Los guardianes del relato del terrorismo de ETA
Estoy leyendo últimamente toda la obra de Julián Marías, el filósofo español más importante de la segunda mitad del siglo XX, fallecido en 2005 a los 91 años, y me maravilla su visión de España y de los españoles, sobre todo el sano orgullo y la prudente ponderación con que presenta su historia y su porvenir. Fue soldado republicano en el Madrid de la Guerra Civil, aunque dedicado a tareas administrativas y de traducción de textos para sus superiores. En los momentos finales de aquella infausta contienda, participó activamente en el golpe del coronel Casado ayudando a Julián Besteiro, que se había comprometido con dicha iniciativa, con el objetivo de acortar la guerra y evitar mayores sufrimientos a la población civil, ante el propósito del presidente del gobierno de la República, Juan Negrín, de continuarla a toda costa.
Comenzado el régimen franquista, fue denunciado como agente del gobierno republicano por alguno de sus antiguos amigos y pasó varios meses en la cárcel, de la que salió sin cargos. Vivió en España durante todo el periodo franquista y nunca se planteó irse al exilio. No obstante, no pudo trabajar donde más le hubiera gustado, como profesor universitario, debido a que se negó a prestar el preceptivo juramento como funcionario del Estado.
En el periodo que sigue a la muerte del general Franco, se aprestó a vivir con impaciencia la llegada de una democracia liberal por la que siempre había abogado. Su prestigio intelectual alcanzado para entonces, aquilatado por sus exitosas publicaciones filosóficas durante todo el franquismo, así como por sus visitas y estancias temporales en algunas de las principales universidades de Estados Unidos y de diversos países de Iberoamérica y del resto de Europa, le llevaron a ser reclamado por el presidente Adolfo Suárez, así como por el Rey Juan Carlos I, para pedirle consejo político. Fue nombrado Senador por designación real en las Cortes Constituyentes, encargadas de elaborar la Constitución de 1978 y protestó enérgicamente en la prensa, donde disponía de tribunas de opinión en los principales diarios del país, por la no inclusión del término “nación” para referirse a España, o por la inclusión del término “nacionalidades” para referirse a las regiones que habían aprobado estatutos de autonomía en la Segunda República.
Fue un comentarista prestigioso de todo el periodo que se abre con el nuevo régimen constitucional. Y opinó sobre los principales elementos que contribuyeron a la conformación de la democracia en España, tanto en sus aspectos positivos como negativos, así como en sus puntos fuertes o en sus debilidades, sin tener ninguna sujeción de ningún partido ni servidumbre de ningún centro de poder. Pero, visto en perspectiva, siendo el terrorismo de ETA, como lo fue entonces, una verdadera lacra, con casi cien asesinatos anuales en los dos años inmediatamente posteriores a la aprobación de la Constitución, considerándose esta circunstancia como uno de los elementos desestabilizadores que llevaron al golpe de Estado de Tejero en 1981, me llama la atención poderosamente el hecho de que, en todo lo que llevo leyendo de Julián Marías (libros de historia, sociología, memorias y recopilaciones de artículos), teniendo en cuenta, incluso, que estuvo en el País Vasco en varias ocasiones, dando conferencias, y que publicaba también habitualmente tribunas de opinión en El Correo de Bilbao, resulta que Julián Marías en ningún momento entra a analizar el terrorismo de ETA como elemento político que perturba de modo lacerante la consecución de la democracia en España, un fenómeno que no solo estaba asolando entonces el País Vasco y Navarra, sino que incluso salpicaba también puntualmente, con atentados especialmente sangrientos, la misma capital del Estado, Madrid, que era donde vivía Julián Marías.
Encontré una noticia en El Correo, de 11 de diciembre de 1980, donde no habla directamente Julián Marías, sino que es el periodista que hace la crónica quien recoge lo siguiente: “Tras comentar que la locura colectiva todavía es posible y que acaso el País Vasco esté viviendo esta situación, el filósofo Marías pidió calma al pueblo español y afirmó que es necesario que las regiones puedan cometer sus propios errores y posteriormente enmendarlos”. Esto lo dijo en una conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI de Madrid, de la que el periodista destaca también esto: “España está todo lo bien que puede estar cualquier país europeo, dijo el filósofo. Nuestros problemas no son mayores que los de otras naciones, pero nos encontramos ante una seria dificultad: es más grave lo que se dice que pasa que lo que realmente ocurre”. Cuesta creer en Julián Marías que hablara del terrorismo en esos términos, diciendo “que es necesario que las regiones puedan cometer sus propios errores y posteriormente enmendarlos” o que “es más grave lo que se dice que lo que pasa”, cuando justamente en 1980 y en los años anteriores ETA se estaba cebando con los cuadros de la UCD vasca, que quedaron prácticamente aniquilados y los que quedaron vivos fueron espantados del País Vasco, después de una campaña sañuda de atentados contra ellos, lo mismo que se hizo contra toda la derecha vasco-navarra en general. Por no hablar, claro, de los guardias civiles, policías nacionales y militares asesinados para entonces.
Luego, en las memorias Una vida presente, ya en el último volumen y haciendo mención a cosas que hizo en 1985, me encontré con esto: “De vuelta a España estuve en Barcelona, luego en San Sebastián y en Vitoria, encontré en todas partes auditorios numerosos, receptivos, cordiales; hacía mucho tiempo que no hablaba en San Sebastián, y lo hacía por primera vez en Vitoria, ciudad donde no había estado en más de treinta años; me sorprendió que el País Vasco, a pesar de todo, de las pintadas agresivas o simplemente estúpidas –algunas en inglés–, de los sucesos atroces que en ocasiones leemos, conservara tanto encanto y atractivo. En San Sebastián dije: «Esta ciudad es deliciosa trescientos sesenta días al año». Me dijeron que era demasiado optimista, y concedí: «Bueno, digamos trescientos cincuenta»” (Una vida presente, III, 341).
