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Domingo, 03 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:

380 millones de cristianos perseguidos en el mundo

En un mundo saturado de titulares, hay cifras que apenas rozan la superficie mediática y, sin embargo, describen una de las tragedias humanas más profundas de nuestro tiempo. Más de 380 millones de cristianos viven hoy bajo persecución severa por su fe. Uno de cada siete creyentes en el planeta enfrenta la cárcel, el exilio, la tortura o la muerte por algo tan íntimo como rezar, leer una Biblia o reunirse en comunidad. La Lista Mundial de la Persecución 2025, elaborada por Puertas Abiertas, no es un documento más: es un mapa de dolor, resistencia y fe bajo fuego. Este reportaje recorre, con nombres y escenas reales, el submundo invisible donde millones sobreviven por creer.

La noche de Jung Jik

 

La primera vez que Jung Jik huyó de Corea del Norte, llevaba escondida en el pecho una fotografía de sus padres. Era una imagen prohibida: no por el rostro de ellos, sino por lo que representaban. Su padre había muerto en prisión tras ser acusado de cristiano clandestino; su abuelo, ejecutado décadas atrás por soldados durante la guerra de Corea.

 

Cruzó la frontera de noche, siguiendo el murmullo de un río helado que parecía susurrar su destino. “En Corea del Norte”, recuerda, “la Biblia es más peligrosa que un arma. Si te descubren una, no es solo la cárcel. Es desaparecer”.

 

Cuando la capturaron, semanas después, la arrojaron a un campo de prisioneros. Allí aprendió a callar, a no mirar a nadie a los ojos, a repetir en voz baja que sobreviviría para ver la libertad. La segunda fuga terminó igual: barro, perros, golpes, cadenas. Fue en el tercer intento cuando, descalza y febril, una iglesia clandestina al otro lado la recogió como a una hija. Allí, entre susurros y miedo, conoció el cristianismo que su familia había escondido durante generaciones.

 

Hoy vive en Corea del Sur, pero su voz viaja en eco hacia el norte:

 

“Creo que la noche es más oscura justo antes del amanecer. Y aunque parece que todo empeora, siento que algo va a romper la oscuridad de Corea del Norte”.

 

El eje del miedo: Corea del Norte y Asia Central

 

[Img #28630]En Corea del Norte no existe la palabra “libertad” más allá de los muros del poder. La fe, cualquiera que no se doblegue al culto al líder supremo, es un crimen invisible castigado con trabajos forzados, desaparición o muerte. La Lista Mundial de la Persecución 2025 vuelve a colocar al país en el primer puesto de la ignominia. Y, sin embargo, detrás de esa cifra, hay vidas enterradas como semillas en la oscuridad.

 

El cristianismo es allí una religión subterránea. Los cultos se hacen en silencio, a veces sin pronunciar una sola palabra. Basta con compartir un trozo de pan, con asentir al unísono, para saber que se está orando. “Cuando era niña, yo pensaba que Kim Il-Sung era el único dios”, confesó Jung Jik en su testimonio. No lo dijo con resentimiento, sino con la transparencia de quien fue criado bajo el peso del miedo.

 

Las iglesias oficiales de Pyongyang no son templos: son escenarios, decorados para diplomáticos extranjeros. La verdadera iglesia se esconde en sótanos y en campos helados, entre campesinos que susurran salmos mientras plantan arroz. Para ellos, la fe es una frontera que se cruza cada día: la frontera entre la vida y la muerte.

 

En los campos de prisioneros políticos, donde miles de cristianos son confinados como “enemigos del Estado”, las paredes están impregnadas de un silencio que ahoga. Allí no hay Biblias, pero hay memoria. “Mi padre me enseñó un versículo sin decirme que era de la Biblia”, cuenta otro sobreviviente citado en el informe. “Lo recitaba como si fuera una canción para dormir. Solo cuando escapé descubrí que eran palabras de Jesús”.

 

Asia Central: la fe bajo las ruinas del comunismo

 

A miles de kilómetros, en las llanuras de Asia Central, el paisaje cambia pero la opresión tiene el mismo olor: el de una fe vigilada. Kirguistán, Kazajistán, Tayikistán, Turkmenistán… países que heredaron la rigidez soviética y que hoy usan nuevas leyes para acallar viejas iglesias.

