Que un terrorista convicto sea llamado a declarar en la sede de la soberanía nacional no es solo un despropósito y una infamia: es una afrenta a la democracia, una humillación para las víctimas y una claudicación del Estado de Derecho ante la demagogia política. La comparecencia de Mohamed Houli en la comisión de investigación del Congreso, solicitada por Junts y permitida por el Gobierno, representa perfectamente la esencia del Gobierno socialista de Pedro Sánchez y supone, si todavía esto es posible, un nuevo nivel de degradación institucional en España. No se trata de un acto de transparencia ni de justicia, sino de una instrumentalización grotesca que legitima la narrativa de los terroristas islamistas y desprecia el sufrimiento de quienes han pagado el precio de su fanatismo violento.

La indignación es generalizada: fuerzas de seguridad, asociaciones de víctimas y ciudadanos que ven cómo las instituciones son usadas como escaparate de conspiranoias y estrategias partidistas. La imagen de un terrorista condenado a 43 años de cárcel compareciendo ante los representantes del pueblo es una estampa que debería avergonzarnos como sociedad. Si el Congreso es el espacio donde se fragua el futuro de la nación, permitir que los enemigos de la libertad lo utilicen como plataforma es un síntoma inequívoco de la más espantosa decadencia ética, ideológica y política.

El argumento de que Houli tenía información relevante para la comisión es una falacia peligrosa. Si hubiera algo que aportar, debería haberlo hecho en sede judicial. Sin embargo, su intervención se limitó a lanzar acusaciones sin pruebas contra el CNI, alimentando el victimismo de los golpistas c atalanes y sirviendo en bandeja una narrativa de Estado opresor. Un discurso que, convenientemente, omite la responsabilidad de los terroristas y reescribe la historia a gusto del relato político del momento impuesto por Pedro Sánchez y sus secuaces.

El Gobierno socialista, con su política de cesiones y concesiones a sus socios independentistas, ha cruzado una línea roja. Una más. En su empeño por mantener el poder a cualquier precio, ha abierto la puerta a la infamia, dejando claro que cualquier despropósito es válido si se traduce en una frágil estabilidad parlamentaria. Los Mossos, la Policía Nacional y la Guardia Civil no solo se jugaron la vida el 17-A, sino que hoy ven cómo los artífices del terror reciben altavoz en la sede legislativa. Las víctimas del terrorismo, por su parte, han sido nuevamente pisoteadas por una clase política repleta de sinvergüenzas que ya no se molesta ni en fingir un mínimo de respeto a la democracia y a los derechos más elementales de los ciudadanos.

Lo ocurrido en el Congreso es el epítome de la perversión de la democracia: un terrorista exhibiendo su discurso mientras las instituciones se pliegan al chantaje de quienes buscan dinamitar el Estado desde dentro. Si los diputados no son capaces de defender la dignidad del Parlamento, la sociedad debe recordarles que el precio del poder no puede ser la traición a la memoria, la justicia y la verdad. El Congreso no puede ser un altavoz para el terrorismo. Lo sucedido no es solo una vergüenza: es un precedente peligroso, uno más, asentado por el presidente del Gobierno más mendaz, cínico y miserable que ha tenido España en toda su historia.