También estuvo en Bilbao, varias veces. Una de las últimas fue invitado a los actos con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Miguel de Unamuno, organizados por el ayuntamiento de la villa, en 1986, y con ese motivo escribió esto en sus memorias: “La verdad es que cuantas veces he visitado las ciudades vascas en estos últimos años he encontrado una avidez por escuchar una palabra sincera, un afán de verdad, sorprendente y alentador en circunstancias en que está tan velada por la «historia-ficción», los intereses o simplemente el miedo. Pienso cuánta falta haría ahora Don Miguel de Unamuno, cuyo valor consistió en gran parte en su valentía, en su capacidad de decir lo que pensaba y lo que sentía, dotado además de un talento expresivo que no es frecuente en su pueblo. ¿No habrá dejado herederos? ¿No habrá nadie que pueda tomar su palabra allí donde la dejó? La reacción vasca a las cosas que he dicho me hace imaginar cuál sería si alguien vasco hablase verazmente y desde dentro, hiciese la gran llamada capaz de disipar los trampantojos” (Una vida presente, III, 377-378).
Como acabamos de comprobar, se limita a decir “pintadas agresivas o simplemente estúpidas”, “sucesos atroces”, “miedo”, “historia-ficción”, pero no se ve nada contundente, que es lo que se podría esperar de alguien de su sensibilidad y civismo, que haga evidente para el lector la situación perfectamente anómala, horrenda en cuanto a pérdida de libertades, imperio del terror y ausencia de una vida social mínimamente digna que permitiera poder expresarse como uno quisiera.
Y no sé por qué me da, además, que, para Julián Marías, como para todo español que vive fuera del País Vasco, ser vasco, ser parte de ese “pueblo”, solo correspondería a quienes “naturalmente” forman parte de él (lo comprobaré, no obstante, cuando estudie lo que él piensa de Cataluña, a la que, como ya he dicho, sí le dedicó su atención en profundidad). Creo que Julián Marías, como la generalidad de la intelectualidad española, no es consciente de que más de la mitad del pueblo vasco está formada por gentes como Imanol Pradales y Aitor Esteban, procedentes de la meseta castellana, que no tienen nada que ver con el concepto de vasco, que me parece que maneja Marías por su trato intelectual con Unamuno. Y ahí hay también un hándicap importante a la hora de tratar lo que pasa políticamente aquí.
En Julián Marías, que tan explícito y claro resulta para otras realidades, para otras problemáticas, incluso muy lejanas tanto en el tiempo como en el espacio, no encontramos nada de todo aquello tan terrible que vivimos en el País Vasco en los años ochenta y noventa del siglo pasado y que todo el mundo que lo vivió sabe muy bien de lo que hablo y que lo continuaríamos padeciendo hasta por lo menos 2011, la fecha de cese final de la actividad terrorista. Mi hipótesis (salvo que pueda encontrar algún artículo del propio Julián Marías que me haga cambiar de opinión) es que no quería entrar en el tema del terrorismo directamente, sobre todo por pensar que no conocía todas las claves, en la medida que a él le gustaba abordar los problemas, para tener su propia opinión y poderla expresar de modo seguro. Y creo que al hecho de no conocer esas claves contribuyó poderosamente una suerte de corriente de opinión, que podríamos denominar de los expertos en el tema vasco o, como digo en el título, de “los guardianes del relato del terrorismo de ETA”, que se afanó en construir una imagen de nebulosa sobre las causas del terrorismo vasco, apelando a arcanos y a misterios insondables que estarían en la base de las acciones terroristas, tales como el fuerismo, el carlismo, la limpieza de sangre, la hidalguía universal, el origen ancestral del pueblo vasco, el misterio de su idioma vernáculo, incluso el milenarismo, el matriarcado o la brujería, temas todos ellos a los que no se había prestado mucha atención hasta entonces por la población española en general y en particular por sus clases ilustradas, y que dieron a quienes los cultivaban una suerte de patente de exclusividad que les permitía así concebirse a sí mismos como un grupo poderoso de opinión, capaz de excluir, silenciar o ningunear a quienes no pertenecieran a él, radicado tanto en el País Vasco como en Madrid, singularmente alrededor del periódico El País, y que transmitían lo que se debía decir y opinar –desde una autoridad de la que se sentían poseedores en exclusiva y, al parecer, consentida por los demás– sobre el terrorismo de ETA, sobre el nacionalismo vasco y sobre, en general, la historia y el presente del País Vasco. Un círculo curiosamente formado por gentes de apellido eusquérico preferentemente (o más bien únicamente), vascos sin ninguna duda, porque para opinar sobre el tema vasco había que ser principalmente vasco, tanto en el País Vasco como en Madrid, y esta condición, como se encargaba el nacionalismo y singularmente el PNV de transmitir, solo se podía ser y certificar teniendo apellido eusquérico.
