Reportaje en profundidad
Operación "León Ascendente": Todos los secretos del ataque defensivo de Israel a Irán
En la penumbra de un búnker subterráneo de Teherán, el aire espeso cargaba el peso de tres décadas de tensión. Las 23:47 del jueves marcaban en los relojes digitales de las paredes reforzadas con hormigón armado cuando los últimos generales tomaron asiento alrededor de la mesa blindada. Amir Ali Hajizadeh ajustó su uniforme de la Guardia Revolucionaria mientras repasaba mentalmente los informes de inteligencia que habían llegado durante la semana. Algo no encajaba, pero no lograba identificar qué.
A pocos metros, Mohammad Bagheri desplegaba mapas satelitales sobre la superficie metálica. Las coordenadas de las instalaciones nucleares de Natanz y Fordo aparecían marcadas con círculos rojos, mientras que las posiciones de los sistemas de defensa antiaérea S-300 y Bavar-373 formaban un perímetro defensivo que, sobre el papel, parecía impenetrable.
—Los israelíes están jugando al gato y al ratón —murmuró Gholam-Ali Rashid, comandante del Mando de Emergencia, mientras señalaba las rutas de aproximación más probables—. Pero esta vez no les será tan fácil.
Hossein Salami, el hombre más poderoso de la sala después del Líder Supremo, permanecía en silencio. Sus ojos oscuros escrutaban cada detalle del despliegue defensivo mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. Treinta años comandando la élite militar iraní le habían enseñado a desconfiar de la calma que precedía a las tormentas.
Lo que ninguno de ellos sabía es que, en ese mismo momento, a 1.200 kilómetros de distancia, las torres de control de la base aérea de Nevatim vibraban con una actividad frenética. Los pilotos de los F-35I "Adir" y los F-16I "Sufa" completaban sus últimas verificaciones preoperacionales bajo la luz artificial de los hangares. En las pantallas de los centros de comando israelíes, las coordenadas exactas del búnker de Teherán parpadeaban como un faro en la oscuridad.
La trampa había comenzado a tejerse semanas atrás en los despachos refrigerados del cuartel general del Mossad en Tel Aviv. Meir Dagan, veterano de operaciones encubiertas, había perfeccionado durante décadas el arte de la guerra psicológica. La estrategia era elegante en su simplicidad: hacer que el enemigo creyera que conocía tus intenciones cuando, en realidad, desconocía por completo tus verdaderos planes.
Los primeros hilos se movieron a través de canales diplomáticos. Mensajes filtrados a través de intermediarios en Omán y Qatar sugerían que Israel presionaría para obtener concesiones antes de las negociaciones nucleares previstas para el domingo. Era el patrón habitual: tensión, escalada retórica, negociación de última hora. Teherán lo conocía bien.
Paralelamente, las células del Mossad infiltradas en territorio iraní durante años comenzaron a activarse. En Teherán, Isfahan, Qom y Shiraz, agentes durmientes que habían construido identidades impecables durante lustros recibieron órdenes precisas. No solo debían informar sobre movimientos militares; tenían que influir sutilmente en las decisiones de sus objetivos.
En los mercados de Kermanshah, un comerciante de alfombras que llevaba una doble vida desde 2018 estableció contacto con un oficial de logística de la Guardia Revolucionaria. La conversación, aparentemente casual, derivó hacia los rumores de un posible ataque israelí. "Dicen que Netanyahu está bajo mucha presión interna", comentó mientras servía té. "Quizás no sea más que teatro político antes de las conversaciones de Omán".
En los cafés de Isfahan, cerca de las instalaciones nucleares, otros agentes diseminaban informaciones similares. El mensaje era consistente: Israel no atacaría antes de agotar la vía diplomática. Era exactamente lo que los líderes iraníes querían escuchar.
