Prólogo de "Pasajes, 1970"
Un silencio que protege y condena
Hay libros que no solo cuentan una historia: crean un clima, levantan un mundo propio, envuelven al lector en un vapor tan denso que, al cerrar sus páginas, uno tiene la impresión de emerger a la superficie tras haber estado sumergido en otro tiempo, en otro lugar, en otra vida. Pasajes, 1970 de Raúl González Zorrilla es uno de esos raros casos.
Quien se adentre en estas páginas encontrará mucho más que un simple caso policial. Descubrirá un pueblo portuario del norte de España, Pasajes Ancho, donde el salitre, la humedad y el olor a pescado parecen impregnar cada piedra y cada conciencia. Donde la lluvia no solo borra huellas, sino que arrastra culpas, silencios y pactos oscuros. Donde el miedo se filtra por rendijas invisibles, se instala en los comedores humildes y se sirve en cada vaso de vino agrio que los parroquianos apuran en bares desangelados.
González Zorrilla, nacido él mismo en Pasajes Ancho, construye con maestría un microcosmos asfixiante, donde el pasado inmediato —ese 1970 marcado por el eco aún reciente del asesinato de Melitón Manzanas y por la obsesión de la Guardia Civil con la incipiente ETA— se convierte en el verdadero antagonista. El crimen del pescador Mikel Azpiazu no es solo el motor narrativo: es la excusa perfecta para que el autor despliegue ante nuestros ojos la telaraña de secretos, complicidades y traiciones que sostiene la vida cotidiana en un lugar aparentemente anodino.
Pero el gran hallazgo de esta novela corta, el pilar que sostiene el edificio moral y literario del relato, es sin duda su protagonista: el inspector Ignacio Mendizábal. No estamos ante el típico policía cínico, alcohólico o autodestructivo tan frecuente en la novela negra; Mendizábal es, paradójicamente, un hombre casi recto en medio de la podredumbre, un funcionario honrado que sabe muy bien que la verdad, cuando se la fuerza a salir a la luz, puede ser más letal que la mentira. Su sentido de la justicia no se agota en el reglamento ni en la captura de los culpables: va más allá, hacia ese espacio ambiguo donde proteger la vida —propia y ajena— se convierte en la prioridad suprema, aunque para ello haya que pactar con el silencio o retorcer la letra del informe oficial.
El lector quedará atrapado por el ritmo pausado, casi ceremonioso, de la narración. González Zorrilla sabe tomarse su tiempo para describir la lluvia sobre el muelle, el brillo aceitoso del agua mezclada con sangre, la tensión contenida en un café servido sin preguntar. Sus descripciones tienen algo de cinematográfico, de luz filtrándose a través de persianas medio rotas, de gabardinas mojadas y farolas que iluminan más sombras que certezas. Pero no es solo estética noir lo que hallamos aquí: es un testimonio sutil, cargado de verdad, sobre cómo se vive bajo el peso de un terror que es tanto político como íntimo.
Hay, además, una admirable contención en el tratamiento del conflicto histórico. ETA está presente, pero no se convierte en la estrella del espectáculo. Es un fondo inquietante, el latido amenazante que organiza la vida del pueblo. Así, el lector siente el peligro de la misma manera que lo sienten los personajes: como un rumor que recorre las tabernas, como una lista de nombres siniestramente anotados, como una boina azul empapada que delata más de lo que parece.
Pasajes, 1970 es también un homenaje involuntario —o quizá muy deliberado— a los grandes clásicos del género. Hay ecos de Simenon en el inspector Mendizábal, con su humanidad discreta y su cansancio moral; hay algo del Chandler más desencantado en las conversaciones tensas, en los silencios densos como plomo; incluso podemos rastrear la huella de Vázquez Montalbán en esa forma de vincular crimen y política, mercado negro y memoria colectiva.
Pero sobre todo, este libro tiene voz propia. Y es una voz que late con autenticidad, que conoce el terreno que pisa, que nos habla no solo de un asesinato en un muelle vasco hace más de medio siglo, sino de cualquier lugar y tiempo donde la cobardía se disfraza de prudencia, donde la complicidad se vende como sentido común, y donde los hombres decentes son, por ello mismo, los más expuestos al peligro.
Por eso celebro que Pasajes, 1970 vea ahora la luz en forma de libro. Porque necesitamos recordatorios literarios como este: para entender cómo el miedo puede convertirse en la argamasa de una comunidad entera, para admirar la valentía de quienes eligen no callar (o al menos, no siempre), y para sumergirnos en un relato que, aun lleno de sombras, nos ilumina con la certeza de que la honradez —aunque la paguen cara— sigue siendo la virtud más revolucionaria.
Lector: abre este libro como quien se adentra en un callejón húmedo donde algo ha ocurrido y donde nada volverá a ser igual. Sigue los pasos del inspector Mendizábal, escucha la lluvia golpear las tejas, siente el frío filtrarse bajo la gabardina. Porque ese escalofrío, al fin y al cabo, es la verdadera marca de la buena literatura.