Un periodista testigo en primera fila de aquellos años, como era (y sigue siendo) Iñaki Ezkerra, ilustra muy bien lo que quiero decir sobre esos guardianes del relato del terrorismo de ETA. En su artículo “La impostura yihadista”, publicado en ABC el 8 de diciembre de 2015, el primer párrafo dice esto: “Fue un curioso fenómeno que se dio en el País Vasco de la década de los ochenta, en los llamados «años de plomo». Proliferó por mi tierra una pintoresca y paraintelectual fauna de «profes profetas» que se empeñaba en hacer del terrorismo etarra una cuestión antropológica y explicaba las inextricables claves del fenómeno terrorista en artículos, conferencias y libros más inextricables aún que solían llevar títulos al estilo de «ETA versus etnicismo», «Violencia versus mímesis tribal», etc. El latinajo con tufillo a seminario era imprescindible para darles a aquellas comidas de tarro una aparente pátina académica. Más que para aclarar nada, aquellas diarreas mentales para lo que sirvieron fue para oscurecer, mitificar y mistificar algo tan burdo y, por desgracia, tan universal como el fanatismo; para concederle una profundidad laberíntica que no tenía, así como para inhibir de condenar el crimen a gente insegura que lo hubiera hecho en otro contexto menos tibio y enrarecido. Parecía como si para pronunciarse sobre esa banda terrorista, y no digamos ya «contra ella», hubiera que ser doctor en algo: en sociología, en filología vasca, en Historia del arte o de las religiones; como si hubiera que ser preferentemente antropólogo, como digo. Hoy el mundo de ETA quiere falsear la Historia, pero hubo un tiempo sorprendentemente cercano en el que trató de salirse de ella y manipular la propia Prehistoria. La operación no era inocente. De lo que trataban aquellos «nuevos antropólogos» era de situar a ETA en el oscurantista terreno de una complejísima, atávica, étnica y telúrica especificidad vasca, para blindarla y sustraerla del juicio cartesiano, histórico, político, ético y, si colaba, hasta penal”.
Merecería la pena rastrear las obras que en los años ochenta contribuyeron a crear esa costra intelectualoide, esa farfolla pseudoacadémica con la que el terrorismo de ETA, y el nacionalismo vasco en general, alcanzó una prestancia, digamos “cultural” pero de la peor especie, que daba a sus propios protagonistas y matarifes una aureola de leyenda insospechada incluso para ellos, cuando empezaron a cometer salvajadas. Pero que contribuyó lo suyo, a mi juicio, para legitimar al nacionalismo vasco como dueño y señor del País Vasco y para conferir al terrorismo una representación actualizada de lo más telúrico de la realidad vasca que, si no provocó más asesinatos (lo cual estaría por ver en todo caso), lo que es seguro es que no ayudó lo más mínimo a que terminaran antes. Y de rebote consiguió también –repito que de momento lo considero solo una hipótesis– ahuyentar a gente como Julián Marías, que prefirió no enfrentarse a esa nomenclatura de lo intelectualmente correcto a la hora de opinar sobre el tema ETA o el tema vasco en general, en aquellos tiempos. Porque el caso es que Julián Marías sí se construyó una opinión propia sobre Cataluña, por ejemplo, y escribió un libro al respecto y multitud de artículos, pero sobre el País Vasco no hizo nada parecido ni de lejos. Y no creo que lo hiciera solo porque su maestro Ortega también se ocupó preferentemente del problema catalán, que era mucho más acuciante que el vasco en el primer tercio del siglo XX. Pero lo que es cierto es que en la segunda mitad del siglo XX, aquella a la que Julián Marías pertenecía generacionalmente, el problema territorial para España era el vasco, más que el catalán y a lo más que llegó fue a escribir un libro sobre el bilbaíno Miguel de Unamuno, donde recogía su obra primera, específicamente vasca, como es Paz en la guerra, pero donde le preocupan casi más los aspectos teóricos y técnicos de su construcción, que propiamente su contenido. Se podría decir que su vinculación con el País Vasco era únicamente a través de Unamuno.
En otro artículo que he encontrado del propio Iñaki Ezkerra, anterior al que acabo de citar, precisaba aún más el protagonismo de estos guardianes del relato terrorista. Se titula con uno de los términos que utiliza para calificarles en el artículo que hemos visto antes –“Prof-ETA” lo tituló–, y se publicó en El Correo del 3 de diciembre de 2007. Allí se dice esto: “La historia de la lucha contra ETA ha sido la historia de las cambiantes y progresivas descalificaciones a quienes trataban de luchar contra ella. Hace tres décadas se llegaba al delirio tácitamente asumido de exigir a quien se pronunciaba contra esa banda que hubiese pertenecido a ella: «Era tan valiente que estuvo en ETA, pero tan inteligente que luego se salió». De nada servía alegar que era un poco más inteligente haberse ahorrado ese camino de ida y vuelta. Solo los ex etarras tenían la social y sobreentendida autorización necesaria para condenar a ETA. Más tarde ese pintoresco «máster moral» se fue ampliando socialmente y se exigía que por lo menos se fuera de izquierdas para abominar de los asesinos. Después se exigía que se fuera un especialista en ETA o en su defecto un doctorado en historiografía o en antropología vascas. Solo si eras un erudito en mitos y nacionalismo podías condenar con alguna legitimidad el tiro en la nunca a un pobre paisano.”
