El pontificado del Papa Francisco: del totalitarismo progresista a la claudicación socialdemócrata
La muerte del Papa Francisco cierra una etapa que será recordada, sin duda, como una de las más polémicas, desconcertantes y divisivas de la historia reciente de la Iglesia Católica. Jorge Mario Bergoglio no solo fue el primer Papa latinoamericano y jesuita, sino también el primero en situar abiertamente su pontificado en las coordenadas ideológicas del progresismo globalista. Lo hizo en nombre de la misericordia, la apertura, la modernidad. Pero lo que para muchos fue un viento de renovación, para otros —cada vez más— se convirtió en una tormenta de confusión, relativismo doctrinal y descomposición de la identidad católica.
Desde el inicio de su pontificado, Francisco adoptó un estilo pastoral cercano, accesible, espontáneo. Hablaba de la "Iglesia en salida", de tender puentes, de no juzgar, de dar prioridad a los pobres. Pero detrás de ese lenguaje amable se escondía un programa claro: redefinir la misión de la Iglesia desde una óptica sociopolítica, no teológica. Francisco convirtió el Vaticano en una plataforma de activismo climático, migratorio, económico y sanitario. Habló más del cambio climático que del pecado original; más de vacunas que de conversiones; más del Pacto Mundial que del Credo. No era un Papa misionero, sino un vulgar gestor de causas contemporáneas.
Su aproximación a los grandes debates morales fue ambigua cuando no claramente rupturista. Permitió, por omisión o por acción, que se extendiera la idea de que ya no hay verdades eternas, sino que todo es materia de "discernimiento". Bajo su liderazgo, se debilitó la defensa del matrimonio cristiano, se sembró incertidumbre sobre la bendición a parejas homosexuales, se relajaron los criterios para comulgar en situación de pecado y se silenciaron a los prelados fieles a la doctrina tradicional. Mientras tanto, voces críticas como las del cardenal Sarah o el obispo Strickland fueron marginadas o directamente expulsadas del círculo de confianza pontificio.
El estilo de papado de Francisco fue, paradójicamente, autoritario y populista. Se rodeó de incondicionales, ninguneó a la Curia tradicional, desarticuló la liturgia tridentina —tan valorada por los jóvenes católicos— y consolidó un poder casi absoluto a través de reformas estructurales y documentos ambiguos. El Sínodo sobre la Sinodalidad, más que un ejercicio de comunión eclesial, pareció un laboratorio ideológico destinado a relativizar aún más la doctrina, utilizando el lenguaje de la inclusión para justificar el debilitamiento de la Verdad.
Uno de los episodios más inquietantes de su pontificado fue el acuerdo secreto firmado con la República Popular China en 2018, renovado después en medio del silencio y la opacidad más absoluta. Francisco cedió de facto al Partido Comunista la potestad de nombrar obispos en suelo chino, una concesión sin precedentes que dejó a millones de católicos chinos —perseguidos, encarcelados, vigilados— a merced de un régimen autoritario y hostil a la fe. El resultado no fue una mayor libertad religiosa, sino una represión más sofisticada y una humillación para la Iglesia mártir.
De igual forma, la cercanía del Papa con regímenes dictatoriales comunistas como los de Cuba o Venezuela generó perplejidad y escándalo. Su negativa persistente a condenar con claridad la brutalidad del chavismo o la dictadura castrista contrastó con su dureza hacia los gobiernos democráticos de Occidente que defendían políticas contrarias a su visión ideológica. Francisco parecía más cómodo dialogando con dictadores de extrema izquierda que escuchando a sus propios cardenales conservadores. Esa asimetría moral no solo debilitó la autoridad del Vaticano, sino que lo convirtió en cómplice involuntario del sufrimiento de pueblos enteros.
A esto se suma el escándalo financiero del "caso Becciu", el proceso del edificio de Londres y las múltiples investigaciones por corrupción en la Santa Sede. Pese a sus promesas de transparencia, Francisco no logró limpiar las estructuras económicas del Vaticano. En algunos casos, incluso se sospecha que encubrimientos y favoritismos continuaron operando bajo su mirada. La opacidad financiera y la falta de resultados concretos dañaron aún más la credibilidad de una institución ya afectada por décadas de escándalos.
Y sin embargo, pese a sus gestos hacia el mundo musulmán, sus viajes a Cuba o sus declaraciones en favor de la “fraternidad universal”, el Papa Francisco no logró frenar la secularización de Europa ni el colapso vocacional de Occidente. Al contrario: bajo su pontificado, las iglesias se vaciaron, los seminarios cerraron y la autoridad moral del Vaticano disminuyó. El fanatismo progresista aplicado a la Iglesia no revitalizó la fe, sino que la diluyó en las aguas turbias del espíritu del tiempo.
Hoy, al cerrarse este capítulo, no celebramos la muerte de un hombre, pero sí tomamos conciencia del daño profundo que su papado ha causado a la claridad doctrinal, a la tradición viva de la Iglesia y al alma católica. El próximo pontífice tendrá la ardua tarea de reconstruir lo que Francisco, con entusiasmo mal dirigido, dejó resquebrajado: la confianza de millones de fieles en una Iglesia que no se arrodille ante el mundo, sino solo ante Dios.