Hay libros que no solo cuentan una historia: crean un clima, levantan un mundo propio, envuelven al lector en un vapor tan denso que, al cerrar sus páginas, uno tiene la impresión de emerger a la superficie tras haber estado sumergido en otro tiempo, en otro lugar, en otra vida. Pasajes, 1970 de Raúl González Zorrilla es uno de esos raros casos.
Quien se adentre en estas páginas encontrará mucho más que un simple caso policial. Descubrirá un pueblo portuario del norte de España, Pasajes Ancho, donde el salitre, la humedad y el olor a pescado parecen impregnar cada piedra y cada conciencia. Donde la lluvia no solo borra huellas, sino que arrastra culpas, silencios y pactos oscuros. Donde el miedo se filtra por rendijas invisibles, se instala en los comedores humildes y se sirve en cada vaso de vino agrio que los parroquianos apuran en bares desangelados.
González Zorrilla, nacido él mismo en Pasajes Ancho, construye con maestría un microcosmos asfixiante, donde el pasado inmediato —ese 1970 marcado por el eco aún reciente del asesinato de Melitón Manzanas y por la obsesión de la Guardia Civil con la incipiente ETA— se convierte en el verdadero antagonista. El crimen del pescador Mikel Azpiazu no es solo el motor narrativo: es la excusa perfecta para que el autor despliegue ante nuestros ojos la telaraña de secretos, complicidades y traiciones que sostiene la vida cotidiana en un lugar aparentemente anodino.
Pero el gran hallazgo de esta novela corta, el pilar que sostiene el edificio moral y literario del relato, es sin duda su protagonista: el inspector Ignacio Mendizábal. No estamos ante el típico policía cínico, alcohólico o autodestructivo tan frecuente en la novela negra; Mendizábal es, paradójicamente, un hombre casi recto en medio de la podredumbre, un funcionario honrado que sabe muy bien que la verdad, cuando se la fuerza a salir a la luz, puede ser más letal que la mentira. Su sentido de la justicia no se agota en el reglamento ni en la captura de los culpables: va más allá, hacia ese espacio ambiguo donde proteger la vida —propia y ajena— se convierte en la prioridad suprema, aunque para ello haya que pactar con el silencio o retorcer la letra del informe oficial.
El lector quedará atrapado por el ritmo pausado, casi ceremonioso, de la narración. González Zorrilla sabe tomarse su tiempo para describir la lluvia sobre el muelle, el brillo aceitoso del agua mezclada con sangre, la tensión contenida en un café servido sin preguntar. Sus descripciones tienen algo de cinematográfico, de luz filtrándose a través de persianas medio rotas, de gabardinas mojadas y farolas que iluminan más sombras que certezas. Pero no es solo estética noir lo que hallamos aquí: es un testimonio sutil, cargado de verdad, sobre cómo se vive bajo el peso de un terror que es tanto político como íntimo.
Hay, además, una admirable contención en el tratamiento del conflicto histórico. ETA está presente, pero no se convierte en la estrella del espectáculo. Es un fondo inquietante, el latido amenazante que organiza la vida del pueblo. Así, el lector siente el peligro de la misma manera que lo sienten los personajes: como un rumor que recorre las tabernas, como una lista de nombres siniestramente anotados, como una boina azul empapada que delata más de lo que parece.
Pasajes, 1970 es también un homenaje involuntario —o quizá muy deliberado— a los grandes clásicos del género. Hay ecos de Simenon en el inspector Mendizábal, con su humanidad discreta y su cansancio moral; hay algo del Chandler más desencantado en las conversaciones tensas, en los silencios densos como plomo; incluso podemos rastrear la huella de Vázquez Montalbán en esa forma de vincular crimen y política, mercado negro y memoria colectiva.
Pero sobre todo, este libro tiene voz propia. Y es una voz que late con autenticidad, que conoce el terreno que pisa, que nos habla no solo de un asesinato en un muelle vasco hace más de medio siglo, sino de cualquier lugar y tiempo donde la cobardía se disfraza de prudencia, donde la complicidad se vende como sentido común, y donde los hombres decentes son, por ello mismo, los más expuestos al peligro.
Por eso celebro que Pasajes, 1970 vea ahora la luz en forma de libro. Porque necesitamos recordatorios literarios como este: para entender cómo el miedo puede convertirse en la argamasa de una comunidad entera, para admirar la valentía de quienes eligen no callar (o al menos, no siempre), y para sumergirnos en un relato que, aun lleno de sombras, nos ilumina con la certeza de que la honradez —aunque la paguen cara— sigue siendo la virtud más revolucionaria.
Lector: abre este libro como quien se adentra en un callejón húmedo donde algo ha ocurrido y donde nada volverá a ser igual. Sigue los pasos del inspector Mendizábal, escucha la lluvia golpear las tejas, siente el frío filtrarse bajo la gabardina. Porque ese escalofrío, al fin y al cabo, es la verdadera marca de la buena literatura.