Julián Marías, lo que sí hace –sin nombrarlos, por cierto– es ponernos al descubierto el carácter de los nacionalismos en España. En su artículo “Voto final”, aparecido en El País de 9 de noviembre de 1978 (reproducido en parte en uno de los capítulos finales de su libro España inteligible, publicado por primera vez en 1985), y coincidiendo con la finalización del texto constitucional para el que Julián Marías, a pesar de todos sus reparos, pidió finalmente el voto afirmativo, dice esto de los nacionalismos en España. Obsérvese cómo lo que dijo entonces, hace ahora casi cincuenta años ya, no ha perdido ni un ápice de actualidad. Parece mentira que la política española siga hoy igual o peor en este punto en concreto, que probablemente es el más determinante de todo lo que nos ocurre como nación y de cuya resolución satisfactoria depende nuestro futuro. Definitivamente, no hemos aprendido nada:
“Un error bastante difundido es la creencia de que existen movimientos «separatistas»; si se plantean las cosas así, no se entiende nada. Puede haber tal o cual individuo o grupo separatista en algunas regiones españolas, pero no tienen ninguna importancia, desentonan y perturban a sus paisanos. Ninguna región quiere separarse del resto de España, ningún partido mínimamente responsable lo propone. Las manifestaciones separatistas son simples números de circo, a cargo de los que no conocen medios más nobles de alcanzar alguna notoriedad. Pero esto, en sí mismo bueno, no es suficiente. Hay en algunas regiones fracciones considerables y, sobre todo, fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin crítica por su región propia. No se les ocurre siquiera «separarse», porque necesitan la totalidad de España para subsistir económica, social, demográfica, políticamente; incluso para que la sociedad general corra con los gastos originados por las lenguas particulares y hasta para que el poder del Estado imponga su obligatoriedad y no queden abandonadas a la espontaneidad social y a las leyes análogas a las de la oferta y la demanda. Esta insolidaridad no me parece demasiado simpática, pero esto no es lo más importante; lo grave es que es un error, debido a la miopía, ya que sin la prosperidad de España en su conjunto todas sus regiones sin excepción están condenadas a una vida precaria, y esa insolidaridad lleva directamente a un angostamiento que desemboca inexorablemente en el provincianismo o el aldeanismo. Pero no es esto lo que más me inquieta. En algunos núcleos políticos -que no son los más extremosos ni explosivos- late la voluntad de desarticular la estructura nacional de España. Es decir, no se limitan a conseguir tales o cuales medidas que juzguen favorables a su región particular, sino que tienen obvio interés en manipular aquellas otras que consideran ajenas y de las que se sienten insolidarios. Esta actitud no existe, creo yo, entre los habitantes de ninguna región española; ninguna región en conjunto, ninguna porción estimable de su población como tal participa de ella. Se trata de grupos extremadamente minoritarios, pero con suficiente capacidad de control de partidos, asociaciones y medios de comunicación. Su influencia en la génesis del texto constitucional ha sido notoria y absolutamente desproporcionada a su importancia real.”
Después de leer estas reflexiones tan tremendamente lúcidas y actuales, escritas en 1978, no lo olvidemos, volvemos a la pregunta central que nos formulamos aquí: ¿no es cierto que extraña que Julián Marías no entrara a saco en el tema del terrorismo, que asolaba entonces al País Vasco y Navarra y que ya había cometido también tremendos atentados en Madrid? De momento, la única explicación que tengo para ello es que a nuestro autor le diera una pereza infinita tener que someter su opinión al dictamen de los guardianes del relato del terrorismo de ETA, la mayoría, por no decir todos, vascos con apellido eusquérico.
Acabo de encontrar un artículo que explicaría el silencio de Julián Marías sobre el terrorismo que asolaba al País Vasco en los años ochenta y noventa sobre todo (aunque, como sabemos, no terminó su carrera criminal hasta 2011). Pero no por eso me voy a desprender del todo de mi hipótesis sobre el papel de “los guardianes del relato del terrorismo de ETA”, a los que quizás habría que dedicar atención particularizada más adelante. Se trata del titulado “Los vascos del siglo XV”, aparecido originalmente en ABC el 11 de febrero de 1999 y recogido luego en su libro Ser español (publicado en el 2000), de donde lo consulto. Dice Marías: “Hay algunas regiones en que ciertos factores han hecho posible la existencia de esos grupos dedicados a la general falsificación y suplantación de lo real. (…) En todas partes hay pequeños grupos de resentidos, convencidos de su carencia de importancia, que han descubierto la posibilidad de alcanzar algún poder y una participación en los presupuestos, al menos locales. Creo que es un error hablar de todo esto más allá de lo indispensable. Se le da una resonancia que por supuesto no merece, y que no alcanzaría nunca sin ayuda ajena. El que los nombres y los rostros de personas sin el menor interés aparezcan constantemente en las publicaciones o en las pantallas no tiene la mejor justificación y sirve para que logren un influjo que por sí mismas nunca alcanzarían. ¿Quiere esto decir que frente a todos estos fenómenos se debe guardar silencio? Creo que es menester señalar, lo más concisamente posible, la falsedad de lo falso, la desfiguración de lo real, con las pruebas pertinentes. Y nada más. No hay que entrar en el juego de las «polémicas», los «debates» con los que no tienen el menor respeto a la realidad ni a las reglas del juego. Otra cosa es cuando pasan a los hechos desde la negación o la violación de las normas vigentes, es decir, de la legalidad. Esto no se puede aceptar, y hay que poner en marcha los mecanismos previstos por las leyes para que estas se cumplan. (…) Y no digamos si se trata de la violencia, la coacción, el atropello o el terrorismo. Con esto no se puede transigir con ningún pretexto; hay que tomarlo absolutamente en serio. Ante los números de circo es aconsejable desentenderse de ellos y no prestarles atención y resonancia, esto es, la realidad de que carecen. Frente a las conductas delictivas no es lícito encogerse de hombros, menos aún ser cómplices de ellas.”
Bueno, por lo menos, encuentro por primera vez el término “terrorismo” en los escritos de Julián Marías. No podía ser que no lo tratara, aunque fuera de soslayo. Por la fecha del texto, febrero de 1999, estábamos en la época inmediatamente posterior al llamado Pacto de Estella-Lizarra, cuando el nacionalismo cerró filas tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco y que excluía y pretendía aislar al PSE y al PP vasco y en medio de una tregua de ETA rota poco después con algunos de los asesinatos más despiadados de la banda terrorista.
