El milagro de la diosa
Alguien se preguntará porqué el juego de apuestas está prohibido por Dios. ¿Realmente lo está?, dirán algunos creyentes de distintas confesiones. Hay un principio teológico que califica como idolatría asociar poderes exclusivos de la divinidad a fuerzas naturales, más aún cuando se personalizan. Eso es propio de las religiones paganas. Pero quién duda a estas alturas que nuestra civilización es pagana hasta la médula, a pesar de haber tenido la habilidad de conservar los ritos religiosos de las religiones monoteístas. Es algo que ya en el pasado hizo la Iglesia Católica cuando incorporó una serie de celebraciones paganas a su calendario religioso, entre ellas la Navidad.
El espíritu de la Navidad, con su sobredosis empalagosa de falsa solidaridad, encubre cuestiones nucleares de la religión pagana dominante. La más evidente a los ojos de cualquier lego es el culto al consumo. La liturgia consumista de estas fechas entra en el paroxismo de una catarsis colectiva. Sin consumo no hay Navidad. Paralelo a ello el culto al dinero y a la diosa Fortuna como fuente de todo bienestar, es el preludio necesario para la gran orgía consumista.
El juego nos inicia en el catecismo cartesiano del azar. Nosotros somos fruto del azar, como nuestra fortuna. Eso implica que no existe la predestinación y no es necesario que un dios rija la creación, aunque pudiera estar en el origen de la misma. El Creador hora permanece ausente una vez puesta en marcha la gran bola de la fortuna con sus componentes mecánico-matemáticos en juego.
El paganismo, lejos de ser una filosofía racional, acaba llenando la mente de conceptos mágicos con pretensiones científicas. La máxima expresión de esto son las Navidades.
El sistema imaginario de la religión pagana implica necesariamente actuar sobre las pasiones de modo que seamos incapaces de entender lo que sucede realmente.
Para ello la publicidad es esencial en el adoctrinamiento religioso. El modo, por ejemplo, en el que se nos vende la lotería es paradigmático. “Lo importante es compartir”. Sus anuncios televisivos nos tocan la fibra sensible, y fuerzan tanto la exageración que rayan el ridículo más espantoso. Pero no es nuevo. Es algo que aprendieron del imaginario religioso tradicional, cuando los sacerdotes apelaban a la caridad y los buenos sentimientos de hermandad.
Pues sí, “lo importante es compartir”: el 30 % de lo recaudado, más los premios que no se repartan, es para el Estado. Y de lo que se reparta el 20% directamente es para Hacienda, eso sin contar el otro 40% de impuestos indirectos que actuarán sobre cualquier movimiento que en el futuro haga ese afortunado. En definitiva, la lotería no es sino un “impuesto para tontos” como bien decía hoy un excelente artículo del ABC.
Pero del mismo modo que en la Eucaristía asistimos al milagro de la transformación de una galleta y de una copa de vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo, con la lotería asistimos al milagro de la transformación de un ciudadano anónimo, corriente, uno de nosotros, en un miembro de la élite financiera, de los semidioses del olimpo. Un milagro con unas probabilidades infinitesimales y poco rentable para nuestros bolsillos, como explica extraordinariamente bien el artículo de el País “El lucrativo negocio de repartir suerte”.
La diosa Fortuna ha llegado a nuestras vidas una vez más para repartir felicidad a unos pocos elegidos. Damos por supuesto que ese dinero les cambiaría la vida a mejor. Sin embargo eso no es más que una burda suposición, basada en una fe infantil construida en torno a una mitología fantasiosa que luego tiene la desfachatez de criticar las creencias religiosas de los demás.
Lo que es una verdad matemática es que el estado es el mayor beneficiario de la lotería, que fue inventada con el único fin de recaudar para las arcas públicas con una población ilusionada y dócil, que su ideología implica situar al dinero como fuente de todo bienestar, de toda libertad y de toda grandeza (si alguien duda de ello repasen toda la publicidad existente sobre juegos de azar) y que precisamente esto es la antítesis de cualquier sentimiento religioso auténtico vinculado con la Navidad.
El mayor milagro de la diosa Fortuna consiste en la transformación del agua religiosa en el vino del paganismo, un vino que nos emborracha hasta el punto de perder toda conexión con la realidad, una realidad que es diametralmente opuesta al mundo de fantasías y encubrimientos emocionales que nos inducen recrear en nuestras mentes a través de un bombardeo mediático implacable. Especialmente en estas fiestas en la que nuestras defensas emocionales son más bajas.
¡Feliz Navidad!
