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Arturo Aldecoa Ruiz
Viernes, 21 de Marzo de 2025 Tiempo de lectura:

Un ordenador peligroso

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Como escribió Antonio Muñoz Molina, “en torno a la vida real que uno ha vivido están las sombras de las otras vidas posibles que no llegamos a vivir, casi siempre por casualidad". La vida real es única, mientras otras "vidas posibles" que no sucedieron se despliegan en abanico en sus márgenes.

 

Hoy les voy a contar cómo por mi afición juvenil a los ordenadores, un atardecer primaveral madrileño acabé detenido en la  antigua Dirección General de Seguridad y durante un instante mi vida pudo haber seguido un rumbo diferente y fatal.

 

Todo comenzó en los primeros tiempos de la informática personal durante los años 70 del siglo XX. Las posibilidades de aquellos aparatos me deslumbraban. Sólo quienes vivimos aquel momento tenemos memoria de la emoción que suponía la aparición en el mercado, al reducirse sus precios,  de aquellas máquinas encantadas que hacían en instantes cálculos complicadísimos, ejecutaban programas complejos y creaban gráficos sofisticados, unos aparatos que estaban pasando de los centros de investigación  y grandes empresas a formar parte de la vida diaria de la gente.

 

Era a mí juicio una revolución tan importante como la difusión de la escritura durante la antigüedad. Nada sería ya igual tras la llegada de aquellas máquinas que imitaban  el razonamiento humano con secuencias de ceros y unos: ya no estaríamos solos para pensar.

 

El cambio que llegaba se notaba hasta en la calle. Los quioscos estaban llenos de publicaciones y coleccionables surgidos alrededor de aquel maná editorial tecnológico, que la mayoría al principio apenas entendíamos y que iba a cambiar nuestras vidas.

 

Una nueva terminología de siglas lo inundaba todo: CP/M, BASIC, Cobol,  Fortran, RAM, ROM, hardware, software y un sinfín de palabras fetiche nos llevaban hacia la "sociedad de la información", fuera lo que fuera la misma.

 

Recuerdo que primero llegaron las calculadoras de bolsillo y aluciné con ellas: adiós a las odiosas, manoseadas y casi siempre desencuadernadas tablas trigonométricas y de logaritmos.

 

Luego aparecieron  las calculadoras programables: fueron el fin de la sencilla y práctica regla de cálculo. No paré hasta comprar una, que me permitía calcular "mínimos cuadrados" en segundos, que para mí eran una pesadilla aburrida.

 

Y, casi a la vez,  empezaron a venderse a precios razonables ordenadores y terminales lúdicas para uso empresarial,  familiar o personal, ancestros de los futuros PC, con unidad externa de memoria  en casete o disco floppy, sistema operativo y el increíble  (para los legos en la materia) lenguaje de programación BASIC: un abracadabra de reglas lógicas que  nos permitía diseñar con sencillez programas a nuestro gusto y sentirnos como pequeños dioses creando las reglas de una nueva Creación que sólo existiría en la exigua memoria RAM de nuestra máquina. Aquello era mucho más que un juego.

 

Quienes vivieron aquellos días recordarán lo que se disfrutaba creando algoritmos para que el programa realizara las más variadas  tareas.

 

Durante aquellos años comencé mis estudios universitarios en Ciencias Químicas, en la entonces llamada “Universidad de Bilbao”. Entré cuando aún no había muerto Franco. Eran tiempos convulsos y vertiginosos,  oscurecidos por la presencia del terrorismo. El futuro político y económico del país era una incógnita. En la Universidad casi había más días de huelga que de clase y cada dos por tres florecían las asambleas multitudinarias y manifestaciones. Pero aún así, estudiábamos bastante y recuerdo con cariño aquel tiempo.

