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Miércoles, 26 de Febrero de 2025 Tiempo de lectura:

La desilusión transhumanista

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El movimiento transhumanista se basa en una mentira fundamental. Promete la evolución de la humanidad más allá de sus límites naturales, ofreciendo un futuro en el que el hombre se fusiona con la máquina, en el que la muerte se vence a través de la tecnología y en el que la inteligencia artificial supera a la humana. Esta visión se presenta como inevitable, como el siguiente paso en el progreso humano. Pero en el fondo, el transhumanismo no tiene nada que ver con el progreso: es una rebelión contra Dios, un intento de rehacer la humanidad a imagen de quienes rechazan el orden divino.

 

El transhumanismo no es una idea nueva. Es simplemente una iteración moderna del engaño más antiguo de la historia: la misma mentira susurrada en el Jardín del Edén: "Serás como Dios". Desde la Caída, la humanidad ha buscado escapar de las limitaciones de la mortalidad, la debilidad y la dependencia del Creador. Hoy, este deseo se manifiesta en la creencia de que la tecnología puede liberar al hombre del sufrimiento, del envejecimiento e incluso de la propia muerte. El delirio central del transhumanismo es la creencia de que la conciencia humana puede cargarse en máquinas, que la mente no es más que un complejo conjunto de datos que pueden transferirse a un medio artificial. Esta idea tiene sus raíces en el materialismo, la falsa filosofía que niega el alma y reduce a los seres humanos a nada más que software biológico. Si la mente no es más que datos, entonces puede copiarse, modificarse y mejorarse como un programa informático. Pero esto es un profundo malentendido de la naturaleza humana.

 

La conciencia humana no es una mera función de la actividad neuronal; es el alma inmaterial insuflada al hombre por Dios. Una máquina, por muy avanzada que sea, nunca podrá poseer la esencia de la persona humana. Una IA puede imitar respuestas humanas, generar arte e incluso entablar una conversación convincente, pero no tiene alma. No ama, no reza y no busca a Dios. No importa lo sofisticada que llegue a ser la inteligencia artificial, siempre será una imitación, una vida falsificada sin verdadero ser.

 

La visión transhumanista del futuro no es la del florecimiento humano, sino la de la esclavitud. La promesa de la inmortalidad digital es un cruel engaño, porque ninguna persona puede existir realmente al margen del cuerpo que Dios le ha dado. El deseo de escapar a las limitaciones de la carne a través de la tecnología no conduce a la liberación, sino a la reducción del hombre a algo menos que humano. Si nuestra identidad puede almacenarse en un servidor, también puede ser borrada, modificada y controlada por quienes poseen la tecnología.

 

Quienes impulsan la agenda transhumanista se ven a sí mismos como arquitectos de una nueva realidad. Imaginan un futuro en el que la IA gobierne la toma de decisiones, en el que la reproducción humana se diseñe en laboratorios y en el que la conciencia ya no esté ligada a la biología. Su objetivo final es redefinir lo que significa ser humano, no de acuerdo con el diseño de Dios, sino según sus propios caprichos ideológicos. Esto no es progreso; es un ataque directo a la imagen de Dios en el hombre. Las consecuencias de esta ideología ya son visibles. Cada vez más, la gente ve su cuerpo como un obstáculo que hay que superar en lugar de como un don que hay que administrar. El rápido auge de la ideología de género, la bioingeniería y las tecnologías de mejora humana refleja una cultura que ya no acepta la naturaleza humana como algo dado. Si el cuerpo se ve como algo que puede alterarse a voluntad, sólo queda un paso para aceptar la idea de que la propia humanidad debe "mejorarse" para adaptarse a las exigencias de una sociedad tecnológica.

 

Los cristianos deben rechazar de plano este engaño. No somos máquinas que hay que optimizar. Nuestro valor no reside en nuestra inteligencia, nuestras habilidades físicas o nuestra capacidad para integrarnos en la IA. Nuestro valor se encuentra en el hecho de que hemos sido creados por Dios, para Dios y a imagen de Dios. El objetivo de la vida cristiana no es trascender la naturaleza humana, sino redimirla a través de Cristo. Mientras que los transhumanistas buscan la inmortalidad a través de la tecnología, los cristianos ya poseen la promesa de la vida eterna, no a través de las máquinas, sino a través de la resurrección del cuerpo en Cristo. Esta es la gran división entre el transhumanismo y el cristianismo. Uno busca la eternidad a través del silicio y el software, el otro a través de la gracia y la redención. Uno deposita su fe en la innovación humana, el otro en la providencia divina. Uno pretende sustituir a Dios, el otro se somete a Él.