Alguien se preguntará porqué el juego de apuestas está prohibido por Dios. ¿Realmente lo está?, dirán algunos creyentes de distintas confesiones. Hay un principio teológico que califica como idolatría asociar poderes exclusivos de la divinidad a fuerzas naturales, más aún cuando se personalizan. Eso es propio de las religiones paganas. Pero quién duda a estas alturas que nuestra civilización es pagana hasta la médula, a pesar de haber tenido la habilidad de conservar los ritos religiosos de las religiones monoteístas. Es algo que ya en el pasado hizo la Iglesia Católica cuando incorporó una serie de celebraciones paganas a su calendario religioso, entre ellas la Navidad.
El espíritu de la Navidad, con su sobredosis empalagosa de falsa solidaridad, encubre cuestiones nucleares de la religión pagana dominante. La más evidente a los ojos de cualquier lego es el culto al consumo. La liturgia consumista de estas fechas entra en el paroxismo de una catarsis colectiva. Sin consumo no hay Navidad. Paralelo a ello el culto al dinero y a la diosa Fortuna como fuente de todo bienestar, es el preludio necesario para la gran orgía consumista.
El juego nos inicia en el catecismo cartesiano del azar. Nosotros somos fruto del azar, como nuestra fortuna. Eso implica que no existe la predestinación y no es necesario que un dios rija la creación, aunque pudiera estar en el origen de la misma. El Creador hora permanece ausente una vez puesta en marcha la gran bola de la fortuna con sus componentes mecánico-matemáticos en juego.
El paganismo, lejos de ser una filosofía racional, acaba llenando la mente de conceptos mágicos con pretensiones científicas. La máxima expresión de esto son las Navidades.
El sistema imaginario de la religión pagana implica necesariamente actuar sobre las pasiones de modo que seamos incapaces de entender lo que sucede realmente.
Para ello la publicidad es esencial en el adoctrinamiento religioso. El modo, por ejemplo, en el que se nos vende la lotería es paradigmático. “Lo importante es compartir”. Sus anuncios televisivos nos tocan la fibra sensible, y fuerzan tanto la exageración que rayan el ridículo más espantoso. Pero no es nuevo. Es algo que aprendieron del imaginario religioso tradicional, cuando los sacerdotes apelaban a la caridad y los buenos sentimientos de hermandad.
Pues sí, “lo importante es compartir”: el 30 % de lo recaudado, más los premios que no se repartan, es para el Estado. Y de lo que se reparta el 20% directamente es para Hacienda, eso sin contar el otro 40% de impuestos indirectos que actuarán sobre cualquier movimiento que en el futuro haga ese afortunado. En definitiva, la lotería no es sino un “impuesto para tontos” como bien decía hoy un excelente artículo del ABC.
Pero del mismo modo que en la Eucaristía asistimos al milagro de la transformación de una galleta y de una copa de vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo, con la lotería asistimos al milagro de la transformación de un ciudadano anónimo, corriente, uno de nosotros, en un miembro de la élite financiera, de los semidioses del olimpo. Un milagro con unas probabilidades infinitesimales y poco rentable para nuestros bolsillos, como explica extraordinariamente bien el artículo de el País “El lucrativo negocio de repartir suerte”.
La diosa Fortuna ha llegado a nuestras vidas una vez más para repartir felicidad a unos pocos elegidos. Damos por supuesto que ese dinero les cambiaría la vida a mejor. Sin embargo eso no es más que una burda suposición, basada en una fe infantil construida en torno a una mitología fantasiosa que luego tiene la desfachatez de criticar las creencias religiosas de los demás.
Lo que es una verdad matemática es que el estado es el mayor beneficiario de la lotería, que fue inventada con el único fin de recaudar para las arcas públicas con una población ilusionada y dócil, que su ideología implica situar al dinero como fuente de todo bienestar, de toda libertad y de toda grandeza (si alguien duda de ello repasen toda la publicidad existente sobre juegos de azar) y que precisamente esto es la antítesis de cualquier sentimiento religioso auténtico vinculado con la Navidad.
El mayor milagro de la diosa Fortuna consiste en la transformación del agua religiosa en el vino del paganismo, un vino que nos emborracha hasta el punto de perder toda conexión con la realidad, una realidad que es diametralmente opuesta al mundo de fantasías y encubrimientos emocionales que nos inducen recrear en nuestras mentes a través de un bombardeo mediático implacable. Especialmente en estas fiestas en la que nuestras defensas emocionales son más bajas.
¡Feliz Navidad!