El veneno liberticida de los “delitos de odio”
Una de las conquistas más sagradas de las sociedades abiertas es la libertad de expresión. Sin embargo, pocas veces en las últimas décadas ha estado tan amenazada como hoy, paradójicamente no por golpes autoritarios explícitos, sino mediante la erosión subrepticia e institucionalizada del derecho a disentir. Entre los instrumentos más peligrosos para este silencioso retroceso se encuentra la legislación sobre los llamados “delitos de odio”.
Nadie de buena fe puede cuestionar que los actos de violencia o discriminación contra individuos por su raza, religión o condición merezcan el reproche penal más severo. El artículo 510 del Código Penal español, por ejemplo, castiga con penas de prisión de uno a cuatro años la incitación pública “al odio, hostilidad, discriminación o violencia” contra grupos o personas por razones ideológicas, religiosas, de orientación sexual o etnia. A priori, se trata de un paraguas legítimo para proteger la convivencia.
Sin embargo, la perversión surge cuando la ley deja de perseguir actos concretos y empieza a sancionar opiniones, ideas o manifestaciones verbales que, bajo criterios cada vez más amplios y subjetivos, son etiquetadas como “incitación al odio”. Como advertía el catedrático de Derecho Penal José Luis González Cussac, “la expansión incontrolada del concepto de discurso de odio puede convertir en delito cualquier crítica mordaz, sátira o discurso políticamente incorrecto que incomode a colectivos con capacidad de presión”.
Hoy asistimos en España y en buena parte de Europa a un fenómeno preocupante: el uso expansivo y arbitrario de estas leyes para perseguir no ya amenazas reales, sino expresiones de pensamiento que resultan incómodas para los dogmas ideológicos de la socialdemocracia bipartidista (PP-PSOE). Opiniones sobre inmigración, críticas al islam, cuestionamientos de políticas de género o simples bromas en redes sociales pueden ser denunciadas, procesadas y castigadas. Basta con que alguien “se sienta ofendido” o alegue “discurso de odio” para activar rápidamente un aparato judicial que, por el contrario, se muestra profundamente lento y anquilosado para atacar los delitos auténticamente lesivos.
El resultado es un clima de autocensura asfixiante. Muchos ciudadanos eligen callar, no por respeto o tolerancia, sino por miedo a la sanción o al escarnio público. Este ambiente inquisitorial socialista, disfrazado de tolerancia y progresismo, destruye el núcleo mismo de la libertad: el derecho a pensar y expresar sin coacción ideas impopulares o disonantes. Como recordaba el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el célebre caso Handyside vs. Reino Unido (1976), la libertad de expresión ampara no solo “la información o las ideas recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también aquellas que ofenden, chocan o molestan al Estado o a una parte cualquiera de la población”.
Más inquietante aún es comprobar cómo este tipo de legislación se aplica con un sesgo político flagrante. Mientras se persigue con dureza cualquier presunto atisbo de “odio” proveniente de posiciones conservadoras o identitarias, se toleran o minimizan manifestaciones igualmente agresivas —cuando no violentas— que provienen de la izquierda o la extrema izquierda. Así, insultar o deshumanizar a los españoles, a los cristianos, a los heterosexuales o a los hombres blancos rara vez se encuadra como delito de odio. Es la consagración del doble rasero.
Este problema trasciende nuestras fronteras. En Francia, las leyes contra el “racismo y la discriminación” se han utilizado para perseguir intelectuales y columnistas que critican la inmigración masiva o el islam radical, como el caso del periodista y político Éric Zemmour, varias veces procesado por sus opiniones, en procedimientos que muchos juristas franceses califican de “judicialización del debate político”. En Alemania, la NetzDG (Ley de Ejecución de la Red), aprobada en 2017, obliga a plataformas como Twitter o Facebook a eliminar en 24 horas cualquier contenido que pueda considerarse “discurso de odio” bajo pena de multas multimillonarias. Esto ha llevado a bloqueos automáticos y censuras preventivas de opiniones legítimas, generando duras críticas incluso del relator especial de la ONU para la libertad de expresión, David Kaye, que la calificó de “modelo peligroso para el mundo”.