Mientras la desinformación hacía su trabajo, los cielos del Mediterráneo oriental se convertían en un tablero de ajedrez tridimensional. Los radares jordanos y saudíes detectaban movimientos aéreos israelíes, pero nada fuera de lo habitual. Vuelos de entrenamiento, patrullas rutinarias, maniobras de distracción. Todo formaba parte de una coreografía militar diseñada para adormecer los sentidos del enemigo.
En las bases aéreas de Hatzerim, Ramon y Nevatim, los técnicos trabajaban en turnos de 24 horas preparando lo que sería la mayor operación aérea ofensiva en la historia de Israel. Los F-35I "Adir", los cazas furtivos más avanzados del arsenal israelí, recibían modificaciones especiales: tanques de combustible adicionales, sistemas de navegación actualizados y, lo más importante, munición bunker-buster GBU-28 capaz de penetrar hasta 30 metros de hormigón armado.
El coronel Avi Mizrahi, veterano piloto con más de 3.000 horas de vuelo, supervisaba personalmente los preparativos de su escuadrón. "Esta vez no volveremos con las manos vacías", murmuró a su segundo al mando mientras observaba cómo los armeros cargaban las bombas guiadas por láser en los pilones de su aeronave.
Los F-16I "Sufa", los caballos de batalla de la Fuerza Aérea israelí, se preparaban para misiones de supresión de defensas aéreas. Sus radares AN/APG-68(V)9 habían sido calibrados específicamente para detectar y neutralizar los sistemas de defensa iraníes. Cada piloto conocía de memoria las frecuencias de los radares enemigos, las rutas de aproximación y los puntos ciegos del sistema defensivo iraní.
A las 02:45 de la madrugada del viernes, los primeros cazas israelíes despegaron en completo silencio radio. La operación "León Ascendente" había comenzado. Doscientas aeronaves de combate se elevaron desde seis bases diferentes, formando una armada aérea que surcaría los cielos durante las próximas cuatro horas.
En el búnker de Teherán, los generales iraníes continuaban su reunión, ajenos al peligro que se aproximaba a velocidad supersónica. Las pantallas de sus sistemas de alerta temprana permanecían en silencio. Los radares de largo alcance no detectaban amenazas inmediatas. Todo parecía normal.
Hajizadeh consultó su reloj: las 02:50. En diez minutos, la reunión habría terminado y cada comandante regresaría a su sector de responsabilidad. Era el protocolo establecido para minimizar riesgos en caso de ataque. Pero esos diez minutos se convertirían en una eternidad.
A 40.000 pies de altitud, los F-35I israelíes habían activado su modo furtivo. Sus secciones transversales de radar se habían reducido al tamaño de una pelota de golf, volviéndolos prácticamente invisibles para los sistemas de detección iraníes. Navegaban en formación dispersa, siguiendo rutas calculadas para evitar los corredores de radar más sensibles.
El comandante de la misión, identificado solo por su indicativo "Lobo Uno", monitoreaba desde su cabina las señales de GPS que confirmaban las posiciones exactas de todos los objetivos. La inteligencia humana había funcionado a la perfección: sabían exactamente dónde estaban sus enemigos.
A las 02:58, los cielos de Oriente Medio se iluminaron con el destello de los motores de combate. Los primeros misiles aire-superficie AGM-158 JASSM comenzaron su descenso hacia los objetivos prioritarios. Las instalaciones de Natanz y Fordo, que habían resistido décadas de presión internacional, se preparaban para recibir su primera visita no invitada.
En el búnker de Teherán, las primeras alarmas comenzaron a sonar cuando ya era demasiado tarde. Los sistemas de comunicación se saturaron con reportes de ataques simultáneos en todo el país. Isfahan, Parchin, Shiraz, Tabriz, Arak, Qom... Los nombres de las instalaciones estratégicas iraníes se sucedían en un rosario de destrucción.