 

En 2024, Kirguistán vivió un salto dramático en la lista, pasando del puesto 61 al 47. No fue una estadística fría: fueron piedras lanzadas contra templos, monjas obligadas a firmar confesiones de “actividades ilegales”, mujeres cristianas violadas por negarse a renunciar a su fe.

 

En Talas, una pequeña iglesia católica fue rodeada por funcionarios armados. Los fieles quedaron atrapados dentro, rezando en voz baja mientras las autoridades exigían nombres y firmas. “Sentí que nos estaban borrando”, relató una de las monjas a los investigadores. Esa frase —“nos están borrando”— podría ser el epitafio de muchas comunidades cristianas de Asia Central, donde la represión es menos visible que en Corea del Norte, pero igual de asfixiante.

 

En Kazajistán, un país de vastas estepas y cielos infinitos, el Gobierno estrecha el cerco bajo la bandera de la seguridad nacional. Puertas Abiertas documentó al menos veinte casos de mujeres cristianas obligadas a casarse con hombres musulmanes. No hay gritos en los informes, pero entre líneas se escucha el eco de vidas arrancadas de raíz.

 

En estos países, la persecución no siempre es un disparo o una cárcel. A veces es más sutil: es una ley que nunca aprueba el registro de una iglesia, es un pastor que desaparece y de quien nadie vuelve a hablar, es un niño que aprende que jamás debe pronunciar la palabra “Dios” en voz alta.

 

En un sótano de Asia Central, un grupo de creyentes se reúne de madrugada. No hay bancos, no hay púlpito, solo una lámpara tenue. Una mujer mayor rompe el silencio con un susurro:

 

“Si nos quitan la voz, seguiremos orando con el corazón”.

Ese susurro es la resistencia. Ese susurro es todo lo que queda
cuando el mundo decide no mirar.

 

África rota: el eco de la sangre en el Sahel

 

La arena del Sahel tiene memoria. Cada grano parece guardar el sonido de pasos que huyen, el grito de una aldea ardiendo, el eco de un disparo. En África subsahariana, la persecución ya no es una estadística: es un éxodo. El 90% de los asesinatos de cristianos en el mundo ocurrieron aquí en el último año. Nigeria concentra el 69%. El resto se reparte entre Sudán, Burkina Faso, República Democrática del Congo. El mapa africano de la fe parece escrito con ceniza.

 

Nigeria: la tierra que arde

 

En el campamento de desplazados de Benue, el pastor Bernabé camina entre tiendas hechas de lona y madera improvisada. Cada paso es una pregunta sin respuesta: ¿volverán a sus aldeas? ¿Quedará algo en pie? Hace apenas unos meses, hombres armados irrumpieron en su pueblo de madrugada. Quemaron casas, asesinaron a su hermano frente a él, y obligaron a cientos a huir hacia la nada.

 

“Tenemos hambre”, dice, y su voz suena más como una oración que como una queja. “El hambre empuja a mis hombres a buscar comida en tierras controladas por quienes mataron a nuestras familias. Muchos no regresan”.

 

En Nigeria, los ataques no son improvisados. El informe documenta coordinación con drones para vigilar aldeas cristianas antes de arrasarlas. En el estado de Plateau, una comunidad fue atacada minutos después de que un dron sobrevolara sus techos de paja. Cuando los investigadores de Puertas Abiertas llegaron, encontraron las Biblias quemadas junto a las ollas de barro.

 

Sudán: la guerra como coartada

 

En Jartum, la guerra civil es un ruido de fondo constante. Las bombas caen, las milicias saquean, y en medio de ese caos, la minoría cristiana se convierte en objetivo fácil. El informe recoge decenas de iglesias arrasadas y cientos de cristianos desaparecidos. En los campamentos de refugiados de Port Sudan, una mujer con un niño en brazos resume todo en una frase:

 

“Cuando todo se derrumba, lo único que no quieren que quede es nuestra fe”.

 

Sudán, antaño en proceso de apertura, volvió al abismo. Y con él, miles de cristianos que viven escondidos entre ruinas.