 

El caso es que cuando estaba acabando mis estudios, en 1980, durante mi ultimo año de la carrera de Ciencias Químicas, la asignatura "Métodos Experimentales IV", se centró en las aplicaciones de la programación en BASIC en investigación, y yo, que casi soñaba con ese lenguaje, vi el cielo abierto y obtuve “Matrícula de Honor”. Por cierto, con gran sorpresa de otros compañeros mucho más brillantes que yo, a los que les birlé el éxito. A veces suena la flauta.

 

En la Facultad teníamos para programar un pequeño ordenador oscuro, bastante similar en prestaciones a  los TRS-80. Era un aparato que un profesor había comprado en los Estados Unidos. Recuerdo que cuando lo traían a clase se hacía un respetuoso silencio,  algo inusual. Yo lo miraba como si fuera un oráculo del futuro.

 

Así que casi convertido en un “fan” de la informática comencé hacia 1981 mi Tesina de Grado y varios Cursos de Doctorado. Un día, un compañero de laboratorio, me comentó que Luis, el catedrático que nos dirigía las tesinas, le había dicho que el venerado ordenador se había estropeado y había que llevarlo a un técnico de Madrid para su reparación. Y, como mi compañero tenía coche, le había preguntado si podía encargarse él de ello. Aceptó, pues nuestro catedrático era una persona excelente y un amigo.

 

Y entonces mi compañero me preguntó si podía acompañarle. Pocas veces un viaje me ha parecido más interesante, era como llevar una reliquia sagrada al mago que debía resucitarla.

 

Decidimos viajar a Madrid un viernes para aprovechar allí el fin de semana tras dejar el ordenador averiado en buenas manos.

 

Para entender lo que pasó luego hay que recordar de nuevo que estamos hablando de la España y el País Vasco de 1981, con toda su durísima problemática: aquellos eran los “años de plomo” de ETA, por la cantidad de atentados perpetrados o frustrados que se producían. Pero como era el día a día, vivíamos con ello y no pensábamos en ese factor.

 

La política lo invadía todo  y la sociedad vasca se estaba transformando en un monocultivo nacionalista y de izquierdas. La universidad era casi un invernadero revolucionario abertzale. Curiosamente mi compañero y yo  flotábamos en otra onda mental. Auténticas "rara avis" en la Facultad, él militaba en las juventudes de UCD y yo en las Nuevas Generaciones de Alianza Popular.

 

Así que aquel viernes recogimos en la Universidad la unidad central estropeada, una caja oscura de la que asomaban diversos cables y la ubicamos con cuidado en el asiento de atrás del coche, ajustada entre nuestras bolsas.

 

Partimos rumbo a Madrid por la ruta habitual de Burgos y la N-1. Creo que paramos a tomar un café y una banderilla (como llamamos entonces a los pinchos) hacia Lerma o Aranda.

 

Por fin, a la tarde entramos sin novedad en Madrid por la siempre colapsada carretera de Burgos. A la altura de Alcobendas con tráfico denso pasamos junto a la curiosa gasolinera que había allí bajo un enorme rótulo "Ongi etorri", que me llamaba la atención por ser un saludo de bienvenida en vasco, cosa que seguramente muchos automovilistas entonces  ignoraban.

 

Luego por la Castellana doblamos por Alcalá hacia la Puerta del Sol, cerca de la cual habíamos reservado una habitación en un sencillo hotel, y entramos en un aparcamiento inmediato a la plaza.

 

Tras aparcar, viendo en el asiento trasero del coche la unidad central con sus cables, para que no despertara curiosidad innecesaria a otros usuarios del parking, en vez de meterla en el maletero, que estaba bastante sucio, a mi compañero se le ocurrió situarla justo debajo del volante y los pedales del coche, la zona menos visible. Me acuerdo que me dijo "así parece hasta una alarma, por si alguien nos intenta robar el coche" y tras sacar nuestras bolsas, nos dispusimos a marcharnos.