Salami se incorporó bruscamente cuando la primera bomba bunker-buster impactó contra el techo del refugio. El hormigón armado de tres metros de espesor se desplomó como si fuera papel. La onda expansiva se propagó por los pasillos subterráneos, apagando las luces de emergencia y llenando el aire de polvo y detritus.
En los segundos finales, mientras el búnker se desmoronaba sobre sus cabezas, los líderes de la Guardia Revolucionaria comprendieron la magnitud de su error. No había sido solo un ataque militar; había sido una ejecución quirúrgica planificada hasta el último detalle. Israel no había venido a negociar. Había venido a decapitar el poder de los clérigos islamistas iraníes.
Cuando las primeras luces del alba iluminaron los cielos de Irán, el paisaje militar de Oriente Medio había cambiado para siempre. Los principales comandantes de la fuerza militar más poderosa de la región yacían sepultados bajo toneladas de escombros. Las instalaciones nucleares de Natanz mostraban cráteres humeantes donde antes se alzaban las centrifugadoras. En Fordo, la montaña que protegía el complejo subterráneo había sido literalmente reventada desde dentro.
Los drones israelíes infiltrados durante meses en territorio iraní habían completado su misión suicida, destruyendo plataformas de lanzamiento de misiles balísticos y depósitos de combustible estratégico. Los sistemas de guerra electrónica habían cegado temporalmente las defensas antiaéreas, permitiendo que los cazas israelíes operaran con impunidad durante las cuatro horas que duró la operación.
En Tel Aviv, Benjamin Netanyahu contemplaba desde su despacho los primeros informes de daños. La operación había superado todas las expectativas. No solo habían neutralizado la amenaza nuclear iraní; habían eliminado a la generación de líderes militares que había construido el poder regional de la República Islámica durante tres décadas.
Pero el primer ministro israelí sabía que la victoria táctica no garantizaba la paz estratégica. Irán no era un país aislado como Irak o Siria. Sus tentáculos se extendían desde el Líbano hasta Yemen, desde Afganistán hasta las costas del Mediterráneo. La hidra había perdido varias cabezas, pero su cuerpo seguía vivo.
En las horas siguientes al ataque, el mundo contuvo la respiración. Los mercados petroleros se dispararon, los sistemas de defensa de Oriente Medio se pusieron en alerta máxima y las cancillerías occidentales iniciaron consultas de emergencia. La "Operación León Ascendente" había alterado el equilibrio regional de forma irreversible.
En Teherán, los supervivientes de la cúpula política iraní se reunían en búnkeres alternativos, tratando de evaluar el alcance del desastre. La pérdida de Salami, Hajizadeh y el resto de comandantes representaba más que una tragedia militar; era un golpe al corazón mismo del sistema que había gobernado Irán durante cuatro décadas.
El Líder Supremo Ali Jamenei, de 85 años, se enfrentaba a la crisis más grave de su mandato. La máquina militar que había construido para proyectar poder en toda la región había quedado decapitada en una sola noche. Los proxy militares de Irán en Líbano, Siria, Irak y Yemen se encontraban súbitamente huérfanos de comando central.
La organización terrorista Hezbollah, el brazo armado más poderoso de Irán en el Líbano, había perdido a sus coordinadores directos en Teherán. Los milicianos chiíes en Irak se encontraban sin órdenes claras. Los hutíes en Yemen, que habían mantenido en jaque a Arabia Saudí durante años, se veían privados de la logística y coordinación iraníes.
Pero Israel también había pagado un precio. La operación había requerido la movilización de prácticamente toda su fuerza aérea táctica, dejando al país temporalmente vulnerable a represalias. Los 1.300 millones de euros invertidos en preparativos durante dos años representaban una apuesta total: todo o nada.
Los pilotos que regresaron a sus bases en las primeras horas de la mañana del viernes traían en sus rostros la expresión de quienes habían participado en un momento histórico. El coronel Mizrahi, al bajar de su F-35I después de cinco horas de vuelo, resumió el sentimiento general: "Hemos hecho lo que había que hacer. Ahora veremos si ha valido la pena".
