Greta se hace mayor
Andy Warhol pronosticó hace muchos años que en el futuro todo el mundo podría ser famoso durante al menos quince minutos, y tenía razón. Hoy, gracias a Internet y la televisión, cualquier mindundi puede tener su minuto de gloria, algunos incluso más tiempo. Pero también rápidamente dejan de ser novedad y poco a poco caen en el olvido, pues ya aburren.
Crear famosos es puro marketing. Los medios acostumbran a lanzar celebridades de temporada para convertirlas en referencias. Pero la mayoría son de ciclo corto y periódicamente se les sustituye. El espectáculo debe continuar y es imprescindible que contenga novedades. En otro caso, el público podría cambiar de canal.
Los famosos mediáticos de más largo plazo se preparan, publicitan, internacionalizan y explotan mientras la atención del público les mantiene en el candelero. Al principio la gente los adora, repite sus opiniones, compra sus productos, imita sus gestos y gustos y, si puede, se hace con ellos la oportuna foto, pues acercarse a sus personas parece contagiar sus presuntas virtudes. Pero cuando declinan se les olvida sin pudor.
El icono internacional más singular de los últimos tiempos apareció en agosto de 2018. Greta Thunberg era una adolescente de 15 años, que hoy ya ha cumplido los 22. De origen nórdico, hija de un actor y de una cantante de ópera, parece que la joven sufre algún síndrome. Es callada y tiene una mirada y una forma de expresarse cortante, sin matices ni concesiones. Casi la que uno imagina para un profeta del Antiguo Testamento en una película de Bergman.
Se cuenta que aquel verano de 2018 Greta decidió dejar de asistir al colegio y sentarse cada día, en el horario de jornada escolar, cerca del Parlamento sueco. Llevaba un sencillo cartel pidiendo medidas para frenar el cambio climático. Nada extraordinario, un tipo de protesta común en muchos lugares del mundo. Pero detrás de Greta había quizás algo más, una inteligente campaña de marketing bien planificada por sus padres.
Su peripecia fue desde el primer minuto seguida por los medios de comunicación, que intuyeron el filón mediático que se ofrecía: una niña ecologista surgida de la nada plantada frente a la sede del poder, como una nueva “Pucelle d'Orléans”, una Juana de Arco armada de su pureza, convicción y verbo profético para clamar ante los líderes mundiales contra el cambio climático y los enemigos de la Tierra.
La rueda del espectáculo, oportunamente engrasada, comenzó a girar. De ser desconocida en agosto de 2018, a los cuatro meses ya había hablado ante una conferencia de la ONU. Greta acudía a todo tipo de eventos, cumbres, organismos, conferencias y a cualquier tribuna mediática para repetir su sencillo mensaje, nada novedoso por otra parte. Vista su popularidad, desde el principio las principales instituciones y autoridades le dieron acceso.
En mayo de 2019 la revista Time la elegía como portada y la proclamaba “líder de la próxima generación”. De llegar a ello sería la primera “líder de diseño” no hereditaria que pasaría del colegio al gobierno global. La victoria final del marketing sobre las ideologías.
En 2019 y 2020, hasta que el Covid paró el mundo en la primavera, Greta continuó su ascenso triunfal. Los líderes y gobernantes la recibían en olor de multitud, se hacían la foto y, aparentemente, quedaban convencidos con sus propuestas.
Greta les trasladaba un mensaje de preocupación por el clima, de exigencia de medidas, de freno al desarrollo y la solicitud de que los encargados de tomar decisiones escucharan a los científicos. Todos sonreían, los flashes destellaban y parecía que se iba a hacer algo.
Como siempre, solo era apariencia. Pero el circo mediático seguía como si la mera enunciación de eslóganes, jaculatorias y proclamas de una especie de “filosofía ambiental Bambi” fuera la palanca para cambiar el mundo. Nadie quería romper aquella ilusión, y quizás en ella seguiríamos hoy si el Covid no hubiera frenado en seco el planeta, bajado el fuelle de muchas iniciativas, haciendo otras mucho más prioritarias.
Pero, ¿qué representaba en realidad Greta, una adolescente sin especiales conocimientos, y en qué se diferenciaba de los expertos cualificados que llevan decenios pidiendo cosas similares y a los que nadie hace el menor caso?
El secreto no estaba en ella sino en el papel de diseño que encarnaba con la ayuda de sus especiales condiciones. Greta no era para el público una adolescente con preocupaciones medioambientales, sino el icono de una especie de papisa ecológica laica, capaz de encauzar nuestra mala conciencia ambiental mientras nos entretenía con gestos para la galería.
