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Jueves, 27 de Marzo de 2025 Tiempo de lectura:
Un artículo de Constantin von Hoffmeister

Aleksandr Duguin y el declive de Occidente

Aleksandr DuguinAleksandr Duguin

Nos estamos pudriendo. Pero en la podredumbre se cuela algo diferente. Oswald Spengler miró a Europa y vio a una anciana con los labios pintados para ocultar las grietas. Aleksandr Duguin mira al mundo y ve un campo de batalla, líneas trazadas con sangre. El hombre fáustico, el que va más allá, el constructor de catedrales, el ingeniero del apocalipsis... ha construido demasiado, ha ido demasiado lejos, y ahora se ahoga en el mismo océano que pretendía conquistar. ¿Qué le queda? Una nueva guerra, no sólo una guerra de naciones, sino una guerra dentro del propio Ser. La Cuarta Teoría Política no llora a Occidente como Spengler. Se ríe. Afila su cuchillo. Declara muertas las viejas ideologías y arroja sus cadáveres al barro. Pide algo nuevo, algo que vaya más allá del liberalismo, el comunismo y el fascismo: un retorno, pero no a la tradición como pieza de museo. A la tradición como arma.

 

Spengler lo sabía. Sabía que las civilizaciones, como las personas, envejecen, se debilitan y se derrumban por su propio peso. Pero, ¿qué ocurre cuando un viejo se niega a morir? Fíjese en Europa: un continente en la fase final de su consumo, silbando eslóganes huecos sobre «democracia» y «derechos humanos» mientras sus ciudades arden y sus fronteras se disuelven. El hombre fáustico, atrapado en su propia creación, incapaz de escapar de ella, aferrado al sueño del progreso eterno mientras se hunde en el vacío. Pero Duguin no habla de decadencia, sino de guerra. La Edad de los Césares de Spengler, no como un fenómeno que llama al lamento, sino como un fenómeno que llama a la profecía. Los grandes hombres volverán, pero no serán europeos. Europa ha olvidado cómo producir conquistadores. Los nuevos Césares vendrán de otros lugares, de civilizaciones todavía lo bastante jóvenes como para creer en el destino.

 

 

Pseudomorfosis: bella palabra de Spengler para designar la asfixia de una civilización joven por el cadáver de una antigua. Europa estranguló a Rusia durante siglos, obligándola a vestir sus propios ropajes, a hablar su propia lengua, a fingir ser algo que no era. Pero Rusia nunca ha sido fáustica. Nunca ha necesitado serlo. La Tercera Roma siempre estuvo esperando, aguardando su momento, viendo cómo Europa se inmolaba en el altar de su orgullo. ¿Pero ahora qué? La pseudomorfosis se está resquebrajando y fisurando. Rusia se despoja de su piel occidental y se vuelve hacia sus propias raíces: euroasiáticas, ortodoxas, nacidas en las estepas. Esto es lo que entiende Douguine: Rusia es joven. Rusia tiene hambre. No respeta las reglas del viejo y moribundo orden. Está construyendo uno nuevo, espada en mano, donde Occidente una vez celebró la corte con pluma y papel, ahora ahogado como está en su propia tinta.

 

¿Y Estados Unidos? Un coloso, sí, pero construido sobre el aire. Un experimento fáustico tardío, todo tecnocracia y velocidad, pero sin alma. La cuarta teoría política no se doblega ante ella. La visión de Dugin no es ni americana, ni globalista, ni universal. Spengler veía América como la extensión inevitable de la voluntad fáustica de poder: el capitalismo como metafísica, la publicidad como filosofía, la máquina como dios. Duguin ve otra cosa: un imperio que se ha olvidado de sí mismo, que ni siquiera sabe que es un imperio, devorándose a sí mismo en un sueño febril de decadencia liberal. El César americano vendrá, pero sólo heredará cenizas.

 

Europa fue una vez hermosa. Su tragedia es que nunca supo cuándo detenerse. El alma fáustica estaba destinada a crear, a construir, a empujar hacia fuera, pero siempre había un precio que pagar. Spengler lo vio: expansión infinita, ambición infinita, el sueño de lo ilimitado, hasta que el sueño se hace añicos y los constructores se convierten en ocupantes ilegales de sus propias ruinas. El lado negativo del espíritu fáustico es su negativa a aceptar los límites, a saber cuándo morir. Así es como perdura, mecanizada, burocratizada, automatizada, gobernada por hombres que no tienen pasado ni futuro, con el único zumbido sordo de la administración. La posmodernidad no es más que otra palabra para el rigor mortis.

 

Pero Occidente sigue teniendo poder. El ciclo de Spengler aún no se ha completado, e incluso en la decadencia hay momentos de terrible belleza. Los últimos guerreros del viejo orden (los que recuerdan, los que aún tienen fuego en la sangre) observan y esperan. La era de los Césares no será apacible. El hombre fáustico, incluso en su caída, se desatará. Duguin no cree en la supervivencia de Occidente, pero sí en su capacidad de lucha, de rabia incluso cuando cae. La cuestión es quién empuñará esa furia. ¿Los globalistas, los gestores, los cobardes que han vendido su patrimonio por comodidad? ¿O los que aún escuchan los ecos lejanos de los campanarios góticos, los himnos de batalla, el rugido de algo primitivo y olvidado?

 

La multipolaridad no es sólo una realidad política. Es un cambio metafísico. Spengler aludió a ello, Duguin lo proclama. Se acabó la época en que una civilización dominaba a todas las demás. El hombre fáustico quería al mundo entero, pero el mundo ya no le quiere a él. China se levanta, indemne, no afectada por la enfermedad de Occidente. El Islam se acuerda. India despierta. Rusia ruge. Este no es un mundo de valores universales, de derechos humanos, de democracia en el sentido occidental de la palabra. Es un mundo de civilizaciones, de destinos, de voluntades. El Occidente fáustico es un actor más en el escenario, ya no es el director.

 

Y, sin embargo, algunos no lo aceptan. Los fantasmas del imperio persisten. El viejo mundo se aferra a sus mitos, negándose a ver que la marea ya ha cambiado. La OTAN se expande, las sanciones se amontonan cada vez más alto, una frágil torre de rencor que se derrumba a medida que se eleva, pero nada de esto detiene el lento desmoronamiento. Los dirigentes europeos son sonámbulos. El mundo que gobiernan es una ficción. Spengler los vio venir: la clase burocrática, los chupatintas, los oficinistas a cargo de una civilización moribunda. Confunden su posición con el poder. El poder real está en otra parte, se desplaza hacia el este, hacia el sur, hacia aquellos que todavía creen en algo más grande que el crecimiento económico y los marcos legales.

 

 

 

Así pues, Duguin y Spengler no son opuestos. Son las contrapartidas de una misma visión: la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. Spengler ha llorado. Duguin no. Se prepara para ello. La cuarta teoría política no pretende revivir Occidente. Pretende sustituirlo. ¿Con qué? No está claro, pero la claridad es para tiempos de paz. Ahora es el momento de la batalla, de la guerra, no sólo en las calles de Ucrania, Gaza o el próximo frente, sino en la mente, en el alma, en el tejido mismo de la civilización.

 

Nos estamos pudriendo. Pero dentro de esta podredumbre, algo diferente se está arrastrando. Occidente se está muriendo, pero no en silencio. Se está defendiendo, luchando, negándose a aceptar su destino. Spengler nos dice que es inevitable. Duguin nos dice que elijamos un bando. La única pregunta que queda es: ¿quién empuñará el cuchillo?

 

Nota: Cortesía de Euro-Synergies

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