La muerte del Papa Francisco cierra una etapa que será recordada, sin duda, como una de las más polémicas, desconcertantes y divisivas de la historia reciente de la Iglesia Católica. Jorge Mario Bergoglio no solo fue el primer Papa latinoamericano y jesuita, sino también el primero en situar abiertamente su pontificado en las coordenadas ideológicas del progresismo globalista. Lo hizo en nombre de la misericordia, la apertura, la modernidad. Pero lo que para muchos fue un viento de renovación, para otros —cada vez más— se convirtió en una tormenta de confusión, relativismo doctrinal y descomposición de la identidad católica.
Desde el inicio de su pontificado, Francisco adoptó un estilo pastoral cercano, accesible, espontáneo. Hablaba de la "Iglesia en salida", de tender puentes, de no juzgar, de dar prioridad a los pobres. Pero detrás de ese lenguaje amable se escondía un programa claro: redefinir la misión de la Iglesia desde una óptica sociopolítica, no teológica. Francisco convirtió el Vaticano en una plataforma de activismo climático, migratorio, económico y sanitario. Habló más del cambio climático que del pecado original; más de vacunas que de conversiones; más del Pacto Mundial que del Credo. No era un Papa misionero, sino un vulgar gestor de causas contemporáneas.
Su aproximación a los grandes debates morales fue ambigua cuando no claramente rupturista. Permitió, por omisión o por acción, que se extendiera la idea de que ya no hay verdades eternas, sino que todo es materia de "discernimiento". Bajo su liderazgo, se debilitó la defensa del matrimonio cristiano, se sembró incertidumbre sobre la bendición a parejas homosexuales, se relajaron los criterios para comulgar en situación de pecado y se silenciaron a los prelados fieles a la doctrina tradicional. Mientras tanto, voces críticas como las del cardenal Sarah o el obispo Strickland fueron marginadas o directamente expulsadas del círculo de confianza pontificio.
El estilo de papado de Francisco fue, paradójicamente, autoritario y populista. Se rodeó de incondicionales, ninguneó a la Curia tradicional, desarticuló la liturgia tridentina —tan valorada por los jóvenes católicos— y consolidó un poder casi absoluto a través de reformas estructurales y documentos ambiguos. El Sínodo sobre la Sinodalidad, más que un ejercicio de comunión eclesial, pareció un laboratorio ideológico destinado a relativizar aún más la doctrina, utilizando el lenguaje de la inclusión para justificar el debilitamiento de la Verdad.
Uno de los episodios más inquietantes de su pontificado fue el acuerdo secreto firmado con la República Popular China en 2018, renovado después en medio del silencio y la opacidad más absoluta. Francisco cedió de facto al Partido Comunista la potestad de nombrar obispos en suelo chino, una concesión sin precedentes que dejó a millones de católicos chinos —perseguidos, encarcelados, vigilados— a merced de un régimen autoritario y hostil a la fe. El resultado no fue una mayor libertad religiosa, sino una represión más sofisticada y una humillación para la Iglesia mártir.
De igual forma, la cercanía del Papa con regímenes dictatoriales comunistas como los de Cuba o Venezuela generó perplejidad y escándalo. Su negativa persistente a condenar con claridad la brutalidad del chavismo o la dictadura castrista contrastó con su dureza hacia los gobiernos democráticos de Occidente que defendían políticas contrarias a su visión ideológica. Francisco parecía más cómodo dialogando con dictadores de extrema izquierda que escuchando a sus propios cardenales conservadores. Esa asimetría moral no solo debilitó la autoridad del Vaticano, sino que lo convirtió en cómplice involuntario del sufrimiento de pueblos enteros.
A esto se suma el escándalo financiero del "caso Becciu", el proceso del edificio de Londres y las múltiples investigaciones por corrupción en la Santa Sede. Pese a sus promesas de transparencia, Francisco no logró limpiar las estructuras económicas del Vaticano. En algunos casos, incluso se sospecha que encubrimientos y favoritismos continuaron operando bajo su mirada. La opacidad financiera y la falta de resultados concretos dañaron aún más la credibilidad de una institución ya afectada por décadas de escándalos.
Y sin embargo, pese a sus gestos hacia el mundo musulmán, sus viajes a Cuba o sus declaraciones en favor de la “fraternidad universal”, el Papa Francisco no logró frenar la secularización de Europa ni el colapso vocacional de Occidente. Al contrario: bajo su pontificado, las iglesias se vaciaron, los seminarios cerraron y la autoridad moral del Vaticano disminuyó. El fanatismo progresista aplicado a la Iglesia no revitalizó la fe, sino que la diluyó en las aguas turbias del espíritu del tiempo.
Hoy, al cerrarse este capítulo, no celebramos la muerte de un hombre, pero sí tomamos conciencia del daño profundo que su papado ha causado a la claridad doctrinal, a la tradición viva de la Iglesia y al alma católica. El próximo pontífice tendrá la ardua tarea de reconstruir lo que Francisco, con entusiasmo mal dirigido, dejó resquebrajado: la confianza de millones de fieles en una Iglesia que no se arrodille ante el mundo, sino solo ante Dios.