En el Reino Unido, el fenómeno ha alcanzado tintes totalitartios surrealistas: pastores cristianos detenidos por predicar pasajes bíblicos considerados “ofensivos”, tuiteros interrogados en comisaría por “mal uso de pronombres de género”, y la policía dedicando recursos a “monitorear el odio en redes sociales”, en lugar de centrarse en delitos violentos reales. El conocido abogado británico Paul Diamond, especializado en derechos civiles, alertó en una conferencia en Oxford que “las leyes británicas sobre el odio han creado un derecho penal subjetivo, donde basta con la percepción del ofendido para criminalizar un discurso”.
El jurista Francisco Martínez, exsecretario de Estado de Seguridad en España, advertía en un reciente artículo que “la instrumentalización ideológica del odio penaliza discursos incómodos mientras pasa por alto la intolerancia de signo inverso, configurando un escenario de censura selectiva que dinamita los principios democráticos”. Por su parte, el magistrado del Supremo Antonio del Moral subraya con rotundidad que “el Código Penal no está para proteger sensibilidades ni para blindar emociones frente a las opiniones ajenas”.
En La Tribuna del País Vasco jamás aceptaremos este nuevo totalitarismo blando. Creemos que el camino hacia una sociedad verdaderamente libre y plural no pasa por penalizar opiniones, sino por debatirlas, rebatirlas y, en última instancia, tolerarlas, aunque nos resulten profundamente equivocadas o desagradables. La justicia penal debe protegernos de la violencia, no de las palabras.
Los “delitos de odio”, en su formulación actual y en su deriva expansiva, son un caballo de Troya de la izquierda progresista: se presentan como garantes de la convivencia, pero amenazan con destruir la libertad intelectual que ha permitido florecer a Occidente. Hoy silencian a unos; mañana pueden silenciarnos a todos. Es hora de alzar la voz contra esta deriva liberticida antes de que sea demasiado tarde.
Una de las conquistas más sagradas de las sociedades abiertas es la libertad de expresión. Sin embargo, pocas veces en las últimas décadas ha estado tan amenazada como hoy, paradójicamente no por golpes autoritarios explícitos, sino mediante la erosión subrepticia e institucionalizada del derecho a disentir. Entre los instrumentos más peligrosos para este silencioso retroceso se encuentra la legislación sobre los llamados “delitos de odio”.
Nadie de buena fe puede cuestionar que los actos de violencia o discriminación contra individuos por su raza, religión o condición merezcan el reproche penal más severo. El artículo 510 del Código Penal español, por ejemplo, castiga con penas de prisión de uno a cuatro años la incitación pública “al odio, hostilidad, discriminación o violencia” contra grupos o personas por razones ideológicas, religiosas, de orientación sexual o etnia. A priori, se trata de un paraguas legítimo para proteger la convivencia.
Sin embargo, la perversión surge cuando la ley deja de perseguir actos concretos y empieza a sancionar opiniones, ideas o manifestaciones verbales que, bajo criterios cada vez más amplios y subjetivos, son etiquetadas como “incitación al odio”. Como advertía el catedrático de Derecho Penal José Luis González Cussac, “la expansión incontrolada del concepto de discurso de odio puede convertir en delito cualquier crítica mordaz, sátira o discurso políticamente incorrecto que incomode a colectivos con capacidad de presión”.
Hoy asistimos en España y en buena parte de Europa a un fenómeno preocupante: el uso expansivo y arbitrario de estas leyes para perseguir no ya amenazas reales, sino expresiones de pensamiento que resultan incómodas para los dogmas ideológicos de la socialdemocracia bipartidista (PP-PSOE). Opiniones sobre inmigración, críticas al islam, cuestionamientos de políticas de género o simples bromas en redes sociales pueden ser denunciadas, procesadas y castigadas. Basta con que alguien “se sienta ofendido” o alegue “discurso de odio” para activar rápidamente un aparato judicial que, por el contrario, se muestra profundamente lento y anquilosado para atacar los delitos auténticamente lesivos.