La respuesta llegará en las semanas siguientes. Irán, privado de su élite militar, se verá obligado a reconstruir su comando desde cero. Los nuevos líderes, menos experimentados y más cautelosos, tardarán años en alcanzar el nivel de coordinación y eficacia de sus predecesores.
Para Israel, la "Operación León Ascendente" representaba la culminación de tres décadas de guerra en las sombras. Desde los atentados contra científicos nucleares iraníes hasta el sabotaje de las instalaciones de Natanz con el virus Stuxnet, Tel Aviv había librado una campaña constante para evitar que Irán alcanzara la capacidad nuclear.
En las horas posteriores al ataque, mientras el humo aún se alzaba sobre las ruinas de las instalaciones iraníes, las cancillerías de Oriente Medio iniciaron consultas urgentes. El mapa geopolítico de la región acababa de sufrir una sacudida símica, y nadie sabía aún cómo recomponer las piezas.
Los aliados tradicionales de Irán, privados súbitamente de la coordinación central de Teherán, se encuentran ahora en una situación de orfandad estratégica. Hezbollah en el Líbano, los hutíes en Yemen, las milicias chiíes en Irak: todos esperan instrucciones que quizás no lleguen nunca de la misma forma. El "eje de resistencia" que había mantenido en jaque a Israel y sus aliados durante décadas se tambalea sin sus arquitectos.
En Riad, los príncipes saudíes contemplan con calculada satisfacción el debilitamiento de su enemigo ancestral. Los Emiratos Árabes Unidos han puesto en alerta sus fuerzas navales en el Golfo Pérsico, preparándose para llenar cualquier vacío de poder que pueda surgir. En Ankara, Erdogan convoca reuniones de emergencia: Turquía, siempre oportunista, evalúa cómo capitalizar la nueva situación.
En Washington, los teléfonos del Pentágono y el Departamento de Estado no han dejado de sonar. La administración estadounidense debe recalibrar sobre la marcha una estrategia regional que había pivotado durante años en torno al equilibrio entre Israel e Irán. La eliminación de la amenaza nuclear iraní alivia una presión histórica sobre Estados Unidos, pero la inestabilidad resultante abre interrogantes que no tienen respuestas fáciles.
En las primeras 72 horas tras la "Operación León Ascendente", el mundo ha asistido a una demostración de fuerza que redefinirá las reglas del juego regional durante años. Israel ha enviado un mensaje inequívoco: ninguna amenaza existencial contra su supervivencia quedará sin respuesta, sin importar la complejidad de la operación requerida.
Pero Netanyahu y su gabinete de guerra saben que la victoria táctica no garantiza la paz estratégica. El león ha rugido con una fuerza devastadora, pero los ecos de ese rugido apenas comienzan a propagarse por los desiertos y montañas de Oriente Medio. Las consecuencias reales de esta operación se medirán no en horas o días, sino en los meses y años venideros.
En los archivos del Mossad, la "Operación León Ascendente" pasará a la historia como una de las operaciones de inteligencia y fuerza más complejas jamás ejecutadas. Pero en los cafés de Teherán, en los campamentos de refugiados palestinos y en las aldeas del Líbano meridional, se recordará como el amanecer que cambió para siempre el equilibrio de poder en una región que lleva milenios definiendo el destino del mundo.
La historia de Oriente Medio acaba de escribir un nuevo capítulo, pero el libro está lejos de cerrarse. El rugido del león ha silenciado temporalmente a sus enemigos, pero también ha despertado fuerzas que tardarán tiempo en mostrar su verdadero rostro.
Nota del autor: Esta crónica se basa en los hechos documentados de una operación militar sin precedentes. Los diálogos y escenas han sido reconstruidos a partir de protocolos militares conocidos, testimonios posteriores y el análisis de fuentes de inteligencia. Los eventos descritos marcan un punto de inflexión en la historia contemporánea de Oriente Medio.