Estoy leyendo últimamente toda la obra de Julián Marías, el filósofo español más importante de la segunda mitad del siglo XX, fallecido en 2005 a los 91 años, y me maravilla su visión de España y de los españoles, sobre todo el sano orgullo y la prudente ponderación con que presenta su historia y su porvenir. Fue soldado republicano en el Madrid de la Guerra Civil, aunque dedicado a tareas administrativas y de traducción de textos para sus superiores. En los momentos finales de aquella infausta contienda, participó activamente en el golpe del coronel Casado ayudando a Julián Besteiro, que se había comprometido con dicha iniciativa, con el objetivo de acortar la guerra y evitar mayores sufrimientos a la población civil, ante el propósito del presidente del gobierno de la República, Juan Negrín, de continuarla a toda costa.
Comenzado el régimen franquista, fue denunciado como agente del gobierno republicano por alguno de sus antiguos amigos y pasó varios meses en la cárcel, de la que salió sin cargos. Vivió en España durante todo el periodo franquista y nunca se planteó irse al exilio. No obstante, no pudo trabajar donde más le hubiera gustado, como profesor universitario, debido a que se negó a prestar el preceptivo juramento como funcionario del Estado.
En el periodo que sigue a la muerte del general Franco, se aprestó a vivir con impaciencia la llegada de una democracia liberal por la que siempre había abogado. Su prestigio intelectual alcanzado para entonces, aquilatado por sus exitosas publicaciones filosóficas durante todo el franquismo, así como por sus visitas y estancias temporales en algunas de las principales universidades de Estados Unidos y de diversos países de Iberoamérica y del resto de Europa, le llevaron a ser reclamado por el presidente Adolfo Suárez, así como por el Rey Juan Carlos I, para pedirle consejo político. Fue nombrado Senador por designación real en las Cortes Constituyentes, encargadas de elaborar la Constitución de 1978 y protestó enérgicamente en la prensa, donde disponía de tribunas de opinión en los principales diarios del país, por la no inclusión del término “nación” para referirse a España, o por la inclusión del término “nacionalidades” para referirse a las regiones que habían aprobado estatutos de autonomía en la Segunda República.
Fue un comentarista prestigioso de todo el periodo que se abre con el nuevo régimen constitucional. Y opinó sobre los principales elementos que contribuyeron a la conformación de la democracia en España, tanto en sus aspectos positivos como negativos, así como en sus puntos fuertes o en sus debilidades, sin tener ninguna sujeción de ningún partido ni servidumbre de ningún centro de poder. Pero, visto en perspectiva, siendo el terrorismo de ETA, como lo fue entonces, una verdadera lacra, con casi cien asesinatos anuales en los dos años inmediatamente posteriores a la aprobación de la Constitución, considerándose esta circunstancia como uno de los elementos desestabilizadores que llevaron al golpe de Estado de Tejero en 1981, me llama la atención poderosamente el hecho de que, en todo lo que llevo leyendo de Julián Marías (libros de historia, sociología, memorias y recopilaciones de artículos), teniendo en cuenta, incluso, que estuvo en el País Vasco en varias ocasiones, dando conferencias, y que publicaba también habitualmente tribunas de opinión en El Correo de Bilbao, resulta que Julián Marías en ningún momento entra a analizar el terrorismo de ETA como elemento político que perturba de modo lacerante la consecución de la democracia en España, un fenómeno que no solo estaba asolando entonces el País Vasco y Navarra, sino que incluso salpicaba también puntualmente, con atentados especialmente sangrientos, la misma capital del Estado, Madrid, que era donde vivía Julián Marías.
Encontré una noticia en El Correo, de 11 de diciembre de 1980, donde no habla directamente Julián Marías, sino que es el periodista que hace la crónica quien recoge lo siguiente: “Tras comentar que la locura colectiva todavía es posible y que acaso el País Vasco esté viviendo esta situación, el filósofo Marías pidió calma al pueblo español y afirmó que es necesario que las regiones puedan cometer sus propios errores y posteriormente enmendarlos”. Esto lo dijo en una conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI de Madrid, de la que el periodista destaca también esto: “España está todo lo bien que puede estar cualquier país europeo, dijo el filósofo. Nuestros problemas no son mayores que los de otras naciones, pero nos encontramos ante una seria dificultad: es más grave lo que se dice que pasa que lo que realmente ocurre”. Cuesta creer en Julián Marías que hablara del terrorismo en esos términos, diciendo “que es necesario que las regiones puedan cometer sus propios errores y posteriormente enmendarlos” o que “es más grave lo que se dice que lo que pasa”, cuando justamente en 1980 y en los años anteriores ETA se estaba cebando con los cuadros de la UCD vasca, que quedaron prácticamente aniquilados y los que quedaron vivos fueron espantados del País Vasco, después de una campaña sañuda de atentados contra ellos, lo mismo que se hizo contra toda la derecha vasco-navarra en general. Por no hablar, claro, de los guardias civiles, policías nacionales y militares asesinados para entonces.
Luego, en las memorias Una vida presente, ya en el último volumen y haciendo mención a cosas que hizo en 1985, me encontré con esto: “De vuelta a España estuve en Barcelona, luego en San Sebastián y en Vitoria, encontré en todas partes auditorios numerosos, receptivos, cordiales; hacía mucho tiempo que no hablaba en San Sebastián, y lo hacía por primera vez en Vitoria, ciudad donde no había estado en más de treinta años; me sorprendió que el País Vasco, a pesar de todo, de las pintadas agresivas o simplemente estúpidas –algunas en inglés–, de los sucesos atroces que en ocasiones leemos, conservara tanto encanto y atractivo. En San Sebastián dije: «Esta ciudad es deliciosa trescientos sesenta días al año». Me dijeron que era demasiado optimista, y concedí: «Bueno, digamos trescientos cincuenta»” (Una vida presente, III, 341).