 

[Img #27481]Debemos resistir el empuje hacia la ideología transhumanista basándonos firmemente en la antropología bíblica. Debemos enseñar a nuestros hijos que sus cuerpos no son errores que hay que corregir, sino dones que hay que honrar. Debemos rechazar cualquier intento de redefinir la naturaleza humana según las normas de los ingenieros de IA y los filósofos seculares. Y lo que es más importante, debemos recordar al mundo que la verdadera vida -eterna, gloriosa e incorruptible- no procede de la tecnología, sino únicamente de Cristo. El transhumanismo es un falso evangelio, que promete la salvación a través de las máquinas en lugar de a través de la sangre de Cristo. Es una Torre de Babel moderna, un intento de ascender al cielo por el esfuerzo humano y no por la fe. Pero como toda rebelión contra Dios, al final fracasará. Los que confían en el Señor heredarán la vida eterna, no como conciencias digitales ni como seres aumentados por la inteligencia artificial, sino como hijos de Dios resucitados y glorificados.

 

Los líderes más influyentes de Silicon Valley promueven una peligrosa visión del progreso tecnológico que amenaza de raíz la dignidad humana. Su filosofía se reduce a tres ideas destructivas. En primer lugar, veneran la velocidad y el crecimiento por encima de todo, tratando las preocupaciones éticas como obstáculos a la "innovación". Esta mentalidad de "progreso a cualquier precio" justifica la ruptura de las normas morales y sociales si con ello se consigue un avance más rápido de la inteligencia artificial, la ingeniería genética o las interfaces cerebro-ordenador. En segundo lugar, ven las limitaciones humanas ordinarias -envejecimiento, fatiga, necesidad de dormir y de relacionarse- como problemas que hay que eliminar mediante la tecnología y no como partes intrínsecas de lo que nos hace humanos. Su objetivo final parece ser sustituir a los humanos biológicos defectuosos por transhumanos mejorados o por inteligencia de máquina pura. En tercer lugar, idolatran las fuerzas del mercado y la inevitabilidad tecnológica, afirmando que el capitalismo no regulado y el desarrollo de la IA crearán naturalmente la utopía, una fe ingenua que ignora cómo se consolida el poder en manos de quienes controlan la tecnología.

 

La ideología tecnooptimista dominante de nuestro tiempo -una temeraria fusión de la voluntad de poder nietzscheana, el dogma aceleracionista y el absolutismo del mercado neoliberal- no sólo está equivocada, sino que es fundamentalmente antihumana. No busca servir a la humanidad, sino superarla, considerando a los seres humanos como un paso evolutivo temporal hacia un orden post-biológico. Sus partidarios no se limitan a trastornar las industrias, sino que pretenden reescribir la propia naturaleza humana, tratando los límites morales como restricciones obsoletas y las comunidades como reliquias que hay que desmantelar. Bajo su retórica utópica se esconde un proyecto nihilista: la sustitución de las almas encarnadas por datos incorpóreos, de la vida sagrada por la lógica de la máquina.

 

La voluntad de poder es evidente en el incesante impulso de los oligarcas de la tecnología por aumentar las capacidades humanas, no para curar a los enfermos o elevar a los débiles, sino para forjar una nueva élite de transhumanos mejorados. Los implantes neuronales, la edición genética y la mejora cognitiva impulsada por la IA se comercializan como progreso, pero su verdadero objetivo es dividir a la humanidad en mejorados y obsoletos. Su evangelio aceleracionista, que predica la inevitabilidad de que la IA superinteligente supere a la civilización humana, no es más que darwinismo social reempaquetado para la era digital. En su opinión, las preocupaciones éticas son obstáculos que hay que eludir, y la dignidad humana es una reliquia de una era más lenta. Miles de millones de personas, portadoras de la imagen de Dios, se ven reducidas a hardware biológico desechable, que pronto será reemplazado. Esto no es innovación; es una rebelión de la alta tecnología contra la propia creación, una arrogancia prometeica disfrazada de rentabilidad del capital riesgo.

