco de Kamala Harris en 2024. Muchos arrimándose a última hora, para ganar más dinero con la nueva administración, dejando de lado sus otroras preferencias partidistas, así como las sacrosantas políticas y campañas de diversidad sexual y racial que tanto se impulsaron, y aceptaron, con Obama y con Biden; y otros, como Elon Musk, converso desde hace años, bien por sucesos familiares bien por desprecios gubernamentales, colaborando estrechamente con Trump desde sus grandes ahorros, sus ilimitados contactos y su red social X.
Soberanismo. Musk, ariete viral, llama a votar por los verdaderos patriotas. En Alemania, por ejemplo, haciendo saltar las alarmas en Bruselas sobre injerencias electorales; aunque, no tan paradójicamente, sin condenar las de los grupos de la órbita de George Soros en Europa Oriental o en el Cáucaso, justificando las sucesivas influencias de la propia UE en otras partes del mundo por el “bien de la democracia”, o escondiendo sus negocios bien lucrativos con dictaduras que no son parte del “eje del mal”.
Competencia al fin, geopolíticamente hablando desde el Occidente colectivo. Porque Trump encabeza, o así se le pone en el foco, de una “internacional” nacionalista, o de extrema derecha para sus enemigos, enormemente plural y que no es flor de un día ni mera pulsión pasajera. Antes hubo demasiado silencio, ahora las redes se llenan de mensajes de apoyo y felicitación de lideres que gobiernan (de Milei a Bukele en un lado del Charco, de Meloni a Orbán en el otro) o aspiran, con datos sobre la mesa, a hacerlo más pronto que tarde. El mutismo persistió, eso sí, en los viejos partidos liberales, democristianos o de centroderecha, guardianes de la clásica esencia de la partitocracia; aunque sus medios, como en España, coinciden con el aparente adversario ideológico, los socialdemócratas y sus evoluciones liberal-progresistas, en condenar las palabras que dice Trump, los votos que recibió y el futuro que se abre con él. Preferían, como es obvio, a Hillary y a Kamala.
El regreso de las viejas naciones, cada una con su propia tradición, con su camino singular, con sus valores esenciales. Una “internacional” con miembros más liberales o estatistas, más culturales o nativistas, más religiosos o laicos. Diversidad no siempre advertida, entre continentes o entre áreas civilizatorias, de los “perfiles identitarios” del siglo XXI. Unos que miran con amor a cierta historia de éxito de Occidente, antes Cristiandad, como cuna del desarrollo y de la libertad contemporánea desde bases patrias con bases históricas compartidas; otros que muestran admiración mal disimulada a la “madre Rusia”, por su defensa aparente de la moralidad más tradicional o por las formas expeditivas de su régimen a la hora de mantener el poder o recuperar la influencia sobre el espacio vital considerado propio. Bastantes que hacen con China negocios bien abiertos, sin cuestionar su modelo comunista (o autoritario bajo una vieja bandera), nacionalista (o ligado a la etnia han) y conservador (en temas de sexualidad). Y la mayoría que intentan, como pueden, equilibrar tradición y modernidad en sus fronteras ante los envites transformadores de la etapa posmoderna de la globalización, que afectaban terriblemente a tantos ciudadanos normales (sin familia y sin propiedades, sin estabilidad y sin asideros) y de manera beneficiosa a sus elites gobernantes.
“I wish politicians would look out for miners
And not just minors on an island somewhere
Lord, we got folks in the street, ain't got nothin' to eat
And the obese milkin' Welfare”.
Pero todos, como es obvio, mirando atentamente en el nuevo plan de Trump, que reúne muchos de los elementos comunes en la diversidad soberanista. La protección de las fronteras (terminando su famoso muro con México), con medidas contundentes ante la “invasión” desde el mundo subdesarrollado, con deportaciones masivas (incluso en las denominadas “ciudades santuario”), con el final de tantas ayudas sociales, y con criterios de integración mucho más duros (como pueden vivir y sentir los hijos de inmigrantes ilegales o “dreamers”). La lucha contra la “ideología woke”, defendiendo a ultranza la libertad religiosa (como viene haciendo el Tribunal Supremo, gracias a los nombramientos de Trump en su primer mandato), poniendo al mundo trans en cuestión (en menores o en los deportes), abandonando federalmente esas políticas de “diversidad” obligatorias (en empresas, en los colegios, en el ejército, o hasta en los bomberos), y poniendo en solfa las principales medidas de la “transición ecológica” unilateral (con matices por descubrir, eso sí, ante socios con negocios en ese campo, como el de coches eléctricos de su aliado Musk).
Regresa Trump, como el 47º presidente de los EEUU. Vuelve al despacho oval ese ídolo para una parte del país, elegido por Dios o por la necesidad, que cree que salvará a su país de la decadencia económica y moral, con un proyecto excepcionalista que recuperará una civilización que debe volver a ser original; o un villano temible para la otra parte, que ve reflejado en él esa nauseabunda reacción machista, xenófoba y tradicionalista que creían haber censurado o cancelado para siempre.
Investido dentro del Congreso norteamericano, en el seno del templo de la soberanía nacional, ante cientos de políticos ya sí adeptos y de donantes satisfechos y empresarios obligados. Como es obvio, con pocos cantantes y menos famosos, sin intelectuales premiados ni artistas celebérrimos, sin prohombres excelsos que dictan las reglas de qué tener y cómo ser desde muy arriba; pero con la mirada fija, por televisión o en las redes, de sus millones de seguidores, tantos votantes demasiado normales que creen, real o simbólicamente, que América pude ser grande de nuevo y que puede prevalecer, de algún modo, esas almas antiguas, diferentes en cada nación, que sobreviven, ya no por sorpresa, en el mundo moderno para Anthony:
“Livin' in the new world
With an old soul
These rich men north of Richmond
Lord knows they all just wanna have total control
Wanna know what you think, wanna know what you do
And they don't think you know, but I know that you do
'Cause your dollar ain't shit and it's taxed to no end
'Cause of rich men north of Richmond”