En la penumbra de un búnker subterráneo de Teherán, el aire espeso cargaba el peso de tres décadas de tensión. Las 23:47 del jueves marcaban en los relojes digitales de las paredes reforzadas con hormigón armado cuando los últimos generales tomaron asiento alrededor de la mesa blindada. Amir Ali Hajizadeh ajustó su uniforme de la Guardia Revolucionaria mientras repasaba mentalmente los informes de inteligencia que habían llegado durante la semana. Algo no encajaba, pero no lograba identificar qué.
A pocos metros, Mohammad Bagheri desplegaba mapas satelitales sobre la superficie metálica. Las coordenadas de las instalaciones nucleares de Natanz y Fordo aparecían marcadas con círculos rojos, mientras que las posiciones de los sistemas de defensa antiaérea S-300 y Bavar-373 formaban un perímetro defensivo que, sobre el papel, parecía impenetrable.
—Los israelíes están jugando al gato y al ratón —murmuró Gholam-Ali Rashid, comandante del Mando de Emergencia, mientras señalaba las rutas de aproximación más probables—. Pero esta vez no les será tan fácil.
Hossein Salami, el hombre más poderoso de la sala después del Líder Supremo, permanecía en silencio. Sus ojos oscuros escrutaban cada detalle del despliegue defensivo mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. Treinta años comandando la élite militar iraní le habían enseñado a desconfiar de la calma que precedía a las tormentas.
Lo que ninguno de ellos sabía es que, en ese mismo momento, a 1.200 kilómetros de distancia, las torres de control de la base aérea de Nevatim vibraban con una actividad frenética. Los pilotos de los F-35I "Adir" y los F-16I "Sufa" completaban sus últimas verificaciones preoperacionales bajo la luz artificial de los hangares. En las pantallas de los centros de comando israelíes, las coordenadas exactas del búnker de Teherán parpadeaban como un faro en la oscuridad.
La trampa había comenzado a tejerse semanas atrás en los despachos refrigerados del cuartel general del Mossad en Tel Aviv. Meir Dagan, veterano de operaciones encubiertas, había perfeccionado durante décadas el arte de la guerra psicológica. La estrategia era elegante en su simplicidad: hacer que el enemigo creyera que conocía tus intenciones cuando, en realidad, desconocía por completo tus verdaderos planes.
Los primeros hilos se movieron a través de canales diplomáticos. Mensajes filtrados a través de intermediarios en Omán y Qatar sugerían que Israel presionaría para obtener concesiones antes de las negociaciones nucleares previstas para el domingo. Era el patrón habitual: tensión, escalada retórica, negociación de última hora. Teherán lo conocía bien.
Paralelamente, las células del Mossad infiltradas en territorio iraní durante años comenzaron a activarse. En Teherán, Isfahan, Qom y Shiraz, agentes durmientes que habían construido identidades impecables durante lustros recibieron órdenes precisas. No solo debían informar sobre movimientos militares; tenían que influir sutilmente en las decisiones de sus objetivos.
En los mercados de Kermanshah, un comerciante de alfombras que llevaba una doble vida desde 2018 estableció contacto con un oficial de logística de la Guardia Revolucionaria. La conversación, aparentemente casual, derivó hacia los rumores de un posible ataque israelí. "Dicen que Netanyahu está bajo mucha presión interna", comentó mientras servía té. "Quizás no sea más que teatro político antes de las conversaciones de Omán".
En los cafés de Isfahan, cerca de las instalaciones nucleares, otros agentes diseminaban informaciones similares. El mensaje era consistente: Israel no atacaría antes de agotar la vía diplomática. Era exactamente lo que los líderes iraníes querían escuchar.