 

El ala neoliberal de esta ideología completa la tríada de la deshumanización, reduciendo todas las relaciones sociales a la lógica del mercado. En este marco, la renta básica universal no es un medio para el florecimiento humano, sino un tranquilizante para los "inútiles" en un mundo en el que la IA ha convertido el trabajo humano en redundante. Las comunidades se atomizan en puntos de datos, las relaciones en transacciones algorítmicas y la propia conciencia en un producto que se moldea, manipula y monetiza. Las soluciones propuestas al desempleo tecnológico -el escapismo de la realidad virtual, la compañía generada por la IA- no restauran el sentido, sino que profundizan su erosión, sustituyendo los vínculos reales por simulaciones artificiales. Ésta es la mutación final del capitalismo: no sólo extraer el trabajo de los cuerpos, sino reprogramar las mentes para maximizar el compromiso.

 

En el fondo, el transhumanismo es un ataque a la propia corporeidad. Trata el embarazo como un defecto de diseño, la muerte como un fallo técnico y la biología humana como un código obsoleto que hay que reescribir. Sin embargo, la concepción cristiana de la persona es irreconciliable con esta visión. No somos una conciencia digital atrapada en la carne: somos almas encarnadas, creadas de forma maravillosa y temible, llamadas a administrar la creación, no a escapar de ella. El afán por "cargar" mentes en máquinas o lograr la inmortalidad mediante mejoras cibernéticas no es progreso, sino un renacimiento de la herejía gnóstica, un rechazo del mundo físico que Dios declaró "muy bueno" (Génesis 1:31).

 

La bancarrota espiritual de esta ideología está dictada por el crecimiento exponencial a cualquier precio, formando alianzas con regímenes autoritarios e industrias explotadoras en nombre de la aceleración tecnológica. Santifican cualquier sistema que alimente la máquina hambrienta de datos, ya sean estados de vigilancia, economías extractivas o IA militarizada. Se trata de un pacto fáustico digital, que cambia el alma de la humanidad por otro salto en la capacidad de procesamiento.

 

Incluso a nivel neurológico, su visión es una afrenta a la dignidad humana. Las interfaces cerebro-ordenador no están diseñadas para curar, sino para piratear la cognición, fragmentando la integridad de la persona en niveles de servicio modulares y mejorables. El objetivo no es el florecimiento humano, sino una conciencia basada en la suscripción, donde la lealtad se divide entre las plataformas corporativas y la autonomía individual. Desde el punto de vista ecológico, sus fantasías de colonización de Marte revelan su desdén por el mundo que nos ha tocado vivir. En lugar de administrar la creación, sueñan con abandonarla, construyendo hábitats artificiales como manifestación física de su rebelión contra los límites de las criaturas.

 

Sus redes sociales ya han remodelado la psique humana, creando adicción, polarización y aislamiento bajo la apariencia de conectividad. Se han beneficiado de la decadencia social y ahora proponen "arreglar" la crisis con terapia generada por IA y microdosificación neuroquímica, el equivalente digital de recetar opiáceos para tratar el dolor que ellos mismos infligieron. La respuesta cristiana debe ser la oposición total. Rechazamos la visión transhumanista de la obsolescencia y declaramos que la humanidad no es un prototipo fallido, sino el pináculo de la creación de Dios, hecha un poco inferior a los ángeles (Salmo 8:5). Afirmamos que el propósito de la tecnología no es trascender a la humanidad, sino servirla: mejorar nuestra capacidad de amar a Dios y al prójimo, no acelerar el ascenso de una élite de máquinas. El verdadero progreso no consiste en fusionarse con la IA, sino en restaurar lo que la modernidad ha perdido: la sabiduría, la virtud y la reverencia por lo sagrado.

 

El futuro no debe entregarse a quienes ven a la humanidad como materia prima para el siguiente paso evolutivo. Por el contrario, debemos reclamar la tecnología, no como medio de escape, sino como herramienta de redención. En su día, la Iglesia preservó la civilización copiando manuscritos frente a la barbarie. Hoy debemos hacer lo mismo, no con tinta y pergamino, sino con algoritmos y redes, asegurando que la era digital no sea una era de esclavitud, sino de renovación. Las máquinas no heredarán la tierra. Esa promesa queda para los mansos.

 

Nuestra resistencia debe ser tanto teológica como práctica. Teológicamente, recuperamos la doctrina de la Creación: que la encarnación y los límites naturales son dones, no defectos. En la práctica, construimos estructuras paralelas: cooperativas tecnológicas descentralizadas que dan prioridad a la dignidad humana sobre la escalabilidad, IA entrenada en la ética tomista en lugar de la optimización de clics, y modelos económicos que miden el éxito por la estabilidad familiar en lugar del crecimiento del PIB. Desenmascaramos la mentira de que el determinismo tecnológico es inevitable, insistiendo en que cada algoritmo codifica la moralidad de alguien, y exigimos que sea la nuestra.