 

Burkina Faso: la frontera de la desesperación

 

En Burkina Faso, el polvo del desierto se mezcla con el humo de aldeas fantasma. El avance de grupos islamistas ha convertido la fe cristiana en una sentencia de muerte. Las escuelas cristianas han sido cerradas, los maestros huyen, y en pueblos como Pama o Sebba, las iglesias sirven ahora como cuarteles de milicias.

 

Una de las historias más duras del informe es la de Marie, una joven catequista que vio cómo obligaban a su comunidad a elegir entre convertirse al islam o ser ejecutados. “Me temblaban las piernas, pero no por miedo”, relató. “Era por rabia. No podían quitarnos el alma”.

 

Un continente desplazado

 

El número de cristianos desplazados en África es tan grande que los investigadores dejaron de contarlos uno por uno. Solo en Nigeria, casi 200.000 personas abandonaron sus hogares en 2024. En el Congo, aldeas enteras se esconden en la selva. En Burkina Faso, hay pueblos donde ya no queda nadie para rezar.

 

En la noche africana, los campamentos improvisados parecen mares de plástico bajo la luna. En uno de ellos, un grupo de niños canta en voz baja. No hay instrumentos, no hay bancos. Solo voces. Esas voces son, quizás, el último muro contra la oscuridad.

 

América Latina bajo presión: cuando la fe incomoda al poder comunista

 

En el corazón de América Latina, la persecución no lleva uniforme militar ni turbante yihadista. Tiene otro rostro: el del autoritarismo que teme a cualquier voz libre. En Nicaragua y Cuba, la fe cristiana se ha convertido en el espejo incómodo que refleja lo que los regímenes quieren ocultar. El informe señala a ambos países entre los que más han escalado en la Lista Mundial de la Persecución 2025.

 

Nicaragua: Adriana y el silencio impuesto

 

Adriana tenía un pequeño templo en las afueras de Masaya. Las paredes, pintadas de azul celeste, estaban llenas de fotos de bodas y bautizos. “Era más que una iglesia”, dice. “Era una familia”.

 

En 2024, agentes del régimen de Daniel Ortega irrumpieron durante una misa. Acusaron al pastor de “atentar contra la paz social”. Se llevaron las Biblias, los cánticos, la voz de la comunidad. Adriana quedó sola, mirando el eco de un lugar vacío.

 

“Nos quitaron el edificio, pero no la fe. Ellos no entienden que la Iglesia no son las paredes. Somos nosotros. Somos la resistencia”.

 

El informe documenta decenas de pastores encarcelados, iglesias confiscadas y comunidades enteras forzadas a la clandestinidad. Nicaragua ha pasado en pocos años de ser un país de libertad religiosa a un espacio donde la fe debe esconderse como si fuera un delito político.

 

Cuba: Miguel y la cruz invisible

 

En Cuba, la persecución es más sutil pero igual de corrosiva. Miguel, un pastor de La Habana Vieja, fue citado por las autoridades tres veces en un mes. Le dijeron que su congregación estaba “promoviendo ideas contrarias a la Revolución”. La advertencia final fue directa:

 

“Si no cierras, la cárcel será tu nueva iglesia”.

 

Miguel siguió predicando, pero ya no desde el púlpito. Se reúne con su gente en casas particulares, en patios traseros, en la penumbra de cocinas improvisadas como templos. “Nos han quitado la cruz de la fachada, pero no la de dentro”, dice.

 

El informe denuncia que en la isla hay una persecución sistemática: vigilancia de pastores, confiscación de templos, y un mensaje claro del Estado: la fe no puede ser más grande que el Partido.

 

Cuando rezar se vuelve un acto político

 

En estos países, abrir una Biblia es, sin quererlo, una declaración de resistencia. La oración se convierte en un acto político aunque el que la pronuncia solo piense en Dios. Y el miedo se transforma en comunidad, porque cada mirada cómplice, cada canción en voz baja, es una forma de decir “seguimos aquí”.

 

En Managua, una noche de diciembre, Adriana reunió a veinte personas en una casa humilde. No había micrófonos ni órgano. Solo un murmullo. Afuera, la policía patrullaba la calle. Adentro, alguien comenzó a cantar un villancico casi inaudible. Era Navidad. Y era una trinchera.

