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La Tribuna del País Vasco
Lunes, 19 de Mayo de 2025 Tiempo de lectura:

El grito de Europa: los pueblos contra el totalitarismo de Bruselas

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Las elecciones en Portugal, Rumanía y Polonia han dejado un mensaje ensordecedor: los pueblos europeos están diciendo basta. Basta a la arrogancia de unas élites burocráticas y políticas que han secuestrado el espíritu democrático del continente. Basta a las políticas impuestas desde Bruselas que ignoran la voluntad y las necesidades reales de los ciudadanos. Basta al experimento social que convierte la identidad europea en un laboratorio woke, multicultural y desarraigado.

 

Lo que se ha visto no es un fenómeno aislado. Es una tendencia continental. En Portugal, el ascenso meteórico de Chega, con más del 22% del voto, ha dinamitado la hegemonía alternante entre socialistas y conservadores domesticados. En Rumanía, la fuerte presencia del candidato ultranacionalista George Simion, aunque derrotado, ha demostrado que existe una corriente profunda de hartazgo popular. Y en Polonia, el candidato soberanista Karol Nawrocki ha pasado con fuerza a la segunda vuelta, desafiando al establishment liberal que domina la capital y los salones europeos.

 

Estos partidos —conservadores de nuevo cuño, soberanistas, identitarios— son presentados sistemáticamente por los medios del sistema como “ultras”, “populistas” o “peligrosos”. Pero, ¿de qué se les acusa realmente? ¿De querer proteger la frontera nacional? ¿De querer poner freno a una inmigración masiva que desestructura las sociedades? ¿De defender la familia, la libertad religiosa, el trabajo y el sentido común frente al dogma climático, la ingeniería de género y la burocracia sin alma de Bruselas?

 

La Unión Europea ya no es una unión de naciones soberanas en cooperación; es una estructura tecnocrática que legisla desde arriba con una agenda ideológica cada vez más radicalizada. En nombre del clima, impone medidas que asfixian a agricultores y transportistas. En nombre de los derechos humanos, impone cuotas migratorias a países que nunca fueron consultados. En nombre de la inclusión, impone lenguajes distorsionados, normas educativas reprogramadoras y censura disfrazada de “moderación de contenidos”.

 

Y todo ello sostenido por unas élites —socialistas, liberales y hasta “conservadoras”— enquistadas en el poder, muchas veces corruptas, desconectadas de la realidad, protegidas por prebendas, por sueldos blindados y por una red institucional que las convierte en inmunes a la voluntad popular. En muchos casos, han hecho del Parlamento Europeo una jubilación dorada o una plataforma para seguir gobernando sin haber sido elegidos por nadie más que sus partidos.

 

Los buenos resultados de estos nuevos movimientos no son una amenaza para Europa: son su única esperanza. Porque no son partidos “antisistema” en el sentido que pretende caricaturizarlos la prensa al servicio del pesebre oficial; son partidos que quieren devolver el poder a los pueblos, recuperar la soberanía, restaurar el vínculo entre la nación y sus ciudadanos.

 

El voto conservador y soberanista no es un voto de odio; es un voto de amor a la ptria, a la familia, al orden, a la libertad.  Es un voto que rechaza tanto el socialismo burocrático como el liberalismo desalmado. Es un voto que clama por el derecho de cada nación a decidir su propio destino, a defender su cultura, a regular sus fronteras y a rechazar imposiciones extranjeras.

 

Europa está despertando. Y en ese despertar, muchos han dejado de temer la etiqueta de “ultraderechistas” que los medios vendidos lanzan como anatema. Porque han comprendido que esa etiqueta ya no significa nada más que esto: oponerse al dogma obligatorio de Bruselas.
 

Puede que esta Europa soberanista todavía no haya ganado la guerra cultural, pero está ganando las batallas. Y lo hace, no con la complicidad de los poderosos, sino con la fuerza de la voluntad popular.

 

Es, sencillamente, la revancha de los pueblos.

 

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