El largo invierno identitario de los expatriados interiores del País Vasco
En el tejido social vasco conviven hoy varias realidades conciliables sólo a la fuerza. Por un lado, una identidad institucional hegemónica basada en el euskera y de obligado cumplimiento; por otro, una filia emocional hacia el discurso progresista multicéfalo hoy del Estado español, en general hijos y nietos de antiguos inmigrantes de otras zonas del país, pero que tampoco consigue su lugar, a este se añaden los hijos de viejas familias locales no alineadas con el nacionalismo, y ello sin contar los expulsados por la violencia. Es un espacio de completa anomia: carecen de reglas que orienten su pertenencia y sufren la presión de la exigencia hegemónica sin contrapeso efectivo por culpa de las altas alianzas.
Aquellas herencias de solidaridad obrera y compromiso social, o de burguesía constructora no identitaria, transmitidas por padres y abuelos, perdieron su fuerza como código dominante cuando se estableció el modelo único de pertenencia identitaria. La ética de clase que vigorosamente tejieron sindicatos y cooperativas en el siglo XX se diluyó ante la uniformización identitaria. Las herencias obreras y empresariales no nacionalistas, en lugar de convertirse en vectores de identidad híbrida, han sido domesticas por la lógica foral: sin un reconocimiento explícito, carecen de fuerza simbólica.
Al mismo tiempo, las nuevas normas —dominar el euskera y asumir el relato nacionalista— no fueron nunca interiorizadas por este colectivo. El resultado es un paisaje moral sin brújula: ni la vieja ética de clase ni la ortodoxia progresista que no domina en el territorio, les ofrecen un marco de referencia legítimo, y sobreviven en un limbo de desregulación donde nada garantiza sus derechos ni sus expectativas.
El anhelo de ser “ciudadanos de primera” —escolaridad, estabilidad laboral, acceso a subvenciones y reconocimiento social— exige la unción al yugo identitario vasquista, reservada a quienes manejan el euskera oficial y repiten el discurso imperante, y para vivir la superioridad moral que no sea vasquista ha de acudirse a la legitimidad progresista estatal de hoy, la meca de las alianzas hibridas de “progreso”. Esa discrepancia genera un fuerte desgaste: algunos participan en actos que violan su conciencia más íntima, por ejemplo funerales por tus padres, que tú los quieres en castellano y te los tienes que tragar en euskera volens nolens, otros se retiran a espacios comunitarios informales, y otros intentan forjar nuevas formas de pertenencia a través de asambleas interculturales o círculos ciudadanos de fácil absorción de nuevo por el identitarismo beligerante vasquista.
La desconexión con la lengua y las narraciones familiares produce un sentimiento de orfandad simbólica. El bloqueo de metas —no acceder al empleo público ni liderar proyectos culturales sin alinearse con la ortodoxia— añade frustración e ira, que suelen traducirse en abstención electoral, bajo compromiso cívico o, en ocasiones, en protestas de escaso alcance, rápidamente señaladas por los medios como extravagantes y con masiva presencia policial.
La distribución de recursos y oportunidades se articula casi exclusivamente en función de la competencia lingüística y la lealtad política. La vieja red de mutualismo histórico —sindicatos, asociaciones obreras, patronales clásicas— carece hoy de canales formales para reproducirse. Un acceso al bienestar económico uncido al aparato identitario, agrava la sensación de impotencia de quienes no encajan en sus reglas y desplaza cualquier territorio de solidaridad previa.
Clientelismo cruzado es el intercambio de ayudas y subvenciones entre partidos autonómicos y estatales —sobre todo en parlamentos y en la canalización de fondos a empresas— que refuerza la centralidad del aparato identitario. Cualquier proyecto ciudadano requiere nodos de acceso dependientes de esos circuitos.
Silenciamiento de la discrepancia: La discordancia política se reduce al ámbito privado, expresar opiniones críticas o usar términos tabú fuera del hogar es objeto de curiosidad malsana, se puede hacer incluso experimentos divertidos con esto: dígase únicamente PNV o ETA en voz baja en un bar de hoy en día, y girarán sutilmente todos los oídos y rabillos de ojo de las cercanías. El resultado es un encubrimiento social del conflicto y la atomización de los disidentes.