La función de Greta como avatar era como la de los santos en la edad media. En tiempos de pestes y guerras los fieles les rezaban, les prometían cambiar sus costumbres y cumplir los mandamientos, se sentían confortados y luego volvían a su pecadora vida habitual. Los humanos somos así, nos gustan los ejemplos (aunque sean una construcción artificial) de pureza y ascetismo, pero no para imitarlos, ni para hacer lo que piden, sino para tranquilizarnos con su proximidad, pues creemos que la cercanía de los mitos transmite sus virtudes.
¿Pero en realidad era útil el mensaje de Greta? Posiblemente ha servido solo de placebo temporal, sin efectos reales.
Han pasado los años, Greta va creciendo, el mundo se ha complicado mucho y su mensaje se va apagando, lo mismo que su notoriedad . El problema no está en Greta, que seguramente de verdad cree lo que defiende, sino en nosotros, que aceptamos infantilmente que se pretenda resolver problemas complejos con eslóganes y frases impostadas, para que repitiéndolos como un mantra parezca que hacemos algo y en realidad sigamos igual.
Lo mejor para Greta es que tenga una vida propia y una profesión real, y no acabe en unos años, sin oficio ni beneficio, aparcada políticamente en algún parlamento. Como acabó el joven revolucionario de Mayo del 68 Daniel Cohn Bendit, “Dani el rojo”, otro adolescente que iba a cambiar el mundo, al que muchos recordamos clamando desde las barricadas universitarias de Paris contra el capitalismo y la sociedad de consumo y luego pasó del anarquismo y ecologismo a ser europarlamentario y casi acabar como ministro de Macron.
Voltaire para demostrar el carácter absurdo del icono político de Juana de Arco, escribió que el destino de Francia no podía depender de que la Pucelle fuera doncella. Tampoco el futuro de nuestra naturaleza puede depender del mayor o menor éxito del verbo jeremiaco de Greta.
No estaría de más recordar lo dicho por Dios al profeta Oseas cuando la gente pecadora de Israel se empeñaba en aplacar su justa ira con palomas y bueyes degollados: “No quiero sacrificios y holocaustos, sino conocimiento”.
En nuestro caso necesitamos para proteger la naturaleza menos palabrería y más investigación, ciencia pura y estudios. Claro que son mucho más aburridos que una niña profetisa clamando ante la ONU, pero con sus jaculatorias nunca solucionaremos nada.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1997 – 2019
Andy Warhol pronosticó hace muchos años que en el futuro todo el mundo podría ser famoso durante al menos quince minutos, y tenía razón. Hoy, gracias a Internet y la televisión, cualquier mindundi puede tener su minuto de gloria, algunos incluso más tiempo. Pero también rápidamente dejan de ser novedad y poco a poco caen en el olvido, pues ya aburren.
Crear famosos es puro marketing. Los medios acostumbran a lanzar celebridades de temporada para convertirlas en referencias. Pero la mayoría son de ciclo corto y periódicamente se les sustituye. El espectáculo debe continuar y es imprescindible que contenga novedades. En otro caso, el público podría cambiar de canal.
Los famosos mediáticos de más largo plazo se preparan, publicitan, internacionalizan y explotan mientras la atención del público les mantiene en el candelero. Al principio la gente los adora, repite sus opiniones, compra sus productos, imita sus gestos y gustos y, si puede, se hace con ellos la oportuna foto, pues acercarse a sus personas parece contagiar sus presuntas virtudes. Pero cuando declinan se les olvida sin pudor.
El icono internacional más singular de los últimos tiempos apareció en agosto de 2018. Greta Thunberg era una adolescente de 15 años, que hoy ya ha cumplido los 22. De origen nórdico, hija de un actor y de una cantante de ópera, parece que la joven sufre algún síndrome. Es callada y tiene una mirada y una forma de expresarse cortante, sin matices ni concesiones. Casi la que uno imagina para un profeta del Antiguo Testamento en una película de Bergman.
Se cuenta que aquel verano de 2018 Greta decidió dejar de asistir al colegio y sentarse cada día, en el horario de jornada escolar, cerca del Parlamento sueco. Llevaba un sencillo cartel pidiendo medidas para frenar el cambio climático. Nada extraordinario, un tipo de protesta común en muchos lugares del mundo. Pero detrás de Greta había quizás algo más, una inteligente campaña de marketing bien planificada por sus padres.
Su peripecia fue desde el primer minuto seguida por los medios de comunicación, que intuyeron el filón mediático que se ofrecía: una niña ecologista surgida de la nada plantada frente a la sede del poder, como una nueva “Pucelle d'Orléans”, una Juana de Arco armada de su pureza, convicción y verbo profético para clamar ante los líderes mundiales contra el cambio climático y los enemigos de la Tierra.
