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La Tribuna del País Vasco
Sábado, 05 de Julio de 2025 Tiempo de lectura:

“Sánchez, hijo de puta”: un grito indignado del pueblo se convierte en la auténtica canción del verano

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Hay quienes se escandalizan por escuchar, en plazas abarrotadas, estadios desbordados o conciertos multitudinarios, el rugir colectivo de “Sánchez, hijo de puta”. Se retuercen las manos, hablan de crispación, de populacho embrutecido, de hooligans de la política. Lo cierto es que pocos fenómenos recientes reflejan con tanta nitidez el estado moral y político de un país como este grito espontáneo, irreverente, visceral y —paradójicamente— profundamente democrático.


Porque sí: llamar al presidente socialista del Gobierno con semejante improperio, a coro, sin consignas partidistas, sin necesidad de que lo convoque una central, sin pancartas ni subvenciones, es un ejercicio casi primigenio de libertad de expresión popular, la misma que quiere suprimir Pedro Sánchez. Es la constatación sonora y brutal de que existe un divorcio profundo entre buena parte del pueblo español y sus gobernantes. Hartazgo de la corrupción y el cinismo


¿Cómo sorprenderse de esta reacción cuando se multiplican los indicios de corrupción que cercan al partido en el poder? ¿Cómo no entender la indignación cuando la Guardia Civil pone el foco en contratos opacos, en comisiones infladas, en redes clientelares que se disfrazan de urgencia sanitaria para llenar bolsillos? El “caso Cerdán”, derivado de investigaciones exhaustivas, no es un capricho mediático: es la evidencia de que el PSOE, el partido que prometió limpieza y ejemplaridad podría estar tan pringado como aquellos a los que antaño fustigó.


El español medio, el que es extorsionado a impuestos sin posibilidad de ingeniería fiscal, contempla con un rictus agrio cómo bajo el Gobierno "progresista" se perpetúan los mismos vicios que llevan décadas corroyendo la confianza en la política. Y su forma de responder, en ausencia de auditorías efectivas y de justicias rápidas, es el grito.

 

A esto se suma algo más preocupante: la sensación de que el Gobierno de Sánchez ha normalizado procedimientos abiertamente antidemocráticos. ¿No son un aviso inquietante las reformas exprés por decreto que esquivan el debate parlamentario, los cambios legislativos ad hoc para asegurarse apoyos, o las cesiones escandalosas a partidos cuyo proyecto explícito es despedazar España? El pacto con EH Bildu, heredero político del terrorismo, ha sido un hito moral difícil de tragar para millones de españoles. La reciente ley de amnistía para los golpistas del procés, aprobada por un Tribunal Constitucional miserable al servicio del Gobierno, es el mejor ejemplo de hasta dónde puede llegar un Ejecutivo dispuesto a hipotecar principios elementales del Estado de Derecho con tal de conservar el poder.


¿De verdad sorprende que la calle reaccione con un grito hosco, directo, nada académico, pero cargado de verdad? No, el insulto no es elegante. Tampoco es sutil. Pero tiene algo de liturgia democrática subterránea, de válvula de escape frente a un poder impune que cada vez escucha menos, debate menos y teme menos a la opinión pública. Es el equivalente moderno de aquellas coplas satíricas que corrían por las tabernas para ridiculizar al rey o al valido. Es el ciudadano anónimo diciendo: “Te vemos, sabemos lo que haces, y aunque no podamos impedirlo, no te concedemos el mínimo respeto”.


Curiosamente, este insulto masivo es también un mensaje de hondísimo respeto por el ideal democrático. Porque quien grita “Sánchez, hijo de puta” no sueña, como sí lo hacen otros, con un golpe, ni con fusilar a políticos, ni con abolir el Parlamento. Solo sueña con que su voz, aunque sea rota y grosera, sirva para poner límite moral a un Gobierno de miserables que, de otro modo, se siente impune.


Comprenderlo es más importante que condenarlo
Por eso, antes de rasgarnos las vestiduras, deberíamos comprender —y hasta justificar en términos políticos— estos comportamientos. Es preferible una sociedad que insulte abiertamente a su Presidente a una sociedad que calle por miedo o indiferencia. Es preferible un pueblo que se agrupe en estadios para vociferar a coro, que otro que mastique el resentimiento en silencio hasta que explote por vías mucho más destructivas.


No se trata de idealizar la grosería ni de fomentar la bronca. Se trata de entenderla como termómetro social. Cuando un Presidente necesita desplegar leyes de amnistía, contratos opacos y pactos con herederos del terrorismo para mantenerse a flote, el verdadero peligro no es que la gente grite improperios. El verdadero peligro es el Presidente y el hecho de que algún día el pueblo deje de gritar porque haya perdido toda fe en que protestar sirva de algo.

 

 

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