 

La sombra digital: cuando la fe es rastreada por algoritmos

 

La persecución del siglo XXI ya no depende solo de fusiles o barrotes. Ahora también tiene ojos de silicio y oídos invisibles. El informe de Puertas Abiertas alerta de una nueva era de represión: la persecución digital, donde gobiernos autoritarios y grupos armados usan inteligencia artificial, vigilancia biométrica y drones para cazar comunidades cristianas.

 

China: la iglesia bajo el ojo de la máquina

 

En una ciudad del interior de China, Li entra a una iglesia clandestina que parece un almacén abandonado. Antes de cruzar la puerta, se asegura de que no haya cámaras. Sabe que, aunque no las vea, están ahí. El Partido Comunista chino ha perfeccionado un sistema de vigilancia que reconoce rostros, movimientos y patrones de reunión.

 

“El sermón dura veinte minutos”, cuenta Li. “No más. Después, apagamos las luces, nos dispersamos. Nunca llegamos todos juntos ni salimos en grupo. La máquina nos observa”.

 

El informe denuncia el uso de reconocimiento facial para identificar a creyentes que acuden a iglesias no autorizadas. En algunas provincias, los templos legales deben instalar cámaras conectadas a la policía. Cada misa es un registro de datos. Cada oración, una posible prueba en tu contra.

 

Nigeria: drones sobre el campamento

 

En el Sahel, la tecnología llega con ruido de hélice. El pastor Bernabé recuerda la noche en que un dron sobrevoló el campamento de desplazados. “Pensamos que era ayuda humanitaria”, dice. “Horas después llegaron los hombres armados”.

 

Los ataques coordinados con drones contra comunidades cristianas en Nigeria ya no son una excepción, sino una táctica. Identifican caminos, detectan refugios, marcan rutas de huida. La persecución digital convierte a las aldeas en puntos rojos en un mapa de muerte.

 

Irán: la red invisible

 

En Irán, la persecución no necesita armas visibles. El régimen infiltra grupos de chat, rastrea mensajes cifrados y usa IA para identificar patrones de comunicación entre conversos del islam al cristianismo. En Teherán, un joven fue arrestado porque la policía detectó que su móvil contenía versículos de la Biblia traducidos al farsi. Nunca los había compartido. Nunca los había leído en voz alta.

 

“Sentí que Dios estaba en mi teléfono”, dijo a los investigadores. “Y que alguien más también”.

 

El informe describe a Irán como uno de los laboratorios de control digital más peligrosos para la fe: vigilancia masiva, infiltraciones online, algoritmos que huelen a religión.

 

La caza invisible

 

El avance de esta persecución digital dibuja un futuro inquietante. No hace falta quemar una iglesia si puedes borrar su existencia con datos. No hace falta encarcelar a un pastor si puedes silenciarlo mediante miedo algorítmico.

 

En China, Li apaga su teléfono antes de cada reunión clandestina. En Nigeria, los cristianos huyen a zonas sin cobertura para escapar de los drones. En Irán, los mensajes de fe viajan como si fueran contrabando. La persecución ya no solo pisa tierra. También respira en la nube.

 

Voces de la resistencia: la fe que no pueden matar

 

Entre los números devastadores del informe —los miles de asesinados, secuestrados, desplazados— hay una corriente subterránea que se niega a morir. No es una estadística. Es una voz. Es el susurro de Jung Jik en Corea del Norte, el canto de los niños en un campamento africano, el murmullo de Adriana en una casa clandestina de Nicaragua. Es la certeza de que, incluso bajo la peor oscuridad, la fe puede ser indestructible.

 

Jung Jik: la noche más oscura

 

Su frase quedó grabada en las páginas del informe como una pequeña llama:

 

“Creo que la noche es más oscura justo antes del amanecer”.

 

Para Jung Jik, no es una metáfora. Es literal. Tres veces cruzó la frontera helada hacia China. Tres veces fue devuelta al campo de prisioneros. La cuarta noche, cuando ya no quedaba piel en sus pies ni esperanza en sus manos, vio un resplandor. No era el amanecer, sino una vela. Una iglesia clandestina la esperaba. Allí, descalza y febril, entendió que la fe no era una tradición heredada. Era una lucha.

