Primarias para un autócrata
Cuentan que el 13 de abril de 1655 el joven Luis XIV de Francia pronunció ante el Parlamento de París una frase que dejaba clara la primacía de la autoridad real sobre cualquier otro poder, incluido el parlamentario: “L'État c'est moi”, “El Estado soy yo”.
Fuera cierta la frase, o apócrifa e inventada por los enemigos del rey para desacreditarle, ha quedado en el imaginario político asociada con todo régimen sometido al capricho de una sola persona, cuya voluntad está por encima de cualquier órgano de gobierno. Es la definición perfecta del absolutismo y la autocracia.
Han pasado los siglos y políticamente ha llovido mucho. En Occidente los gobiernos son democráticos y no existen, en teoría, los autócratas.
Podría parecer para un observador poco atento, que Luis XIV no tiene seguidores en nuestro entorno. Pero la realidad es muy diferente.
La semilla de la autocracia está arraigada en nuestro suelo, abonada en los últimos decenios por el renacimiento del populismo gracias a la debilidad de los partidos políticos y a unos sistemas de elección interna de liderazgos como las llamadas “primarias”, que parecen pensadas para favorecer a los demagogos.
Desde hace años hemos asistido a una sumisa aceptación por parte de personas aparentemente formadas, de entidades presuntamente serias y de medios de comunicación que creíamos responsables, de la prevalencia de la voluntad omnímoda de líderes de partidos o de gobiernos como eje vertebrador de sus organizaciones. Como si solamente ellos encarnaran la voluntad del grupo o de la sociedad.
¿De que manera los que deberían velar por el pluralismo caen en el más abyecto servilismo? Casi siempre es por lo mismo: miedo a perder sus prebendas y su posición, porque son conscientes de que los émulos actuales de Luis XIV persiguen con saña a cualquier disidente y lo expulsan del Versalles del poder.
La amenaza sobre el carácter representativo de las organizaciones se ve con claridad en los partidos políticos: aunque son todos formalmente democráticos, están transmutándose en simples estructuras electorales cimentadas en el culto al candidato.
Poco a poco, van dejando de ser espacios para agruparse los ciudadanos afines a unos principios para el debate de ideas y para elegir como representantes públicos a los mejor preparados entre los militantes y se limitan a ratificar las ideas del dirigente de turno y a sus protegidos, aunque sean zotes absolutos.
El “viejo estilo” de participar en política ha dejado de ser necesario: el líder mediante las primarias se transforma en una especie de Mesías político.
Hombre o mujer, preferentemente joven y atractivo, sonriente, verboso y “televisivo”, según gana parece que ha llegado al lugar que le reservaba el destino desde el comienzo de los tiempos. Como un nuevo Moisés aparece con sus tablas de la ley y su pueblo elegido: programa, guardia pretoriana y equipo de fieles servidores. Los demás solo deben adorarle y obedecerle.
Si en un partido aparece un dirigente de este tipo, el militante puede adorarle y quedarse dentro o puede no hacerlo e irse. Pero solo se admite su sumisión. Cualquier otra cosa es ser un desafecto.
Piensen los lectores con qué naturalidad venimos aceptando de unos años a esta parte que en muchas organizaciones políticas el ganador de cualquier proceso electoral interno, que representa solo a una parte de los miembros de la organización y debiera respetar a quienes representan a otros sectores, amparando el necesario pluralismo, se transmute de hecho en líder todopoderoso que barre de cualquier órgano y de todo puesto electivo a todos aquellos que pertenecen a otras corrientes, a quienes simplemente no le apoyaron e incluso a quienes le apoyaron, pero no con el debido entusiasmo.
Las purgas, una vez desatadas, van cayendo en cascada hasta el último rincón del partido. Precisamente por su carácter indiscriminado y el miedo que difunden, sirven de excelente cemento del apoyo al líder que las desencadena.
Todo vale como excusa para iniciar una purga: un mal resultado electoral local o parcial, un desacuerdo ideológico, organizativo o personal, una presunta desviación de las instrucciones, un simple comentario, una foto desafortunada...
Pero para justificar esa labor de eliminación de “desafectos”, en una sociedad mediática hay que vestirla con ropajes literarios. Y nada mejor que el uso repetido hasta la saciedad en los discursos y declaraciones de conceptos de significado tan difuso como aparentemente positivo. Por ejemplo, hablar de la necesaria “renovación”, “actualización”, “apertura”, “cambio” o “relevo”, apelar a la “unidad” e “identidad” de la organización, o anteponer a cualquier otra estrategia la adopción de un “discurso ganador”...