La rueda del espectáculo, oportunamente engrasada, comenzó a girar. De ser desconocida en agosto de 2018, a los cuatro meses ya había hablado ante una conferencia de la ONU. Greta acudía a todo tipo de eventos, cumbres, organismos, conferencias y a cualquier tribuna mediática para repetir su sencillo mensaje, nada novedoso por otra parte. Vista su popularidad, desde el principio las principales instituciones y autoridades le dieron acceso.
En mayo de 2019 la revista Time la elegía como portada y la proclamaba “líder de la próxima generación”. De llegar a ello sería la primera “líder de diseño” no hereditaria que pasaría del colegio al gobierno global. La victoria final del marketing sobre las ideologías.
En 2019 y 2020, hasta que el Covid paró el mundo en la primavera, Greta continuó su ascenso triunfal. Los líderes y gobernantes la recibían en olor de multitud, se hacían la foto y, aparentemente, quedaban convencidos con sus propuestas.
Greta les trasladaba un mensaje de preocupación por el clima, de exigencia de medidas, de freno al desarrollo y la solicitud de que los encargados de tomar decisiones escucharan a los científicos. Todos sonreían, los flashes destellaban y parecía que se iba a hacer algo.
Como siempre, solo era apariencia. Pero el circo mediático seguía como si la mera enunciación de eslóganes, jaculatorias y proclamas de una especie de “filosofía ambiental Bambi” fuera la palanca para cambiar el mundo. Nadie quería romper aquella ilusión, y quizás en ella seguiríamos hoy si el Covid no hubiera frenado en seco el planeta, bajado el fuelle de muchas iniciativas, haciendo otras mucho más prioritarias.
Pero, ¿qué representaba en realidad Greta, una adolescente sin especiales conocimientos, y en qué se diferenciaba de los expertos cualificados que llevan decenios pidiendo cosas similares y a los que nadie hace el menor caso?
El secreto no estaba en ella sino en el papel de diseño que encarnaba con la ayuda de sus especiales condiciones. Greta no era para el público una adolescente con preocupaciones medioambientales, sino el icono de una especie de papisa ecológica laica, capaz de encauzar nuestra mala conciencia ambiental mientras nos entretenía con gestos para la galería.
La función de Greta como avatar era como la de los santos en la edad media. En tiempos de pestes y guerras los fieles les rezaban, les prometían cambiar sus costumbres y cumplir los mandamientos, se sentían confortados y luego volvían a su pecadora vida habitual. Los humanos somos así, nos gustan los ejemplos (aunque sean una construcción artificial) de pureza y ascetismo, pero no para imitarlos, ni para hacer lo que piden, sino para tranquilizarnos con su proximidad, pues creemos que la cercanía de los mitos transmite sus virtudes.
¿Pero en realidad era útil el mensaje de Greta? Posiblemente ha servido solo de placebo temporal, sin efectos reales.
Han pasado los años, Greta va creciendo, el mundo se ha complicado mucho y su mensaje se va apagando, lo mismo que su notoriedad . El problema no está en Greta, que seguramente de verdad cree lo que defiende, sino en nosotros, que aceptamos infantilmente que se pretenda resolver problemas complejos con eslóganes y frases impostadas, para que repitiéndolos como un mantra parezca que hacemos algo y en realidad sigamos igual.
Lo mejor para Greta es que tenga una vida propia y una profesión real, y no acabe en unos años, sin oficio ni beneficio, aparcada políticamente en algún parlamento. Como acabó el joven revolucionario de Mayo del 68 Daniel Cohn Bendit, “Dani el rojo”, otro adolescente que iba a cambiar el mundo, al que muchos recordamos clamando desde las barricadas universitarias de Paris contra el capitalismo y la sociedad de consumo y luego pasó del anarquismo y ecologismo a ser europarlamentario y casi acabar como ministro de Macron.
Voltaire para demostrar el carácter absurdo del icono político de Juana de Arco, escribió que el destino de Francia no podía depender de que la Pucelle fuera doncella. Tampoco el futuro de nuestra naturaleza puede depender del mayor o menor éxito del verbo jeremiaco de Greta.
No estaría de más recordar lo dicho por Dios al profeta Oseas cuando la gente pecadora de Israel se empeñaba en aplacar su justa ira con palomas y bueyes degollados: “No quiero sacrificios y holocaustos, sino conocimiento”.
En nuestro caso necesitamos para proteger la naturaleza menos palabrería y más investigación, ciencia pura y estudios. Claro que son mucho más aburridos que una niña profetisa clamando ante la ONU, pero con sus jaculatorias nunca solucionaremos nada.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1997 – 2019