También estuvo en Bilbao, varias veces. Una de las últimas fue invitado a los actos con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Miguel de Unamuno, organizados por el ayuntamiento de la villa, en 1986, y con ese motivo escribió esto en sus memorias: “La verdad es que cuantas veces he visitado las ciudades vascas en estos últimos años he encontrado una avidez por escuchar una palabra sincera, un afán de verdad, sorprendente y alentador en circunstancias en que está tan velada por la «historia-ficción», los intereses o simplemente el miedo. Pienso cuánta falta haría ahora Don Miguel de Unamuno, cuyo valor consistió en gran parte en su valentía, en su capacidad de decir lo que pensaba y lo que sentía, dotado además de un talento expresivo que no es frecuente en su pueblo. ¿No habrá dejado herederos? ¿No habrá nadie que pueda tomar su palabra allí donde la dejó? La reacción vasca a las cosas que he dicho me hace imaginar cuál sería si alguien vasco hablase verazmente y desde dentro, hiciese la gran llamada capaz de disipar los trampantojos” (Una vida presente, III, 377-378).
Como acabamos de comprobar, se limita a decir “pintadas agresivas o simplemente estúpidas”, “sucesos atroces”, “miedo”, “historia-ficción”, pero no se ve nada contundente, que es lo que se podría esperar de alguien de su sensibilidad y civismo, que haga evidente para el lector la situación perfectamente anómala, horrenda en cuanto a pérdida de libertades, imperio del terror y ausencia de una vida social mínimamente digna que permitiera poder expresarse como uno quisiera.
Y no sé por qué me da, además, que, para Julián Marías, como para todo español que vive fuera del País Vasco, ser vasco, ser parte de ese “pueblo”, solo correspondería a quienes “naturalmente” forman parte de él (lo comprobaré, no obstante, cuando estudie lo que él piensa de Cataluña, a la que, como ya he dicho, sí le dedicó su atención en profundidad). Creo que Julián Marías, como la generalidad de la intelectualidad española, no es consciente de que más de la mitad del pueblo vasco está formada por gentes como Imanol Pradales y Aitor Esteban, procedentes de la meseta castellana, que no tienen nada que ver con el concepto de vasco, que me parece que maneja Marías por su trato intelectual con Unamuno. Y ahí hay también un hándicap importante a la hora de tratar lo que pasa políticamente aquí.
En Julián Marías, que tan explícito y claro resulta para otras realidades, para otras problemáticas, incluso muy lejanas tanto en el tiempo como en el espacio, no encontramos nada de todo aquello tan terrible que vivimos en el País Vasco en los años ochenta y noventa del siglo pasado y que todo el mundo que lo vivió sabe muy bien de lo que hablo y que lo continuaríamos padeciendo hasta por lo menos 2011, la fecha de cese final de la actividad terrorista. Mi hipótesis (salvo que pueda encontrar algún artículo del propio Julián Marías que me haga cambiar de opinión) es que no quería entrar en el tema del terrorismo directamente, sobre todo por pensar que no conocía todas las claves, en la medida que a él le gustaba abordar los problemas, para tener su propia opinión y poderla expresar de modo seguro. Y creo que al hecho de no conocer esas claves contribuyó poderosamente una suerte de corriente de opinión, que podríamos denominar de los expertos en el tema vasco o, como digo en el título, de “los guardianes del relato del terrorismo de ETA”, que se afanó en construir una imagen de nebulosa sobre las causas del terrorismo vasco, apelando a arcanos y a misterios insondables que estarían en la base de las acciones terroristas, tales como el fuerismo, el carlismo, la limpieza de sangre, la hidalguía universal, el origen ancestral del pueblo vasco, el misterio de su idioma vernáculo, incluso el milenarismo, el matriarcado o la brujería, temas todos ellos a los que no se había prestado mucha atención hasta entonces por la población española en general y en particular por sus clases ilustradas, y que dieron a quienes los cultivaban una suerte de patente de exclusividad que les permitía así concebirse a sí mismos como un grupo poderoso de opinión, capaz de excluir, silenciar o ningunear a quienes no pertenecieran a él, radicado tanto en el País Vasco como en Madrid, singularmente alrededor del periódico El País, y que transmitían lo que se debía decir y opinar –desde una autoridad de la que se sentían poseedores en exclusiva y, al parecer, consentida por los demás– sobre el terrorismo de ETA, sobre el nacionalismo vasco y sobre, en general, la historia y el presente del País Vasco. Un círculo curiosamente formado por gentes de apellido eusquérico preferentemente (o más bien únicamente), vascos sin ninguna duda, porque para opinar sobre el tema vasco había que ser principalmente vasco, tanto en el País Vasco como en Madrid, y esta condición, como se encargaba el nacionalismo y singularmente el PNV de transmitir, solo se podía ser y certificar teniendo apellido eusquérico.