En realidad, ¿qué significan estas palabras en esta era de líderes políticos inmarcesibles?. Son solo jaculatorias vacías.
Los cinco primeros conceptos se aplican para laminar a quien no es claramente un partidario incondicional, y por tanto sobra en el “nuevo proyecto”. Los tres últimos recuerdan que el que se mueve no sale en la foto, que el que discrepa tampoco y que el que dice algo que no sea lo que predica el líder no cuenta.
Ocho palabras para aplicar al adversario real o imaginario, al disidente, al tibio o al no claramente sometido, una suerte de excomunión laica en la vida interna de los partidos. Y ya se sabe, “Extra Ecclesiam nulla salus”, fuera del partido no hay vida política ni salvación.
Ni prebendas tampoco, claro. Así que los melifluos y ambiciosos corren a adorar al líder.
Poco a poco, los partidos políticos se están transformando en simples plataformas electorales de líderes que, según conquistan el poder interno, hacen tabla rasa con todo y con todos, se rodean solo de fieles, colocan en los puestos públicos a sus adictos y se amarran, con ayuda del aparato, el control de todos los escalones de poder interno, creando una red clientelar que garantiza la fidelidad al líder incluso en momentos de debacles políticas y electorales.
Y lo que es peor, cuando llegan al poder a través de los gobiernos regionales o central intentan hacer lo mismo con el Estado: colonizarlo como un botín.
Gracias a esta auténtica cadena de enchufes y favores inconfesables, al líder (o lideresa) cuando sea derrotado o tenga un escándalo político mayúsculo, no se le pedirá que dimita: quién lo hiciera desde su equipo (que copa los puestos de la dirección), por coherencia debiera irse también.
Temo que si como sociedad no cortamos estas tendencias, si no exigimos el mantenimiento de la democracia interna y el pluralismo en los partidos políticos, a los mismos les sucederá lo que predijo el “Bienamado” Luis XV, sucesor del “Rey Sol”, tras décadas de absolutismo servil a ambos reyes: “Aprés moi, le déluge”, "Después de mí, el diluvio".
Y en algunos de nuestros partidos, gracias a las malhadadas primarias para elegir sus líderes autocráticos, ya ha empezado a llover torrencialmente.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019
Cuentan que el 13 de abril de 1655 el joven Luis XIV de Francia pronunció ante el Parlamento de París una frase que dejaba clara la primacía de la autoridad real sobre cualquier otro poder, incluido el parlamentario: “L'État c'est moi”, “El Estado soy yo”.
Fuera cierta la frase, o apócrifa e inventada por los enemigos del rey para desacreditarle, ha quedado en el imaginario político asociada con todo régimen sometido al capricho de una sola persona, cuya voluntad está por encima de cualquier órgano de gobierno. Es la definición perfecta del absolutismo y la autocracia.
Han pasado los siglos y políticamente ha llovido mucho. En Occidente los gobiernos son democráticos y no existen, en teoría, los autócratas.
Podría parecer para un observador poco atento, que Luis XIV no tiene seguidores en nuestro entorno. Pero la realidad es muy diferente.
La semilla de la autocracia está arraigada en nuestro suelo, abonada en los últimos decenios por el renacimiento del populismo gracias a la debilidad de los partidos políticos y a unos sistemas de elección interna de liderazgos como las llamadas “primarias”, que parecen pensadas para favorecer a los demagogos.
Desde hace años hemos asistido a una sumisa aceptación por parte de personas aparentemente formadas, de entidades presuntamente serias y de medios de comunicación que creíamos responsables, de la prevalencia de la voluntad omnímoda de líderes de partidos o de gobiernos como eje vertebrador de sus organizaciones. Como si solamente ellos encarnaran la voluntad del grupo o de la sociedad.
¿De que manera los que deberían velar por el pluralismo caen en el más abyecto servilismo? Casi siempre es por lo mismo: miedo a perder sus prebendas y su posición, porque son conscientes de que los émulos actuales de Luis XIV persiguen con saña a cualquier disidente y lo expulsan del Versalles del poder.
La amenaza sobre el carácter representativo de las organizaciones se ve con claridad en los partidos políticos: aunque son todos formalmente democráticos, están transmutándose en simples estructuras electorales cimentadas en el culto al candidato.
Poco a poco, van dejando de ser espacios para agruparse los ciudadanos afines a unos principios para el debate de ideas y para elegir como representantes públicos a los mejor preparados entre los militantes y se limitan a ratificar las ideas del dirigente de turno y a sus protegidos, aunque sean zotes absolutos.
