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La Tribuna del País Vasco
Lunes, 09 de Junio de 2025 Tiempo de lectura:

El escándalo del Fiscal General: Cuando el Estado se convierte en el brazo armado del Gobierno socialista

[Img #28294]La reciente decisión del Tribunal Supremo de procesar al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por revelación de secretos no es un simple episodio judicial más: es una bofetada institucional sin precedentes al corazón de nuestro Estado de Derecho. Que el máximo representante del Ministerio Público sea acusado de vulnerar la ley que está obligado a defender ya sería suficientemente grave. Pero que, además, lo hiciera por indicación de la Presidencia del Gobierno —según afirma el auto judicial— convierte este caso en un terremoto democrático de proporciones mayúsculas.

 

Estamos ante una corrupción más del Gobierno de Pedro Sánchez que, en este caso, no es económica, sino institucional. Una corrupción que no se cuenta en miullones de euros esfados a los ciudadanos, sino en órdenes ilegítimas dictadas desde el poder político al órgano constitucional encargado de velar por la legalidad. Según el juez instructor Ángel Hurtado, fue desde Moncloa desde donde se instó al fiscal general a actuar, y este no solo obedeció, sino que lo hizo de forma apresurada, temeraria y clandestina: ordenó acceder a correos confidenciales, reenvió uno de ellos desde una cuenta privada y lo filtró a un medio de comunicación, vulnerando la intimidad de un ciudadano y saltándose las más elementales normas del proceso penal.

 

El correo filtrado —que contenía datos sensibles de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso— era fruto de una conversación entre abogado y fiscal, protegida por el secreto profesional. Su divulgación, sin autorización, es algo más que un error: es una traición consciente y dolosa al principio de legalidad. Es utilizar los resortes del Estado como si fueran el brazo armado del partido del Gobierno.

 

Y lo más alarmante: el Ejecutivo de Pedro Sánchez no solo no se ha escandalizado por estos hechos, sino que los ha respaldado sin ambages. El ministro de Justicia, Félix Bolaños, ha salido a calificar de “ejemplar” a García Ortiz y a negar sin pruebas las afirmaciones del juez. El propio fiscal general se mantiene en su cargo, parapetado tras el silencio cómplice del Gobierno y el blindaje de un Estatuto que, increíblemente, no prevé su cese en casos como este.

 

Este escándalo no va solo de un fiscal, ni siquiera de una maniobra sucia contra una dirigente política rival. Va de la instrumentalización del Estado para fines partidistas. Va de un poder ejecutivo que, de confirmarse los hechos, habría convertido la Fiscalía en un apéndice propagandístico y en una herramienta política, dispuesto a filtrar documentos reservados para dañar al adversario. Va, en suma, del deterioro institucional límite al que un puñado de sinvergüenzas ha arrastrado a este país, que no puede seguir tolerando que sus garantes de legalidad actúen como comisarios políticos.

 

El daño ya está hecho: a la confianza en las instituciones, a la imagen de la Justicia y al derecho fundamental de los ciudadanos a que su intimidad no sea usada como munición en la guerra sucia del poder. Pero aún estamos a tiempo de evitar que este caso quede impune.

 

Si Álvaro García Ortiz tuviera un mínimo de decencia institucional, dimitiría. Y si Pedro Sánchez respetara la independencia de los poderes del Estado, lo cesaría de inmediato. No hacerlo —y seguir justificando lo injustificable— es asumir como propia la conducta infame e incendiaria de quien, según el Tribunal Supremo, habría cruzado la línea que separa al Estado de Derecho del Estado de partido.


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