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Gabriel Lanswok
Sábado, 02 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:

La holografía del autoconocimiento

«Conócete a ti mismo», una máxima repetida desde los olivares griegos sin cuestionar su significado; algo sin importancia, más el relato que se ha construido sobre ella no es de mayor grosor que un palillo de dientes sosteniendo peligrosamente la estructura psíquica del desarrollo humano. Ah, la identidad, palabra entusiasta, y sus crisis, epítome de nuestro siglo y su desgracia. Las crisis de identidad pueden definirse como desconfianza en lo que refleja el espejo y de las arenas clementinas de un yo fijo; igual que una visión, ese yo tan estable desaparece holográficamente ante nosotros, caemos en el mar cítrico de la falsa crisis de identidad. La angustia es real, pero la estabilidad identitaria no. ¿Acaso el yo infantil es el mismo al yo adulto o el estúpido adolescente permanece al envejecer? Hablaríamos de estancamiento vital si eso llegara a pasar: un adulto infantilizado, un adolescente que no ha madurado. ¿Podríamos decir que el yo está libre de la ley del cambio? Semejante al sol hipnótico que alumbra las visiones, el agua del estatismo, de la esencia impoluta y permanente, cada vez se aleja más, a cada paso bajo el calor y el desierto social.

 

En medio de ese sudor se escuchan las risas de los niños pequeños, aquellos seres sin preocupaciones cuya identidad no está en el estrado. Los niños pequeños solo son. Más vale ser como niños ¿verdad? Al fin y al cabo lo dijo Nietzsche: el dios del nuevo siglo, aquel dios que da al hombre un nuevo espíritu, una férrea y danzante voluntad para dejar el desierto atrás y renunciar al peso, al dragón y al camello; una vez hecho el trabajo, el león, su negatividad debe transmutarse en voluntad de poder, la voluntad de crear una nueva vida, una vida propia, haciendo uso de nuevos valores; valores que, contrarios a los del cristianismo, se eleven al cielo mortal del superhombre. Una utopía muy populista y entrañable en sus alegorías y metáforas. Al fin y al cabo: ¿quién quiere ser un animal de carga? También es cierto que las grandes virtudes infantiles van vinculadas con la libertad de jugar, de crear, de amar la vida y abrazarla desde adentro, sin dudar ni preguntar por la propia identidad. Los niños pequeños viven siendo en un mundo que ellos no comprenden. ¿Por qué no cuestionan al reflejo del espejo? Porque para ellos no existe un deber ser. Para ellos solo hay posibilidades, porque su imaginación es su desierto. Sin embargo, ¿cómo sería la vida social y cívica del mundo adulto si siguiéramos sosteniendo que lo que es tiene el mismo color que lo que pensamos?

 

El peso de nuestras jorobas pueden deberse a cargas virtuales, sin formas ni peso, que nos hunden en miedos fantasmales. Cargas que es mejor tirar. Y pese a ello, hay otras que conviene atesorar. Tan profundas que en su hondura, el castillo barroco y embellecido de lo humano se hace brillar. Debemos recuperar ciertas verdades fundamentales: La vida implica dolor, y no afrontarlo nos hace menos tolerantes, y el humano tiene límites en su conocimiento que lo hunde en el desierto en el que se ha forjado. Cualquier intento por crear nuevos valores y de vivir como niños implica partir de lo conocido y regresar al entorno cultural en el cual nacimos. Por ello nos vemos obligados a hacer la última transmutación a un adulto capaz de sostener su dolor, de tener la bravura de conocer su deber como humano. No es una cuestión psicológica, sino antropológica. Conocerse a uno mismo implica estructurar una identidad cada vez más honda y humana.

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