El “viejo estilo” de participar en política ha dejado de ser necesario: el líder mediante las primarias se transforma en una especie de Mesías político.
Hombre o mujer, preferentemente joven y atractivo, sonriente, verboso y “televisivo”, según gana parece que ha llegado al lugar que le reservaba el destino desde el comienzo de los tiempos. Como un nuevo Moisés aparece con sus tablas de la ley y su pueblo elegido: programa, guardia pretoriana y equipo de fieles servidores. Los demás solo deben adorarle y obedecerle.
Si en un partido aparece un dirigente de este tipo, el militante puede adorarle y quedarse dentro o puede no hacerlo e irse. Pero solo se admite su sumisión. Cualquier otra cosa es ser un desafecto.
Piensen los lectores con qué naturalidad venimos aceptando de unos años a esta parte que en muchas organizaciones políticas el ganador de cualquier proceso electoral interno, que representa solo a una parte de los miembros de la organización y debiera respetar a quienes representan a otros sectores, amparando el necesario pluralismo, se transmute de hecho en líder todopoderoso que barre de cualquier órgano y de todo puesto electivo a todos aquellos que pertenecen a otras corrientes, a quienes simplemente no le apoyaron e incluso a quienes le apoyaron, pero no con el debido entusiasmo.
Las purgas, una vez desatadas, van cayendo en cascada hasta el último rincón del partido. Precisamente por su carácter indiscriminado y el miedo que difunden, sirven de excelente cemento del apoyo al líder que las desencadena.
Todo vale como excusa para iniciar una purga: un mal resultado electoral local o parcial, un desacuerdo ideológico, organizativo o personal, una presunta desviación de las instrucciones, un simple comentario, una foto desafortunada...
Pero para justificar esa labor de eliminación de “desafectos”, en una sociedad mediática hay que vestirla con ropajes literarios. Y nada mejor que el uso repetido hasta la saciedad en los discursos y declaraciones de conceptos de significado tan difuso como aparentemente positivo. Por ejemplo, hablar de la necesaria “renovación”, “actualización”, “apertura”, “cambio” o “relevo”, apelar a la “unidad” e “identidad” de la organización, o anteponer a cualquier otra estrategia la adopción de un “discurso ganador”...
En realidad, ¿qué significan estas palabras en esta era de líderes políticos inmarcesibles?. Son solo jaculatorias vacías.
Los cinco primeros conceptos se aplican para laminar a quien no es claramente un partidario incondicional, y por tanto sobra en el “nuevo proyecto”. Los tres últimos recuerdan que el que se mueve no sale en la foto, que el que discrepa tampoco y que el que dice algo que no sea lo que predica el líder no cuenta.
Ocho palabras para aplicar al adversario real o imaginario, al disidente, al tibio o al no claramente sometido, una suerte de excomunión laica en la vida interna de los partidos. Y ya se sabe, “Extra Ecclesiam nulla salus”, fuera del partido no hay vida política ni salvación.
Ni prebendas tampoco, claro. Así que los melifluos y ambiciosos corren a adorar al líder.
Poco a poco, los partidos políticos se están transformando en simples plataformas electorales de líderes que, según conquistan el poder interno, hacen tabla rasa con todo y con todos, se rodean solo de fieles, colocan en los puestos públicos a sus adictos y se amarran, con ayuda del aparato, el control de todos los escalones de poder interno, creando una red clientelar que garantiza la fidelidad al líder incluso en momentos de debacles políticas y electorales.
Y lo que es peor, cuando llegan al poder a través de los gobiernos regionales o central intentan hacer lo mismo con el Estado: colonizarlo como un botín.
Gracias a esta auténtica cadena de enchufes y favores inconfesables, al líder (o lideresa) cuando sea derrotado o tenga un escándalo político mayúsculo, no se le pedirá que dimita: quién lo hiciera desde su equipo (que copa los puestos de la dirección), por coherencia debiera irse también.
Temo que si como sociedad no cortamos estas tendencias, si no exigimos el mantenimiento de la democracia interna y el pluralismo en los partidos políticos, a los mismos les sucederá lo que predijo el “Bienamado” Luis XV, sucesor del “Rey Sol”, tras décadas de absolutismo servil a ambos reyes: “Aprés moi, le déluge”, "Después de mí, el diluvio".
Y en algunos de nuestros partidos, gracias a las malhadadas primarias para elegir sus líderes autocráticos, ya ha empezado a llover torrencialmente.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019