Un periodista testigo en primera fila de aquellos años, como era (y sigue siendo) Iñaki Ezkerra, ilustra muy bien lo que quiero decir sobre esos guardianes del relato del terrorismo de ETA. En su artículo “La impostura yihadista”, publicado en ABC el 8 de diciembre de 2015, el primer párrafo dice esto: “Fue un curioso fenómeno que se dio en el País Vasco de la década de los ochenta, en los llamados «años de plomo». Proliferó por mi tierra una pintoresca y paraintelectual fauna de «profes profetas» que se empeñaba en hacer del terrorismo etarra una cuestión antropológica y explicaba las inextricables claves del fenómeno terrorista en artículos, conferencias y libros más inextricables aún que solían llevar títulos al estilo de «ETA versus etnicismo», «Violencia versus mímesis tribal», etc. El latinajo con tufillo a seminario era imprescindible para darles a aquellas comidas de tarro una aparente pátina académica. Más que para aclarar nada, aquellas diarreas mentales para lo que sirvieron fue para oscurecer, mitificar y mistificar algo tan burdo y, por desgracia, tan universal como el fanatismo; para concederle una profundidad laberíntica que no tenía, así como para inhibir de condenar el crimen a gente insegura que lo hubiera hecho en otro contexto menos tibio y enrarecido. Parecía como si para pronunciarse sobre esa banda terrorista, y no digamos ya «contra ella», hubiera que ser doctor en algo: en sociología, en filología vasca, en Historia del arte o de las religiones; como si hubiera que ser preferentemente antropólogo, como digo. Hoy el mundo de ETA quiere falsear la Historia, pero hubo un tiempo sorprendentemente cercano en el que trató de salirse de ella y manipular la propia Prehistoria. La operación no era inocente. De lo que trataban aquellos «nuevos antropólogos» era de situar a ETA en el oscurantista terreno de una complejísima, atávica, étnica y telúrica especificidad vasca, para blindarla y sustraerla del juicio cartesiano, histórico, político, ético y, si colaba, hasta penal”.
Merecería la pena rastrear las obras que en los años ochenta contribuyeron a crear esa costra intelectualoide, esa farfolla pseudoacadémica con la que el terrorismo de ETA, y el nacionalismo vasco en general, alcanzó una prestancia, digamos “cultural” pero de la peor especie, que daba a sus propios protagonistas y matarifes una aureola de leyenda insospechada incluso para ellos, cuando empezaron a cometer salvajadas. Pero que contribuyó lo suyo, a mi juicio, para legitimar al nacionalismo vasco como dueño y señor del País Vasco y para conferir al terrorismo una representación actualizada de lo más telúrico de la realidad vasca que, si no provocó más asesinatos (lo cual estaría por ver en todo caso), lo que es seguro es que no ayudó lo más mínimo a que terminaran antes. Y de rebote consiguió también –repito que de momento lo considero solo una hipótesis– ahuyentar a gente como Julián Marías, que prefirió no enfrentarse a esa nomenclatura de lo intelectualmente correcto a la hora de opinar sobre el tema ETA o el tema vasco en general, en aquellos tiempos. Porque el caso es que Julián Marías sí se construyó una opinión propia sobre Cataluña, por ejemplo, y escribió un libro al respecto y multitud de artículos, pero sobre el País Vasco no hizo nada parecido ni de lejos. Y no creo que lo hiciera solo porque su maestro Ortega también se ocupó preferentemente del problema catalán, que era mucho más acuciante que el vasco en el primer tercio del siglo XX. Pero lo que es cierto es que en la segunda mitad del siglo XX, aquella a la que Julián Marías pertenecía generacionalmente, el problema territorial para España era el vasco, más que el catalán y a lo más que llegó fue a escribir un libro sobre el bilbaíno Miguel de Unamuno, donde recogía su obra primera, específicamente vasca, como es Paz en la guerra, pero donde le preocupan casi más los aspectos teóricos y técnicos de su construcción, que propiamente su contenido. Se podría decir que su vinculación con el País Vasco era únicamente a través de Unamuno.
En otro artículo que he encontrado del propio Iñaki Ezkerra, anterior al que acabo de citar, precisaba aún más el protagonismo de estos guardianes del relato terrorista. Se titula con uno de los términos que utiliza para calificarles en el artículo que hemos visto antes –“Prof-ETA” lo tituló–, y se publicó en El Correo del 3 de diciembre de 2007. Allí se dice esto: “La historia de la lucha contra ETA ha sido la historia de las cambiantes y progresivas descalificaciones a quienes trataban de luchar contra ella. Hace tres décadas se llegaba al delirio tácitamente asumido de exigir a quien se pronunciaba contra esa banda que hubiese pertenecido a ella: «Era tan valiente que estuvo en ETA, pero tan inteligente que luego se salió». De nada servía alegar que era un poco más inteligente haberse ahorrado ese camino de ida y vuelta. Solo los ex etarras tenían la social y sobreentendida autorización necesaria para condenar a ETA. Más tarde ese pintoresco «máster moral» se fue ampliando socialmente y se exigía que por lo menos se fuera de izquierdas para abominar de los asesinos. Después se exigía que se fuera un especialista en ETA o en su defecto un doctorado en historiografía o en antropología vascas. Solo si eras un erudito en mitos y nacionalismo podías condenar con alguna legitimidad el tiro en la nunca a un pobre paisano.”