Mientras la desinformación hacía su trabajo, los cielos del Mediterráneo oriental se convertían en un tablero de ajedrez tridimensional. Los radares jordanos y saudíes detectaban movimientos aéreos israelíes, pero nada fuera de lo habitual. Vuelos de entrenamiento, patrullas rutinarias, maniobras de distracción. Todo formaba parte de una coreografía militar diseñada para adormecer los sentidos del enemigo.
En las bases aéreas de Hatzerim, Ramon y Nevatim, los técnicos trabajaban en turnos de 24 horas preparando lo que sería la mayor operación aérea ofensiva en la historia de Israel. Los F-35I "Adir", los cazas furtivos más avanzados del arsenal israelí, recibían modificaciones especiales: tanques de combustible adicionales, sistemas de navegación actualizados y, lo más importante, munición bunker-buster GBU-28 capaz de penetrar hasta 30 metros de hormigón armado.
El coronel Avi Mizrahi, veterano piloto con más de 3.000 horas de vuelo, supervisaba personalmente los preparativos de su escuadrón. "Esta vez no volveremos con las manos vacías", murmuró a su segundo al mando mientras observaba cómo los armeros cargaban las bombas guiadas por láser en los pilones de su aeronave.
Los F-16I "Sufa", los caballos de batalla de la Fuerza Aérea israelí, se preparaban para misiones de supresión de defensas aéreas. Sus radares AN/APG-68(V)9 habían sido calibrados específicamente para detectar y neutralizar los sistemas de defensa iraníes. Cada piloto conocía de memoria las frecuencias de los radares enemigos, las rutas de aproximación y los puntos ciegos del sistema defensivo iraní.
A las 02:45 de la madrugada del viernes, los primeros cazas israelíes despegaron en completo silencio radio. La operación "León Ascendente" había comenzado. Doscientas aeronaves de combate se elevaron desde seis bases diferentes, formando una armada aérea que surcaría los cielos durante las próximas cuatro horas.
En el búnker de Teherán, los generales iraníes continuaban su reunión, ajenos al peligro que se aproximaba a velocidad supersónica. Las pantallas de sus sistemas de alerta temprana permanecían en silencio. Los radares de largo alcance no detectaban amenazas inmediatas. Todo parecía normal.
Hajizadeh consultó su reloj: las 02:50. En diez minutos, la reunión habría terminado y cada comandante regresaría a su sector de responsabilidad. Era el protocolo establecido para minimizar riesgos en caso de ataque. Pero esos diez minutos se convertirían en una eternidad.
A 40.000 pies de altitud, los F-35I israelíes habían activado su modo furtivo. Sus secciones transversales de radar se habían reducido al tamaño de una pelota de golf, volviéndolos prácticamente invisibles para los sistemas de detección iraníes. Navegaban en formación dispersa, siguiendo rutas calculadas para evitar los corredores de radar más sensibles.
El comandante de la misión, identificado solo por su indicativo "Lobo Uno", monitoreaba desde su cabina las señales de GPS que confirmaban las posiciones exactas de todos los objetivos. La inteligencia humana había funcionado a la perfección: sabían exactamente dónde estaban sus enemigos.
A las 02:58, los cielos de Oriente Medio se iluminaron con el destello de los motores de combate. Los primeros misiles aire-superficie AGM-158 JASSM comenzaron su descenso hacia los objetivos prioritarios. Las instalaciones de Natanz y Fordo, que habían resistido décadas de presión internacional, se preparaban para recibir su primera visita no invitada.
En el búnker de Teherán, las primeras alarmas comenzaron a sonar cuando ya era demasiado tarde. Los sistemas de comunicación se saturaron con reportes de ataques simultáneos en todo el país. Isfahan, Parchin, Shiraz, Tabriz, Arak, Qom... Los nombres de las instalaciones estratégicas iraníes se sucedían en un rosario de destrucción.
Salami se incorporó bruscamente cuando la primera bomba bunker-buster impactó contra el techo del refugio. El hormigón armado de tres metros de espesor se desplomó como si fuera papel. La onda expansiva se propagó por los pasillos subterráneos, apagando las luces de emergencia y llenando el aire de polvo y detritus.