El caso de estos “vascos mestizos” muestra hasta qué punto la eliminación de referentes comunitarios y la imposición de un solo guión identitario puede generar un espacio de anomia profunda. La urgencia ahora no está en debatir teorías académicas, sino en habilitar canales de reconocimiento reales: no ceñir la memoria a la represión franquista, legitimar modos diversos de bilingüismo, crear foros de deliberación que no exijan dogmas lingüísticos ni lealtades políticas previas. Solo así se podrá articular un nosotros inclusivo, cimentado en la pluralidad viva de experiencias y en el respeto a los derechos de cada familia.
Caminos para un nosotros inclusivo, aún utópico
Reconocimiento y límites: No basta con legitimar las identidades mixtas; hace falta también establecer topes explícitos al monopolio identitario en el acceso a recursos y representación. Esto implica:
Diseñar mecanismos de control parlamentario que impidan alianzas clientelistas exclusivas con la minoría identitaria.
Introducir fórmulas de equilibrio en los órganos forales que garanticen pluralidad de relatos y veto a caprichos mayoritarios.
Foros deliberativos de contrapeso: Crear espacios ciudadanos independientes de la estructura partidista, con reglas claras que eviten el dominio de un solo guion cultural. Pueden incluir: Consejos de pluralismo cultural con miembros elegidos por sorteo y cuotas territoriales. Comités de evaluación de subvenciones en los que la representación identitaria única quede limitada. Políticas de equilibrio: Establecer topes en los programas de financiación cultural y educativa para evitar la saturación de proyectos solo identitarios vasquistas. Fomentar el bilingüismo real mediante incentivos a iniciativas mixtas.
Aunque estas propuestas hoy pueden parecer utópicas —dado el arraigo del sistema vigente—, y puedan ser sorteadas con trampa, pero sin ellas u otras similares por arbitrar no será posible romper el círculo cerrado de la hegemonía identitaria y articular un tejido social donde convivan historias y lenguas sin imposiciones monolíticas. Algo que no puede partir desde dentro, sino desde el estado nacional que entrega a la expatriación práctica en su propio territorio a ciudadanos a cambio de clientelismos de altas esferas, y además con la UE que endosa por defecto estas políticas, pero que tiene casos iguales o peores que el del País Vasco o Cataluña, pero también muy evidentes:
![[Img #28210]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/05_2025/7581_fondo.jpg)
Frente a la Europa de los derechos de las nacionalidades de beligerancia identitaria, habrá que proponer los derechos de la Europa de los expatriados en su propio territorio por la beligerancia y el clientelismo cruzado.
En el tejido social vasco conviven hoy varias realidades conciliables sólo a la fuerza. Por un lado, una identidad institucional hegemónica basada en el euskera y de obligado cumplimiento; por otro, una filia emocional hacia el discurso progresista multicéfalo hoy del Estado español, en general hijos y nietos de antiguos inmigrantes de otras zonas del país, pero que tampoco consigue su lugar, a este se añaden los hijos de viejas familias locales no alineadas con el nacionalismo, y ello sin contar los expulsados por la violencia. Es un espacio de completa anomia: carecen de reglas que orienten su pertenencia y sufren la presión de la exigencia hegemónica sin contrapeso efectivo por culpa de las altas alianzas.
Aquellas herencias de solidaridad obrera y compromiso social, o de burguesía constructora no identitaria, transmitidas por padres y abuelos, perdieron su fuerza como código dominante cuando se estableció el modelo único de pertenencia identitaria. La ética de clase que vigorosamente tejieron sindicatos y cooperativas en el siglo XX se diluyó ante la uniformización identitaria. Las herencias obreras y empresariales no nacionalistas, en lugar de convertirse en vectores de identidad híbrida, han sido domesticas por la lógica foral: sin un reconocimiento explícito, carecen de fuerza simbólica.
Al mismo tiempo, las nuevas normas —dominar el euskera y asumir el relato nacionalista— no fueron nunca interiorizadas por este colectivo. El resultado es un paisaje moral sin brújula: ni la vieja ética de clase ni la ortodoxia progresista que no domina en el territorio, les ofrecen un marco de referencia legítimo, y sobreviven en un limbo de desregulación donde nada garantiza sus derechos ni sus expectativas.
El anhelo de ser “ciudadanos de primera” —escolaridad, estabilidad laboral, acceso a subvenciones y reconocimiento social— exige la unción al yugo identitario vasquista, reservada a quienes manejan el euskera oficial y repiten el discurso imperante, y para vivir la superioridad moral que no sea vasquista ha de acudirse a la legitimidad progresista estatal de hoy, la meca de las alianzas hibridas de “progreso”. Esa discrepancia genera un fuerte desgaste: algunos participan en actos que violan su conciencia más íntima, por ejemplo funerales por tus padres, que tú los quieres en castellano y te los tienes que tragar en euskera volens nolens, otros se retiran a espacios comunitarios informales, y otros intentan forjar nuevas formas de pertenencia a través de asambleas interculturales o círculos ciudadanos de fácil absorción de nuevo por el identitarismo beligerante vasquista.
