Un registro para silenciar la libertad
El Gobierno de Pedro Sánchez, una vez más, ha dado un paso que ningún demócrata debería celebrar: poner bajo su lupa a los medios de comunicación mediante un registro obligatorio, sanciones millonarias y supervisión directa de la CNMC. Se nos dice que es para “garantizar la transparencia” y “proteger la democracia”. La historia enseña que cuando un poder político justifica con esas palabras el control de la prensa, lo que en realidad protege es su propio relato y lo que amenaza es la voz libre de la sociedad.
Obligar a los medios a inscribirse en un registro gestionado por un organismo dependiente del Ejecutivo y fiscalizar su financiación es, en la práctica, una forma de marcar, vigilar y domesticar a quienes se atrevan a incomodar al poder. Las sanciones de hasta 750.000 euros no son multas administrativas; son un mecanismo de miedo. Es imposible no ver en esta medida un eco de los viejos métodos de control: primero se inventa un marco legal, luego se señala a los críticos y, finalmente, se acalla la disidencia bajo la coartada de la ley.
La libertad de expresión no necesita permisos ni licencias. No se ejerce bajo la supervisión de un tirano fascistoide como Pedro Sánchez ni se sostiene en la benevolencia del gobierno de turno. La libertad de prensa es incómoda por naturaleza y peligrosa para el poder precisamente porque no está sometida a él. Convertir a los medios en entes registrados y sancionables por un órgano administrativo es abrir la puerta a una prensa vigilada, sometida y finalmente domesticada.
Hoy es un registro, mañana serán autorizaciones previas y pasado mañana, quién sabe, la censura abierta. Quien crea que este proyecto de ley es inocuo debería recordar que los mecanismos de control, una vez creados, no desaparecen: cambian de manos, se perfeccionan y se usan siempre contra los incómodos. En democracia no hay mayor atentado que la mordaza legal disfrazada de transparencia. Este proyecto no protege la libertad de expresión: la hiere de muerte.
El Gobierno de Pedro Sánchez, una vez más, ha dado un paso que ningún demócrata debería celebrar: poner bajo su lupa a los medios de comunicación mediante un registro obligatorio, sanciones millonarias y supervisión directa de la CNMC. Se nos dice que es para “garantizar la transparencia” y “proteger la democracia”. La historia enseña que cuando un poder político justifica con esas palabras el control de la prensa, lo que en realidad protege es su propio relato y lo que amenaza es la voz libre de la sociedad.
Obligar a los medios a inscribirse en un registro gestionado por un organismo dependiente del Ejecutivo y fiscalizar su financiación es, en la práctica, una forma de marcar, vigilar y domesticar a quienes se atrevan a incomodar al poder. Las sanciones de hasta 750.000 euros no son multas administrativas; son un mecanismo de miedo. Es imposible no ver en esta medida un eco de los viejos métodos de control: primero se inventa un marco legal, luego se señala a los críticos y, finalmente, se acalla la disidencia bajo la coartada de la ley.
La libertad de expresión no necesita permisos ni licencias. No se ejerce bajo la supervisión de un tirano fascistoide como Pedro Sánchez ni se sostiene en la benevolencia del gobierno de turno. La libertad de prensa es incómoda por naturaleza y peligrosa para el poder precisamente porque no está sometida a él. Convertir a los medios en entes registrados y sancionables por un órgano administrativo es abrir la puerta a una prensa vigilada, sometida y finalmente domesticada.
Hoy es un registro, mañana serán autorizaciones previas y pasado mañana, quién sabe, la censura abierta. Quien crea que este proyecto de ley es inocuo debería recordar que los mecanismos de control, una vez creados, no desaparecen: cambian de manos, se perfeccionan y se usan siempre contra los incómodos. En democracia no hay mayor atentado que la mordaza legal disfrazada de transparencia. Este proyecto no protege la libertad de expresión: la hiere de muerte.