En los segundos finales, mientras el búnker se desmoronaba sobre sus cabezas, los líderes de la Guardia Revolucionaria comprendieron la magnitud de su error. No había sido solo un ataque militar; había sido una ejecución quirúrgica planificada hasta el último detalle. Israel no había venido a negociar. Había venido a decapitar el poder de los clérigos islamistas iraníes.
Cuando las primeras luces del alba iluminaron los cielos de Irán, el paisaje militar de Oriente Medio había cambiado para siempre. Los principales comandantes de la fuerza militar más poderosa de la región yacían sepultados bajo toneladas de escombros. Las instalaciones nucleares de Natanz mostraban cráteres humeantes donde antes se alzaban las centrifugadoras. En Fordo, la montaña que protegía el complejo subterráneo había sido literalmente reventada desde dentro.
Los drones israelíes infiltrados durante meses en territorio iraní habían completado su misión suicida, destruyendo plataformas de lanzamiento de misiles balísticos y depósitos de combustible estratégico. Los sistemas de guerra electrónica habían cegado temporalmente las defensas antiaéreas, permitiendo que los cazas israelíes operaran con impunidad durante las cuatro horas que duró la operación.
En Tel Aviv, Benjamin Netanyahu contemplaba desde su despacho los primeros informes de daños. La operación había superado todas las expectativas. No solo habían neutralizado la amenaza nuclear iraní; habían eliminado a la generación de líderes militares que había construido el poder regional de la República Islámica durante tres décadas.
Pero el primer ministro israelí sabía que la victoria táctica no garantizaba la paz estratégica. Irán no era un país aislado como Irak o Siria. Sus tentáculos se extendían desde el Líbano hasta Yemen, desde Afganistán hasta las costas del Mediterráneo. La hidra había perdido varias cabezas, pero su cuerpo seguía vivo.
En las horas siguientes al ataque, el mundo contuvo la respiración. Los mercados petroleros se dispararon, los sistemas de defensa de Oriente Medio se pusieron en alerta máxima y las cancillerías occidentales iniciaron consultas de emergencia. La "Operación León Ascendente" había alterado el equilibrio regional de forma irreversible.
En Teherán, los supervivientes de la cúpula política iraní se reunían en búnkeres alternativos, tratando de evaluar el alcance del desastre. La pérdida de Salami, Hajizadeh y el resto de comandantes representaba más que una tragedia militar; era un golpe al corazón mismo del sistema que había gobernado Irán durante cuatro décadas.
El Líder Supremo Ali Jamenei, de 85 años, se enfrentaba a la crisis más grave de su mandato. La máquina militar que había construido para proyectar poder en toda la región había quedado decapitada en una sola noche. Los proxy militares de Irán en Líbano, Siria, Irak y Yemen se encontraban súbitamente huérfanos de comando central.
La organización terrorista Hezbollah, el brazo armado más poderoso de Irán en el Líbano, había perdido a sus coordinadores directos en Teherán. Los milicianos chiíes en Irak se encontraban sin órdenes claras. Los hutíes en Yemen, que habían mantenido en jaque a Arabia Saudí durante años, se veían privados de la logística y coordinación iraníes.
Pero Israel también había pagado un precio. La operación había requerido la movilización de prácticamente toda su fuerza aérea táctica, dejando al país temporalmente vulnerable a represalias. Los 1.300 millones de euros invertidos en preparativos durante dos años representaban una apuesta total: todo o nada.
Los pilotos que regresaron a sus bases en las primeras horas de la mañana del viernes traían en sus rostros la expresión de quienes habían participado en un momento histórico. El coronel Mizrahi, al bajar de su F-35I después de cinco horas de vuelo, resumió el sentimiento general: "Hemos hecho lo que había que hacer. Ahora veremos si ha valido la pena".