El resultado es un clima de autocensura asfixiante. Muchos ciudadanos eligen callar, no por respeto o tolerancia, sino por miedo a la sanción o al escarnio público. Este ambiente inquisitorial socialista, disfrazado de tolerancia y progresismo, destruye el núcleo mismo de la libertad: el derecho a pensar y expresar sin coacción ideas impopulares o disonantes. Como recordaba el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el célebre caso Handyside vs. Reino Unido (1976), la libertad de expresión ampara no solo “la información o las ideas recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también aquellas que ofenden, chocan o molestan al Estado o a una parte cualquiera de la población”.
Más inquietante aún es comprobar cómo este tipo de legislación se aplica con un sesgo político flagrante. Mientras se persigue con dureza cualquier presunto atisbo de “odio” proveniente de posiciones conservadoras o identitarias, se toleran o minimizan manifestaciones igualmente agresivas —cuando no violentas— que provienen de la izquierda o la extrema izquierda. Así, insultar o deshumanizar a los españoles, a los cristianos, a los heterosexuales o a los hombres blancos rara vez se encuadra como delito de odio. Es la consagración del doble rasero.
Este problema trasciende nuestras fronteras. En Francia, las leyes contra el “racismo y la discriminación” se han utilizado para perseguir intelectuales y columnistas que critican la inmigración masiva o el islam radical, como el caso del periodista y político Éric Zemmour, varias veces procesado por sus opiniones, en procedimientos que muchos juristas franceses califican de “judicialización del debate político”. En Alemania, la NetzDG (Ley de Ejecución de la Red), aprobada en 2017, obliga a plataformas como Twitter o Facebook a eliminar en 24 horas cualquier contenido que pueda considerarse “discurso de odio” bajo pena de multas multimillonarias. Esto ha llevado a bloqueos automáticos y censuras preventivas de opiniones legítimas, generando duras críticas incluso del relator especial de la ONU para la libertad de expresión, David Kaye, que la calificó de “modelo peligroso para el mundo”.
En el Reino Unido, el fenómeno ha alcanzado tintes totalitartios surrealistas: pastores cristianos detenidos por predicar pasajes bíblicos considerados “ofensivos”, tuiteros interrogados en comisaría por “mal uso de pronombres de género”, y la policía dedicando recursos a “monitorear el odio en redes sociales”, en lugar de centrarse en delitos violentos reales. El conocido abogado británico Paul Diamond, especializado en derechos civiles, alertó en una conferencia en Oxford que “las leyes británicas sobre el odio han creado un derecho penal subjetivo, donde basta con la percepción del ofendido para criminalizar un discurso”.
El jurista Francisco Martínez, exsecretario de Estado de Seguridad en España, advertía en un reciente artículo que “la instrumentalización ideológica del odio penaliza discursos incómodos mientras pasa por alto la intolerancia de signo inverso, configurando un escenario de censura selectiva que dinamita los principios democráticos”. Por su parte, el magistrado del Supremo Antonio del Moral subraya con rotundidad que “el Código Penal no está para proteger sensibilidades ni para blindar emociones frente a las opiniones ajenas”.
En La Tribuna del País Vasco jamás aceptaremos este nuevo totalitarismo blando. Creemos que el camino hacia una sociedad verdaderamente libre y plural no pasa por penalizar opiniones, sino por debatirlas, rebatirlas y, en última instancia, tolerarlas, aunque nos resulten profundamente equivocadas o desagradables. La justicia penal debe protegernos de la violencia, no de las palabras.
Los “delitos de odio”, en su formulación actual y en su deriva expansiva, son un caballo de Troya de la izquierda progresista: se presentan como garantes de la convivencia, pero amenazan con destruir la libertad intelectual que ha permitido florecer a Occidente. Hoy silencian a unos; mañana pueden silenciarnos a todos. Es hora de alzar la voz contra esta deriva liberticida antes de que sea demasiado tarde.