 

Entonces, como por ensalmo aparecieron detrás de las columnas y de otros vehículos un grupo de personas armadas que nos encañonaron poniéndonos una pistola en la cabeza.

 

Lo primero que pensé es que  nos estaban atracando. “¡Manda cojones venir hasta Madrid para que nos asalten!”. Creía que nos querían robar el ordenador, que era para mí lo único valioso que llevábamos, un aparato que encima no era nuestro.

 

Por un instante dudé sobre si salir corriendo a pedir ayuda, pero eran varios, así que solté la maleta y levanté las manos. Mi compañero, que era una persona muy tranquila, hizo lo mismo. Entonces se identificaron como agentes de policía y nos ordenaron abrir el coche. Primero miraron con prudencia en el asiento de atrás, como buscando algo, luego en el maletero, que estaba vacío. Finalmente vieron la caja con los cables bajo el volante y se alarmaron. Nos ordenaron “desactivarla”. No les entendimos a que se referían y les explicamos que era la unidad central de un ordenador estropeado que llevábamos a reparar y que la habíamos puesto allí porque así parecía una alarma. La sacamos como nos ordenaron y la estuvieron revisando con precaución.

 

Tras comprobar de nuevo que en el coche y nuestras bolsas no había nada más y que la caja con cables era parte de un ordenador, procedieron a identificarnos varias veces. Parece que pensaron que nuestros carnets políticos eran “una tapadera” y ocultábamos algo. No tardaron en ver que todo parecía una confusión. Pero por protocolo nos llevaron detenidos a la antigua Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol.

 

Recuerdo que subimos por unas escaleras con mucho movimiento de gente y que nos introdujeron y sentaron en un despacho.

 

Un inspector, tras realizar varias llamadas y comprobar de nuevo que sólo éramos dos estudiantes en viaje desde Bilbao nos explicó, que habían recibido el chivatazo de que a la altura de la gasolinera “Ongi etorri” se había visto en la parte de atrás de nuestro coche bolsas con armas y un artefacto explosivo. Por ello habían localizado y seguido nuestro vehículo dentro de Madrid hasta el aparcamiento cercano a Sol, para detenernos e impedir un posible atentado con bomba de ETA.

 

Luego nos dijo que nos pedían disculpas por la confusión y quedábamos en libertad, pero preferían que estuviésemos localizables por si necesitaban contactarnos para aclarar algo (en ese tiempo aún no había teléfonos móviles) y en compensación por las molestias de lo sucedido nos ofrecían la estancia a su cargo de esa noche en un hotel cercano, cosa que aceptamos encantados pues nos ahorrábamos el gasto.

 

Ya libres, nos acompañaron al nuevo hotel. Anulamos la reserva que teníamos en otro lugar, dejamos nuestras maletas y salimos a cenar por la zona. Sentados en una cafetería empezamos a comentar nuestra “aventura” y conforme se nos fue pasando la excitación inicial empezamos a ser conscientes del riesgo que habíamos corrido si cualquier reacción o movimiento nuestro hubiera sido malinterpretado por alguno de los policías. Habíamos salido con bien de milagro.

 

Tras darle muchas vueltas al asunto, ya solo teníamos ganas de dejar el ordenador a reparar, cosa que hicimos la mañana siguiente, sin comentar al técnico lo sucedido, y salir de Madrid cuanto antes, pues la tensión de lo vivido nos había quitado lógicamente de la cabeza cualquier otra cosa.

 

Así que el sábado al mediodía nos volvimos a Bilbao. Evitamos comentar lo  sucedido con nadie, salvo con nuestro catedrático para explicarle por qué no volveríamos a Madrid a recoger el aparato cuando estuviera arreglado. Le sugerimos que lo mandaran por paquetería.

 

No queríamos tentar a la suerte una segunda vez, no fuera que esta sí se materializara para nosotros  otro “futuro posible” como “comando terrorista” por culpa de un ordenador.

 

Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019 / Químico Físico

 

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