La respuesta llegará en las semanas siguientes. Irán, privado de su élite militar, se verá obligado a reconstruir su comando desde cero. Los nuevos líderes, menos experimentados y más cautelosos, tardarán años en alcanzar el nivel de coordinación y eficacia de sus predecesores.
Para Israel, la "Operación León Ascendente" representaba la culminación de tres décadas de guerra en las sombras. Desde los atentados contra científicos nucleares iraníes hasta el sabotaje de las instalaciones de Natanz con el virus Stuxnet, Tel Aviv había librado una campaña constante para evitar que Irán alcanzara la capacidad nuclear.
En las horas posteriores al ataque, mientras el humo aún se alzaba sobre las ruinas de las instalaciones iraníes, las cancillerías de Oriente Medio iniciaron consultas urgentes. El mapa geopolítico de la región acababa de sufrir una sacudida símica, y nadie sabía aún cómo recomponer las piezas.
Los aliados tradicionales de Irán, privados súbitamente de la coordinación central de Teherán, se encuentran ahora en una situación de orfandad estratégica. Hezbollah en el Líbano, los hutíes en Yemen, las milicias chiíes en Irak: todos esperan instrucciones que quizás no lleguen nunca de la misma forma. El "eje de resistencia" que había mantenido en jaque a Israel y sus aliados durante décadas se tambalea sin sus arquitectos.
En Riad, los príncipes saudíes contemplan con calculada satisfacción el debilitamiento de su enemigo ancestral. Los Emiratos Árabes Unidos han puesto en alerta sus fuerzas navales en el Golfo Pérsico, preparándose para llenar cualquier vacío de poder que pueda surgir. En Ankara, Erdogan convoca reuniones de emergencia: Turquía, siempre oportunista, evalúa cómo capitalizar la nueva situación.
En Washington, los teléfonos del Pentágono y el Departamento de Estado no han dejado de sonar. La administración estadounidense debe recalibrar sobre la marcha una estrategia regional que había pivotado durante años en torno al equilibrio entre Israel e Irán. La eliminación de la amenaza nuclear iraní alivia una presión histórica sobre Estados Unidos, pero la inestabilidad resultante abre interrogantes que no tienen respuestas fáciles.
En las primeras 72 horas tras la "Operación León Ascendente", el mundo ha asistido a una demostración de fuerza que redefinirá las reglas del juego regional durante años. Israel ha enviado un mensaje inequívoco: ninguna amenaza existencial contra su supervivencia quedará sin respuesta, sin importar la complejidad de la operación requerida.
Pero Netanyahu y su gabinete de guerra saben que la victoria táctica no garantiza la paz estratégica. El león ha rugido con una fuerza devastadora, pero los ecos de ese rugido apenas comienzan a propagarse por los desiertos y montañas de Oriente Medio. Las consecuencias reales de esta operación se medirán no en horas o días, sino en los meses y años venideros.
En los archivos del Mossad, la "Operación León Ascendente" pasará a la historia como una de las operaciones de inteligencia y fuerza más complejas jamás ejecutadas. Pero en los cafés de Teherán, en los campamentos de refugiados palestinos y en las aldeas del Líbano meridional, se recordará como el amanecer que cambió para siempre el equilibrio de poder en una región que lleva milenios definiendo el destino del mundo.
La historia de Oriente Medio acaba de escribir un nuevo capítulo, pero el libro está lejos de cerrarse. El rugido del león ha silenciado temporalmente a sus enemigos, pero también ha despertado fuerzas que tardarán tiempo en mostrar su verdadero rostro.
Nota del autor: Esta crónica se basa en los hechos documentados de una operación militar sin precedentes. Los diálogos y escenas han sido reconstruidos a partir de protocolos militares conocidos, testimonios posteriores y el análisis de fuentes de inteligencia. Los eventos descritos marcan un punto de inflexión en la historia contemporánea de Oriente Medio.