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Miércoles, 11 de Junio de 2025 Tiempo de lectura:

La ruptura silenciosa: Tecnologías, hogar y el fin de la cultura compartida

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Hubo un tiempo en que las historias eran fuego y voz. No en sentido figurado, sino literal: el hogar —esa palabra que viene de “hoguera”— era el centro de la experiencia humana compartida. Alrededor del fuego se contaban cuentos, se transmitían tradiciones, se compartían silencios densos de sentido. La cultura era, ante todo, un acto colectivo. Una película vista por todos en el televisor del salón. Una canción sonando insistentemente en la radio de la cocina mientras se preparaba la cena. Un libro en la estantería común que alguien recomendaba con entusiasmo. Ese tiempo, tan reciente y a la vez tan remoto, se está desvaneciendo a gran velocidad.

 

Vivimos la era de la hiperindividualización tecnológica. Las nuevas tecnologías han traído consigo beneficios innegables: acceso ilimitado al conocimiento, multiplicación de voces, democratización de contenidos. Pero, como todo avance técnico sin reflexión, también ha tenido consecuencias profundas e inesperadas. Una de las más inquietantes es la ruptura de la continuidad cultural compartida en el seno del hogar. Ya no existe un "nosotros" cultural. Solo hay "yoes" aislados, cada uno con su playlist, su serie de Netflix, su ebook en la oscuridad de la noche.

 

Basta con entrar en una casa cualquiera a la hora de la cena. Donde antes había una mesa con platos compartidos y conversación, hoy hay islas. Adolescentes con auriculares en la cabeza, absortos en mundos paralelos; padres con la vista clavada en sus teléfonos; hermanos que habitan el mismo espacio sin siquiera rozarse emocionalmente. La televisión ya no une; ha sido desplazada por la pantalla personal. El salón —símbolo de encuentro— ha sido neutralizado. La cocina —corazón cálido del hogar— ya no huele a infancia, sino al microondas de cada quien.

 

¿Dónde quedó aquella experiencia común de ver juntos La lista de Schindler o debatir después de El nombre de la rosa? ¿Dónde está la transmisión natural del gusto, la crítica, el legado emocional que pasaba de padres a hijos mediante el consumo conjunto de cultura? La respuesta es tan dolorosa como clara: se ha desintegrado bajo el peso de la personalización absoluta.

 

Hoy los hijos ya no heredan las canciones de sus padres, ni las películas que los marcaron, ni las frases de libros que antes pasaban de generación en generación. En lugar de eso, heredan algoritmos. Spotify, Netflix, TikTok o Amazon no crean cultura, la segmentan. Cada uno recibe una dieta cultural diseñada para sus preferencias instantáneas, no para su crecimiento interior. El resultado es una suerte de analfabetismo emocional cruzado: padres que no entienden a sus hijos, hijos que nunca vibraron con Coltrane, escucharon a Serrat, leyeron a Salinger o vieron Cinema Paradiso.

 

La cultura, que era el idioma secreto de una familia —sus frases hechas, sus canciones míticas, sus referencias cómplices, sus silencios compartidos— se diluye. Ya no hay memorias comunes. Cada uno graba su propia película mental, pero sin espectadores, sin eco, sin herederos.

 

Esta ruptura tiene efectos profundos en tres niveles: familiar, social y civilizacional.

 

1. En el nivel familiar, debilita los lazos afectivos. No es fácil querer lo que no se entiende. Y no se entiende a quien no comparte nuestro mundo de referencias. La conversación se empobrece, los puentes generacionales se rompen, y el hogar se convierte en una red de habitaciones con Wi-Fi.

 

2. En el nivel social, se multiplica la incomunicación. Las sociedades requieren símbolos comunes, mitologías compartidas, emociones colectivas. La fragmentación cultural impide la construcción de un relato nacional o generacional. Si cada ciudadano habita su propio universo mediático, ¿quién construye la historia común?

 

3. En el nivel civilizacional, se pierde la continuidad histórica. El hilo que unía a Homero con Shakespeare, a Cervantes con García Márquez, a Beethoven con Morricone, se corta. No porque desaparezcan las obras, sino porque nadie las comparte. Sin transmisión activa, la cultura muere de silencio.

 

¿Hay solución a todo esto? Sí, pero requiere consciencia y voluntad. No se trata de demonizar la tecnología, sino de reconquistar espacios comunes. De volver a ver películas en familia. De poner música en el salón en lugar de en los auriculares. De leer en voz alta. De cocinar juntos escuchando un podcast que luego se comenta. En suma, de reinstaurar la cultura del encuentro, en tiempos de pantallas que separan.

 

La educación no es solo una cuestión escolar: es un proceso simbólico, íntimo y cotidiano. Los hijos no necesitan saber qué libro es bueno porque lo dice un algoritmo, sino porque lo vieron en las manos de sus padres y en las estanterías de sus casas, porque alguien les explicó por qué aquella historia importa, por qué vale la pena emocionarse, sufrir, llorar o reír con ella.

 

Recuperar la cultura compartida no es un gesto nostálgico. Es un acto de resistencia. Es un modo de asegurar que seguimos siendo humanos en un mundo que nos quiere convertir en consumidores sin memoria, fácilmente dominables.

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