 

Las líneas de la batalla están claras: o aceptamos ser eliminados progresivamente como callejones sin salida evolutivos, o luchamos por mantener la agencia humana bajo la soberanía de Dios. La visión de Silicon Valley termina con chatbots predicando un evangelio de prosperidad digital en las ruinas de la cultura humana. La nuestra comienza con el Verbo hecho carne, a través del cual todas las cosas -incluso el silicio- fueron creadas y están siendo redimidas (Juan 1:1-3). Su revolución antihumana se derrumbará bajo el peso de su propio vacío espiritual. Nuestra tarea consiste en construir una alternativa tan convincente que, cuando caiga su torre de Babel, el mundo encuentre refugio en la Ciudad de Dios que ya está surgiendo entre nosotros.

 

Al medir el valor humano a través de métricas de productividad y eficiencia, descartan a quienes no pueden seguir el ritmo de las máquinas: ancianos, discapacitados, niños y cualquiera que realice un trabajo "improductivo" pero sagrado, como la crianza de los hijos o el ministerio. Su obsesión por la optimización trata a los cuerpos y mentes humanos como hardware obsoleto que necesita actualizaciones constantes, alimentando una fantasía transhumanista que rechaza la bondad de nuestra naturaleza creada. Lo peor de todo es que socavan la vida familiar y espiritual al reducir las relaciones a transacciones y ofrecer simulaciones digitales de comunidad a través de algoritmos de redes sociales y compañeros de inteligencia artificial. Detrás de las brillantes promesas de prolongación de la vida y realidad virtual se esconde una visión fría que borraría generaciones, desmantelaría matrimonios y sustituiría las comunidades eclesiásticas por contenidos algorítmicos. La respuesta cristiana comienza por reclamar la tecnología como una herramienta para la administración en lugar de un objeto de culto.

 

Podemos aceptar la IA y la automatización para eliminar el trabajo degradante y liberar a las personas para que puedan dedicarse a tareas más elevadas -criar familias, crear belleza, servir al prójimo-, pero debemos rechazar las tecnologías que atentan contra la dignidad humana o sustituyen las relaciones que Dios nos ha dado. Esto significa oponerse a los sistemas de IA diseñados para manipular las emociones, a las plataformas adictivas de las redes sociales y a cualquier proyecto que pretenda "mejorar" la humanidad hasta convertirla en algo irreconociblemente posthumano. Debemos exigir barandillas éticas que preserven la agencia humana, den prioridad a la estabilidad familiar sobre los beneficios empresariales y alineen el desarrollo tecnológico con la verdad moral. Entre las medidas prácticas se incluye la construcción de economías locales en las que la tecnología sirva a las necesidades de la comunidad en lugar de a las corporaciones globales. Los cristianos deben apoyar a las empresas que pagan salarios dignos, protegen a los trabajadores del desplazamiento por la IA y respetan los ritmos familiares por encima de las exigencias de productividad 24/7.

 

Debemos desarrollar una IA que refuerce la verdad y la virtud en la educación, combata la adicción y ayude a los padres a educar a sus hijos en lugar de sustituir la orientación parental por recomendaciones algorítmicas. Las iglesias podrían liderar la creación de cooperativas tecnológicas que desarrollen alternativas éticas a las plataformas explotadoras: redes sociales que fortalezcan las relaciones en el mundo real o herramientas de búsqueda de empleo que conecten a los trabajadores con las necesidades locales. Lo que está en juego no podría ser mayor. La visión de Silicon Valley conduce a un mundo fragmentado en el que las máquinas median en todas las relaciones y el valor humano depende de la utilidad económica.

 

La alternativa cristiana ofrece un futuro en el que la tecnología amplifica la humanidad que Dios nos ha dado, en el que la IA alivia las cargas para que podamos centrarnos en el amor, la creatividad y el discipulado. No se trata de detener el progreso, sino de dirigirlo hacia la visión de florecimiento de Cristo. La verdadera innovación no deja obsoletos a los seres humanos, sino que nos ayuda a reflejar mejor al Dios que inventó la física cuántica, los arrecifes de coral y la conciencia humana. Nuestra tarea no es temer a la tecnología, sino dominarla con sabiduría, asegurándonos de que cada algoritmo y robot sirva al objetivo sagrado de nutrir la vida, fortalecer a las familias y glorificar a Aquel que nos hizo para un propósito eterno.

 

Extracto del nuevo libro de Andrew Torba, CEO de GAb, Reclaiming Reality: Restoring Humanity in the Age of AI.

 

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