Por medio del símbolo
![[Img #27787]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/04_2025/7934_gabi.jpg)
El cachorro me observaba sin decir nada. No le era posible, no porque fuera un animal, más bien porque en él no había identidad. Todos los animales son iguales en función de quienes son: son perros, son gatos, son leones, son avestruces; son ellos, son animales. Los nombres, los cariños y amores que identificamos en ellos son el reflejo de nuestro amor, de nuestra identidad como sus dueños, como espectadores externos. Me acerqué y lo acaricié. Su pelaje blanco y dulce me lamía la mano. Estos seres de vinculación honesta experimentan un sin fin de avatares, eventos que no son por ellos advertidos más allá de lo instintivo, más allá de su animalidad. Sin embargo, nosotros experimentamos todo de forma distinta. Cada ser humano en la tierra, en el subsuelo y en la estación espacial comprueban su realidad desde un punto focal disímil, desigual. Aquello es nuestro don y nuestra condena. Me senté en la hierba viendo como jugueteaban la niña y su perro, intentando hallar la razón de semejante diferencia y la forma de comunicarlo en esta columna.
Podemos convenir inicialmente que el pensamiento se estructura en un lenguaje lógico y con cierto orden; con este se piensa y se expresan los secretos. Lo humano dialoga consigo mismo y con el mundo a través de un armazón lingüístico, el cual parte de una condición previa de entendimiento de la realidad y modifica el resultado de nuestra propia forma de sentir el mundo. Por lo tanto, teniendo en cuenta que la historia modifica la narración personal y que la raíz de nuestro idioma es sociocultural, debemos concluir que el lenguaje tiene sus límites y que, a pesar de que el Círculo de Viena intentó perfeccionarlo, cualquier creación conservará sus propias fronteras imposibles de atravesar. Y esto tiene ciertas consecuencias existenciales. Wittgenstein abogó por el silencio, más allá de las lindes debemos callar; pero, si ese es el caso, terminaremos con una experiencia reducida, mutilada, ya que las experiencias más significativas ocurren en el fin del mundo, cuando toda palabra se ha manifestado insuficiente para aprehender cualquier acontecimiento.
Recordemos que el ser humano procesa todo lo vivido a través de una estructura lingüística. Si esta es limitada, el pensamiento también lo es. Todo lo que queda fuera de nuestro pensar desaparece como el acontecer de un perro, de un puente. Un puente desea ser puente y morir como uno, buscando que los demás lo atraviesen y lo usen como usan a un puente. Recordando el cuento de Kafka: «Hacia mí, hacia mí. Extiéndete, puente, ponte en condición; vigas sin barandilla, sostened al que se os ha confiado, equilibrad imperceptiblemente la inseguridad de su paso, pero si vacila, muéstrate, puente, y llévale hasta tierra como un dios de la montaña». Nosotros, en cambio, palpitamos diferente. Ser humano significa cuestionar nuestro propósito y entrever las preguntas originales: ¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? Y lo hacemos con el lenguaje. Si seguimos el consejo de Wittgenstein y nos sumimos en el silencio, aquello que brota del mundo desaparecería como lo hace para un pequeño cachorro o para un puente sin pensamiento. El sentir se apagaría a menos que lo hagamos permanente mediante otra cerradura, una especial, más amplia y profunda. El símbolo: aquel intento por entender lo sucedido sin reducirlo a estructuras de palabras, por hacer nuestra experiencia puramente humana.
El cachorro me observaba sin decir nada. No le era posible, no porque fuera un animal, más bien porque en él no había identidad. Todos los animales son iguales en función de quienes son: son perros, son gatos, son leones, son avestruces; son ellos, son animales. Los nombres, los cariños y amores que identificamos en ellos son el reflejo de nuestro amor, de nuestra identidad como sus dueños, como espectadores externos. Me acerqué y lo acaricié. Su pelaje blanco y dulce me lamía la mano. Estos seres de vinculación honesta experimentan un sin fin de avatares, eventos que no son por ellos advertidos más allá de lo instintivo, más allá de su animalidad. Sin embargo, nosotros experimentamos todo de forma distinta. Cada ser humano en la tierra, en el subsuelo y en la estación espacial comprueban su realidad desde un punto focal disímil, desigual. Aquello es nuestro don y nuestra condena. Me senté en la hierba viendo como jugueteaban la niña y su perro, intentando hallar la razón de semejante diferencia y la forma de comunicarlo en esta columna.
Podemos convenir inicialmente que el pensamiento se estructura en un lenguaje lógico y con cierto orden; con este se piensa y se expresan los secretos. Lo humano dialoga consigo mismo y con el mundo a través de un armazón lingüístico, el cual parte de una condición previa de entendimiento de la realidad y modifica el resultado de nuestra propia forma de sentir el mundo. Por lo tanto, teniendo en cuenta que la historia modifica la narración personal y que la raíz de nuestro idioma es sociocultural, debemos concluir que el lenguaje tiene sus límites y que, a pesar de que el Círculo de Viena intentó perfeccionarlo, cualquier creación conservará sus propias fronteras imposibles de atravesar. Y esto tiene ciertas consecuencias existenciales. Wittgenstein abogó por el silencio, más allá de las lindes debemos callar; pero, si ese es el caso, terminaremos con una experiencia reducida, mutilada, ya que las experiencias más significativas ocurren en el fin del mundo, cuando toda palabra se ha manifestado insuficiente para aprehender cualquier acontecimiento.
Recordemos que el ser humano procesa todo lo vivido a través de una estructura lingüística. Si esta es limitada, el pensamiento también lo es. Todo lo que queda fuera de nuestro pensar desaparece como el acontecer de un perro, de un puente. Un puente desea ser puente y morir como uno, buscando que los demás lo atraviesen y lo usen como usan a un puente. Recordando el cuento de Kafka: «Hacia mí, hacia mí. Extiéndete, puente, ponte en condición; vigas sin barandilla, sostened al que se os ha confiado, equilibrad imperceptiblemente la inseguridad de su paso, pero si vacila, muéstrate, puente, y llévale hasta tierra como un dios de la montaña». Nosotros, en cambio, palpitamos diferente. Ser humano significa cuestionar nuestro propósito y entrever las preguntas originales: ¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? Y lo hacemos con el lenguaje. Si seguimos el consejo de Wittgenstein y nos sumimos en el silencio, aquello que brota del mundo desaparecería como lo hace para un pequeño cachorro o para un puente sin pensamiento. El sentir se apagaría a menos que lo hagamos permanente mediante otra cerradura, una especial, más amplia y profunda. El símbolo: aquel intento por entender lo sucedido sin reducirlo a estructuras de palabras, por hacer nuestra experiencia puramente humana.