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Jueves, 14 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:
De Diana a Miguel Uribe Turbay: casi cuatro décadas de violencia

40 años de narcoterrorismo socialista en Colombia

[Img #28697]La tarde del 11 de agosto de 2025, Bogotá estaba cubierta por un cielo bajo y gris, como si la ciudad supiera que se preparaba para un duelo antiguo. En el Hospital Militar, rodeado por un cerco de silencio y cámaras, murió Miguel Uribe Turbay, senador, precandidato presidencial conservador  y heredero de una historia marcada por la violencia narcoterrorista. Su corazón dejó de latir después de sesenta y seis días de agonía, desde aquel 7 de junio en que un muchacho de apenas quince años le apuntó a la cabeza con una pistola Glock 9 mm y disparó en plena plaza pública.

 

El ataque fue rápido, quirúrgico, casi impersonal. Tres disparos: cabeza, cuello, pierna. El agresor fue reducido de inmediato, pero el daño ya estaba hecho. Miguel sobrevivió a las primeras horas, se sometió a cirugías, permaneció en coma inducido, y su nombre se convirtió en bandera para unos y en blanco de especulaciones para otros. Colombia entera se debatió entre la indignación y el cansancio de volver a escuchar, una vez más, que la política se tiñe de sangre.

 

Las reacciones llegaron en cascada. El presidente Gustavo Petro habló de “un crimen contra la democracia”. La vicepresidenta Francia Márquez pidió “cerrar el paso a la violencia política”. Desde Estados Unidos, Marco Rubio exigió que “la justicia caiga con todo su peso”. Y en las calles, una marcha silenciosa recorrió Bogotá como un eco de otros funerales, otras pérdidas, otras promesas rotas.

 

Pero la muerte de Miguel no era solo la muerte de un senador: era la repetición de un guion escrito décadas atrás, en tinta y pólvora, con un nombre que Colombia todavía pronuncia con un nudo en la garganta: Diana Turbay.

 

Diana Consuelo Turbay Quintero, madre de Miguel, era en 1990 uno de los rostros más reconocidos de la televisión colombiana. Dirigía el Noticiero Criptón y editaba la revista Hoy por Hoy. Hija del expresidente Julio César Turbay Ayala, se movía con la autoridad que le daba su apellido y la pasión que le imponía el periodismo.

 

El 30 de agosto de 1990, aceptó una entrevista con el supuesto líder guerrillero Manuel Pérez Martínez, alias El Cura Pérez. No sabía que aquel viaje a Copacabana, Antioquia, era una trampa urdida por Los Extraditables, el grupo de narcoterroristas de Pablo Escobar. El objetivo: canjearla por la anulación de las extradiciones a Estados Unidos.

 

La llevaron a una finca rodeada de cerros y silencio, donde el tiempo se volvió una espera interminable. En cautiverio, Diana escribía cartas, cuidaba a su equipo, y mantenía una compostura que sus captores no lograron quebrar. Pasaron casi cinco meses hasta el 25 de enero de 1991, cuando el Ejército lanzó un operativo de rescate. La balacera fue breve y brutal. Una bala le atravesó la espalda, dañándole el hígado y el riñón izquierdo. Murió pocas horas después en el Hospital General de Medellín.

 

Gabriel García Márquez narró su historia trágica en Noticia de un secuestro, pero la realidad fue más cruel que cualquier página: su muerte dejó a Miguel, entonces un niño de apenas cinco años, con una ausencia que se volvería brújula y carga.

 

Creció viendo el rostro de su madre en murales, en becas, en una fundación que llevaba su nombre. Su apellido, Uribe Turbay, lo empujaba inevitablemente al centro del debate público. Fue concejal, secretario de Gobierno de Bogotá, senador. Su discurso se centraba en la seguridad, la institucionalidad y el rechazo a la narcoviolencia terrorista. Para algunos, era el heredero natural de una tradición política conservadora; para otros, un adversario incómodo.

 

El 7 de junio de 2025, en el parque El Golfito, se presentó ante un público que aplaudía y coreaba su nombre. No había terminado su intervención cuando la multitud se abrió como si algo invisible la desgarrara: un adolescente, rostro tenso y manos firmes, desenfundó y disparó. El ruido metálico del arma se mezcló con los gritos. Algunos corrieron, otros se quedaron paralizados. Miguel cayó.

 

Treinta y cuatro años separan la bala que mató a Diana del proyectil que inició la agonía de Miguel. Treinta y cuatro años y el mismo país que no ha roto el ciclo. En la morgue, la familia volvió a reunirse para enterrar a un Turbay, mientras afuera, los periodistas cubrían la noticia como lo hicieron en 1991, quizá sin darse cuenta de que narraban la misma historia, solo con nuevos nombres.

 

La estadística que sostiene el horror

 

Desde 1980, Colombia ha sido uno de los países con mayor número de asesinatos de líderes políticos en el mundo. Según datos de la Fundación Paz y Reconciliación y el Observatorio de Memoria y Conflicto:

 

  • Entre 1984 y 2002, fueron asesinados más de 4.000 líderes políticos, sociales y sindicales.

 

  • Durante la década de 1990, el país registró uno de cada tres homicidios políticos cometidos en América Latina.

 

  • En los últimos cinco años, más de 1.300 líderes sociales y defensores de derechos humanos han sido asesinados, según Indepaz.

 

  • El 80% de estos crímenes permanece impune.

 

Estas cifras no solo reflejan el tamaño de la herida histórica provocada por el narcoterrorismo socialista: explican por qué casos como el de los Turbay no son excepciones, sino capítulos de una misma novela negra nacional. Cada muerte no resuelta, cada bala sin autor judicial, alimenta un ciclo que parece no tener final.

 

Colombia, pese a sus avances institucionales, sigue siendo un país donde las campañas electorales pueden convertirse en funerales, y donde la memoria se mide en nombres de víctimas y aniversarios luctuosos. La historia de Diana y Miguel Uribe Turbay es, en esencia, la historia de un país que aún no ha aprendido, y quizás no ha querido, proteger a quienes alzan la voz en la plaza pública.

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