La desconexión con la lengua y las narraciones familiares produce un sentimiento de orfandad simbólica. El bloqueo de metas —no acceder al empleo público ni liderar proyectos culturales sin alinearse con la ortodoxia— añade frustración e ira, que suelen traducirse en abstención electoral, bajo compromiso cívico o, en ocasiones, en protestas de escaso alcance, rápidamente señaladas por los medios como extravagantes y con masiva presencia policial.
La distribución de recursos y oportunidades se articula casi exclusivamente en función de la competencia lingüística y la lealtad política. La vieja red de mutualismo histórico —sindicatos, asociaciones obreras, patronales clásicas— carece hoy de canales formales para reproducirse. Un acceso al bienestar económico uncido al aparato identitario, agrava la sensación de impotencia de quienes no encajan en sus reglas y desplaza cualquier territorio de solidaridad previa.
Clientelismo cruzado es el intercambio de ayudas y subvenciones entre partidos autonómicos y estatales —sobre todo en parlamentos y en la canalización de fondos a empresas— que refuerza la centralidad del aparato identitario. Cualquier proyecto ciudadano requiere nodos de acceso dependientes de esos circuitos.
Silenciamiento de la discrepancia: La discordancia política se reduce al ámbito privado, expresar opiniones críticas o usar términos tabú fuera del hogar es objeto de curiosidad malsana, se puede hacer incluso experimentos divertidos con esto: dígase únicamente PNV o ETA en voz baja en un bar de hoy en día, y girarán sutilmente todos los oídos y rabillos de ojo de las cercanías. El resultado es un encubrimiento social del conflicto y la atomización de los disidentes.
El caso de estos “vascos mestizos” muestra hasta qué punto la eliminación de referentes comunitarios y la imposición de un solo guión identitario puede generar un espacio de anomia profunda. La urgencia ahora no está en debatir teorías académicas, sino en habilitar canales de reconocimiento reales: no ceñir la memoria a la represión franquista, legitimar modos diversos de bilingüismo, crear foros de deliberación que no exijan dogmas lingüísticos ni lealtades políticas previas. Solo así se podrá articular un nosotros inclusivo, cimentado en la pluralidad viva de experiencias y en el respeto a los derechos de cada familia.
Caminos para un nosotros inclusivo, aún utópico
Reconocimiento y límites: No basta con legitimar las identidades mixtas; hace falta también establecer topes explícitos al monopolio identitario en el acceso a recursos y representación. Esto implica:
Diseñar mecanismos de control parlamentario que impidan alianzas clientelistas exclusivas con la minoría identitaria.
Introducir fórmulas de equilibrio en los órganos forales que garanticen pluralidad de relatos y veto a caprichos mayoritarios.
Foros deliberativos de contrapeso: Crear espacios ciudadanos independientes de la estructura partidista, con reglas claras que eviten el dominio de un solo guion cultural. Pueden incluir: Consejos de pluralismo cultural con miembros elegidos por sorteo y cuotas territoriales. Comités de evaluación de subvenciones en los que la representación identitaria única quede limitada. Políticas de equilibrio: Establecer topes en los programas de financiación cultural y educativa para evitar la saturación de proyectos solo identitarios vasquistas. Fomentar el bilingüismo real mediante incentivos a iniciativas mixtas.
Aunque estas propuestas hoy pueden parecer utópicas —dado el arraigo del sistema vigente—, y puedan ser sorteadas con trampa, pero sin ellas u otras similares por arbitrar no será posible romper el círculo cerrado de la hegemonía identitaria y articular un tejido social donde convivan historias y lenguas sin imposiciones monolíticas. Algo que no puede partir desde dentro, sino desde el estado nacional que entrega a la expatriación práctica en su propio territorio a ciudadanos a cambio de clientelismos de altas esferas, y además con la UE que endosa por defecto estas políticas, pero que tiene casos iguales o peores que el del País Vasco o Cataluña, pero también muy evidentes:
Frente a la Europa de los derechos de las nacionalidades de beligerancia identitaria, habrá que proponer los derechos de la Europa de los expatriados en su propio territorio por la beligerancia y el clientelismo cruzado.