 

Li: veinte minutos de eternidad

 

En la ciudad china donde las cámaras ven más que los ojos, Li vive contando minutos. Cada sermón clandestino dura veinte. Cada mirada hacia el techo es un escaneo mental: ¿hay un sensor? ¿Un micrófono? Pero cuando el pastor pronuncia la primera palabra, todo eso desaparece. “Esos veinte minutos”, dice, “son mi eternidad”.

 

El informe recoge su testimonio como símbolo de una iglesia que no necesita paredes ni cruces visibles. Solo necesita corazones que digan “sí”.

 

Marie: la rabia que reza

 

En Burkina Faso, Marie eligió la fe por encima de la vida. Frente a los hombres armados que exigían conversión, sus piernas temblaban, pero no de miedo. “Era de rabia”, contó. “No podían quitarnos el alma”. Hoy vive escondida, moviéndose de aldea en aldea, llevando una Biblia escondida en un saco de arroz. “Si algún día me matan”, dijo a los investigadores, “quiero que sepan que canté hasta el final”.

 

Adriana: la iglesia sin paredes

 

En Managua, Adriana sigue reuniendo a su comunidad aunque el templo azul celeste esté clausurado. Se sientan en sillas de plástico, comparten pan y susurros. “Nos quitaron el edificio, pero no la fe”, repite como un mantra. Su voz es débil, pero no rota. Es la voz de miles de cristianos que entienden que una iglesia no son ladrillos. Es un latido.


 

El susurro que atraviesa fronteras

 

El informe de Puertas Abiertas termina con una advertencia global: la libertad de religión es el “canario en la mina de carbón” de los derechos humanos. Cuando se extingue, todo lo demás empieza a morir. Pero entre esas páginas hay algo más: la historia de un susurro que ni los campos, ni los drones, ni los muros han podido callar.

 

En un sótano de Asia Central, una anciana levantó la vista y dijo en voz baja:

 

“Si nos quitan la voz, seguiremos orando con el corazón”.

 

Ese corazón late hoy en 380 millones de personas perseguidas. Late en silencio. Late en resistencia.

 

Epílogo: el canario en la mina

 

Hay cifras que son como gritos que nadie escucha. 380 millones de cristianos perseguidos no son un número: son rostros que rezan en susurros, pies que huyen descalzos, cuerpos que caen con una Biblia apretada en el pecho. Son una humanidad entera diciendo “creo” en voz baja mientras el mundo gira hacia otro lado.

 

La Lista Mundial de la Persecución 2025 no es solo un documento sobre fe. Es un espejo incómodo para nuestra época. Porque cuando un régimen puede encarcelar a alguien por una oración, cuando un dron puede marcar a una comunidad por cantar un salmo, cuando un teléfono se convierte en testigo de tu creencia, no estamos hablando solo de religión. Estamos hablando de libertad en su forma más desnuda.

 

La persecución de los cristianos es, como advierte el informe, el canario en la mina de carbón de los derechos humanos. Si ese canario deja de cantar, significa que el aire que respiramos —el de todos, creyentes o no— está envenenado. Y, sin embargo, ese susurro no se apaga. Late en Corea del Norte, en Nigeria, en Nicaragua, en Irán. Late en el miedo y en la esperanza, en la noche más oscura y en el amanecer que Jung Jik aún espera ver.

 

Quizás el mayor milagro no sea la fe en sí misma, sino que haya sobrevivido a tanto fuego. Quizás la historia que cuenta este informe no sea solo la de una persecución global, sino la de una resistencia que no entiende de fronteras ni de cifras. Un susurro que, contra todo pronóstico, sigue atravesando muros, campos y algoritmos.

 

Mientras haya alguien que cante en voz baja en un campamento africano, alguien que ore en un sótano helado de Asia Central, alguien que lea en secreto un versículo en un teléfono vigilado, la oscuridad no habrá vencido. Porque en esa voz, aunque tiemble, hay algo más grande que el miedo: la certeza de que ninguna noche es eterna.

 

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