Julián Marías, lo que sí hace –sin nombrarlos, por cierto– es ponernos al descubierto el carácter de los nacionalismos en España. En su artículo “Voto final”, aparecido en El País de 9 de noviembre de 1978 (reproducido en parte en uno de los capítulos finales de su libro España inteligible, publicado por primera vez en 1985), y coincidiendo con la finalización del texto constitucional para el que Julián Marías, a pesar de todos sus reparos, pidió finalmente el voto afirmativo, dice esto de los nacionalismos en España. Obsérvese cómo lo que dijo entonces, hace ahora casi cincuenta años ya, no ha perdido ni un ápice de actualidad. Parece mentira que la política española siga hoy igual o peor en este punto en concreto, que probablemente es el más determinante de todo lo que nos ocurre como nación y de cuya resolución satisfactoria depende nuestro futuro. Definitivamente, no hemos aprendido nada:
“Un error bastante difundido es la creencia de que existen movimientos «separatistas»; si se plantean las cosas así, no se entiende nada. Puede haber tal o cual individuo o grupo separatista en algunas regiones españolas, pero no tienen ninguna importancia, desentonan y perturban a sus paisanos. Ninguna región quiere separarse del resto de España, ningún partido mínimamente responsable lo propone. Las manifestaciones separatistas son simples números de circo, a cargo de los que no conocen medios más nobles de alcanzar alguna notoriedad. Pero esto, en sí mismo bueno, no es suficiente. Hay en algunas regiones fracciones considerables y, sobre todo, fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin crítica por su región propia. No se les ocurre siquiera «separarse», porque necesitan la totalidad de España para subsistir económica, social, demográfica, políticamente; incluso para que la sociedad general corra con los gastos originados por las lenguas particulares y hasta para que el poder del Estado imponga su obligatoriedad y no queden abandonadas a la espontaneidad social y a las leyes análogas a las de la oferta y la demanda. Esta insolidaridad no me parece demasiado simpática, pero esto no es lo más importante; lo grave es que es un error, debido a la miopía, ya que sin la prosperidad de España en su conjunto todas sus regiones sin excepción están condenadas a una vida precaria, y esa insolidaridad lleva directamente a un angostamiento que desemboca inexorablemente en el provincianismo o el aldeanismo. Pero no es esto lo que más me inquieta. En algunos núcleos políticos -que no son los más extremosos ni explosivos- late la voluntad de desarticular la estructura nacional de España. Es decir, no se limitan a conseguir tales o cuales medidas que juzguen favorables a su región particular, sino que tienen obvio interés en manipular aquellas otras que consideran ajenas y de las que se sienten insolidarios. Esta actitud no existe, creo yo, entre los habitantes de ninguna región española; ninguna región en conjunto, ninguna porción estimable de su población como tal participa de ella. Se trata de grupos extremadamente minoritarios, pero con suficiente capacidad de control de partidos, asociaciones y medios de comunicación. Su influencia en la génesis del texto constitucional ha sido notoria y absolutamente desproporcionada a su importancia real.”
Después de leer estas reflexiones tan tremendamente lúcidas y actuales, escritas en 1978, no lo olvidemos, volvemos a la pregunta central que nos formulamos aquí: ¿no es cierto que extraña que Julián Marías no entrara a saco en el tema del terrorismo, que asolaba entonces al País Vasco y Navarra y que ya había cometido también tremendos atentados en Madrid? De momento, la única explicación que tengo para ello es que a nuestro autor le diera una pereza infinita tener que someter su opinión al dictamen de los guardianes del relato del terrorismo de ETA, la mayoría, por no decir todos, vascos con apellido eusquérico.
Acabo de encontrar un artículo que explicaría el silencio de Julián Marías sobre el terrorismo que asolaba al País Vasco en los años ochenta y noventa sobre todo (aunque, como sabemos, no terminó su carrera criminal hasta 2011). Pero no por eso me voy a desprender del todo de mi hipótesis sobre el papel de “los guardianes del relato del terrorismo de ETA”, a los que quizás habría que dedicar atención particularizada más adelante. Se trata del titulado “Los vascos del siglo XV”, aparecido originalmente en ABC el 11 de febrero de 1999 y recogido luego en su libro Ser español (publicado en el 2000), de donde lo consulto. Dice Marías: “Hay algunas regiones en que ciertos factores han hecho posible la existencia de esos grupos dedicados a la general falsificación y suplantación de lo real. (…) En todas partes hay pequeños grupos de resentidos, convencidos de su carencia de importancia, que han descubierto la posibilidad de alcanzar algún poder y una participación en los presupuestos, al menos locales. Creo que es un error hablar de todo esto más allá de lo indispensable. Se le da una resonancia que por supuesto no merece, y que no alcanzaría nunca sin ayuda ajena. El que los nombres y los rostros de personas sin el menor interés aparezcan constantemente en las publicaciones o en las pantallas no tiene la mejor justificación y sirve para que logren un influjo que por sí mismas nunca alcanzarían. ¿Quiere esto decir que frente a todos estos fenómenos se debe guardar silencio? Creo que es menester señalar, lo más concisamente posible, la falsedad de lo falso, la desfiguración de lo real, con las pruebas pertinentes. Y nada más. No hay que entrar en el juego de las «polémicas», los «debates» con los que no tienen el menor respeto a la realidad ni a las reglas del juego. Otra cosa es cuando pasan a los hechos desde la negación o la violación de las normas vigentes, es decir, de la legalidad. Esto no se puede aceptar, y hay que poner en marcha los mecanismos previstos por las leyes para que estas se cumplan. (…) Y no digamos si se trata de la violencia, la coacción, el atropello o el terrorismo. Con esto no se puede transigir con ningún pretexto; hay que tomarlo absolutamente en serio. Ante los números de circo es aconsejable desentenderse de ellos y no prestarles atención y resonancia, esto es, la realidad de que carecen. Frente a las conductas delictivas no es lícito encogerse de hombros, menos aún ser cómplices de ellas.”
Bueno, por lo menos, encuentro por primera vez el término “terrorismo” en los escritos de Julián Marías. No podía ser que no lo tratara, aunque fuera de soslayo. Por la fecha del texto, febrero de 1999, estábamos en la época inmediatamente posterior al llamado Pacto de Estella-Lizarra, cuando el nacionalismo cerró filas tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco y que excluía y pretendía aislar al PSE y al PP vasco y en medio de una tregua de ETA rota poco después con algunos de los asesinatos más despiadados de la banda terrorista.