El derecho a odiar: las víctimas del terrorismo y la memoria
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En los discursos públicos sobre el terrorismo, la reconciliación y el perdón suelen presentarse como los caminos inevitables hacia la paz. Sin embargo, para muchas víctimas y sus familias, esta narrativa impone una obligación injusta: olvidar el sufrimiento en nombre de una armonía social que, en ocasiones, no reconoce plenamente su dolor ni su dignidad. Pero el odio también puede ser una respuesta legítima ante la injusticia extrema. Su visión es incómoda, pero también necesaria: ¿pueden las víctimas del terrorismo ser forzadas a perdonar en un contexto donde la justicia sigue siendo insuficiente?
El terrorismo no solo arrebata vidas, sino que en su forma de macroterrorismo deja heridas imborrables en sociedades enteras. En España, las víctimas de ETA han vivido un proceso de pacificación que ha sido celebrado como un éxito político, pero que también ha dejado un poso de frustración. En muchos casos, los criminales han sido excarcelados sin mostrar arrepentimiento, y no pocas fuerzas políticas, encabezadas por el PSOE, han intentado reescribir la historia, presentando a los terroristas como actores de un conflicto simétrico y llevando a los herederos de los crminales a las cotas más altas de la gobernación.
El odio, entendido como una resistencia moral, no es un obstáculo para la democracia, sino un recordatorio de que hay crímenes que no deben ser normalizados ni minimizados. Obligar a las víctimas a perdonar es, en última instancia, una forma de silenciarlas. Las sociedades que realmente aspiran a la justicia no pueden pedirles que olviden, sino que deben garantizar que su dolor no se convierta en una nota al pie de página en la historia.
La pregunta clave es: ¿cómo equilibrar la necesidad de paz con el derecho de las víctimas a no ser forzadas a reconciliarse? La memoria del terrorismo no puede estar sujeta a cálculos políticos ni a conveniencias diplomáticas. Si la justicia y la verdad son los pilares de cualquier sociedad democrática, entonces el derecho a no perdonar debe ser reconocido como una expresión legítima del dolor y la dignidad de quienes han sufrido el terror.
En última instancia, la memoria es más que un acto de recuerdo: es una advertencia contra la repetición de la barbarie. No se trata de fomentar un resentimiento destructivo, sino de rechazar la imposición del olvido. Si la reconciliación ha de tener sentido, debe ser una opción, nunca una exigencia. Y el derecho a no perdonar, e incluso a odiar, debe ser defendido con la misma firmeza con la que se defiende la justicia.
En los discursos públicos sobre el terrorismo, la reconciliación y el perdón suelen presentarse como los caminos inevitables hacia la paz. Sin embargo, para muchas víctimas y sus familias, esta narrativa impone una obligación injusta: olvidar el sufrimiento en nombre de una armonía social que, en ocasiones, no reconoce plenamente su dolor ni su dignidad. Pero el odio también puede ser una respuesta legítima ante la injusticia extrema. Su visión es incómoda, pero también necesaria: ¿pueden las víctimas del terrorismo ser forzadas a perdonar en un contexto donde la justicia sigue siendo insuficiente?
El terrorismo no solo arrebata vidas, sino que en su forma de macroterrorismo deja heridas imborrables en sociedades enteras. En España, las víctimas de ETA han vivido un proceso de pacificación que ha sido celebrado como un éxito político, pero que también ha dejado un poso de frustración. En muchos casos, los criminales han sido excarcelados sin mostrar arrepentimiento, y no pocas fuerzas políticas, encabezadas por el PSOE, han intentado reescribir la historia, presentando a los terroristas como actores de un conflicto simétrico y llevando a los herederos de los crminales a las cotas más altas de la gobernación.
El odio, entendido como una resistencia moral, no es un obstáculo para la democracia, sino un recordatorio de que hay crímenes que no deben ser normalizados ni minimizados. Obligar a las víctimas a perdonar es, en última instancia, una forma de silenciarlas. Las sociedades que realmente aspiran a la justicia no pueden pedirles que olviden, sino que deben garantizar que su dolor no se convierta en una nota al pie de página en la historia.
La pregunta clave es: ¿cómo equilibrar la necesidad de paz con el derecho de las víctimas a no ser forzadas a reconciliarse? La memoria del terrorismo no puede estar sujeta a cálculos políticos ni a conveniencias diplomáticas. Si la justicia y la verdad son los pilares de cualquier sociedad democrática, entonces el derecho a no perdonar debe ser reconocido como una expresión legítima del dolor y la dignidad de quienes han sufrido el terror.
En última instancia, la memoria es más que un acto de recuerdo: es una advertencia contra la repetición de la barbarie. No se trata de fomentar un resentimiento destructivo, sino de rechazar la imposición del olvido. Si la reconciliación ha de tener sentido, debe ser una opción, nunca una exigencia. Y el derecho a no perdonar, e incluso a odiar, debe ser defendido con la misma firmeza con la que se defiende la justicia.