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Pedro Chacón
Viernes, 29 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura:

Víctor Pradera contra el nacionalismo vasco

Este mes de agosto en el que no he acudido semanalmente a mi cita con La Tribuna del País Vasco, he aprovechado para adelantar en mi libro sobre Víctor Pradera. Las estupendas biografías de Maximiano García Venero (Víctor Pradera: guerrillero de la unidad, 1943) y de José Luis Orella Martínez (Víctor Pradera: un católico en la vida pública de principios de siglo, 2000) nos ofrecen una panorámica que abarca toda la vida y actividad intelectual y política de una de las personalidades españolas más interesantes y fecundas, incluso desde el punto de vista simplemente humano, del primer tercio del siglo XX. Su asesinato en San Sebastián en aquel terrible verano de 1936 no resulta un rasgo menor de su significación, ya que nos introduce de lleno en el drama de una España y en especial de un País Vasco donde las mejores cabezas de la derecha política fueron eliminadas en un conflicto civil catastrófico marcado por dos visiones contrapuestas de la realidad y de la historia. Víctor Pradera comprobó desde su más temprana actividad política, empezando por las cortas legislaturas del Congreso en las que fue joven diputado y que abarcaron justo el cambio del siglo XIX al XX, el peligro inminente que podía significar el nacionalismo que, junto con el socialismo, comenzaron a imponer una visión de la política y de la historia que perdura hasta hoy. Ni siquiera cuarenta años de franquismo fueron capaces de contrarrestar la visión de la historia vasca marcada por las propuestas de un personaje tan limitado intelectualmente como Sabino Arana y sus seguidores. Todo lo contrario: la dictadura lo que vino fue a darles una legitimidad como nunca anteriormente tuvieron –ni siquiera soñaron tener–, siendo que además dichas propuestas, tal como Víctor Pradera desveló en su intensa producción, no resistían el más mínimo contraste ante la verdadera historia o incluso la mera lógica.

 

[Img #28779]En las biografías que hemos citado al principio de este artículo, sus autores, dado el carácter totalizador y genérico de las mismas, no se entretuvieron en el detalle menudo de la faceta en la que Víctor Pradera se nos aparece como uno de los pocos contradictores del nacionalismo vasco en la época en que este movimiento empezó a cobrar auge en las primeras décadas del siglo XX. Ambos la mencionan y la ponderan desde el primer momento, por supuesto, pero es en la de José Luis Orella donde se le dedica, no obstante, un epígrafe específico y muy atinado al asunto que nos ocupa, el titulado “Frente al racismo” (pp. 48-51). Ha sido a partir de ahí, y de las referencias bibliográficas que señala, como empezamos a profundizar en nuestro tema.

 

En las filas del liberalismo de la época, salvo el caso puntual de Wenceslao Orbea, que mantuvo una intensa polémica con Engracio de Aranzadi en las páginas de El Pueblo Vasco en 1904, no hubo ningún político equiparable al tradicionalista Víctor Pradera en su afán patriótico por contrarrestar las alucinaciones nacionalistas. Hasta el punto de que su mitin de Amorebieta (Vizcaya) de 7 de septiembre de 1913 podría considerarse la más completa refutación histórica y filosófica del nacionalismo vasco hasta hoy. Dicha intervención, y el consiguiente debate a que dio lugar, dejó al descubierto los endebles y fantasmagóricos fundamentos del nacionalismo vasco. Pero lo lamentable de nuestra historia política es que dicho mitin no marcó tendencia y nunca más se volvió a dar algo así en los mismos términos y con la misma contundencia. Quien le contradijo desde el nacionalismo, el director entonces del diario Euzkadi, Engracio de Aranzadi, alias Kizkitza, quedó también como el paradigma histórico de ese modo tan típicamente marrullero y poco elegante con el que el nacionalismo vasco ha intentado siempre defender sus posiciones ideológicas hasta hoy.

 

No voy a adelantar acontecimientos o mayores detalles porque toda esta cuestión la voy a sustanciar en un libro de próxima aparición en esta misma casa. Lo que sí me interesa ahora es destacar los dos puntos fuertes del alegato de Víctor Pradera que demuestran hasta qué punto el nacionalismo vasco era capaz de forzar la realidad y la historia con tal de sacar adelante sus planteamientos. Hablamos de la raza, por un lado, y de la independencia, por otro. El nacionalismo de entonces planteaba que la raza vasca, por el mero hecho de existir, supuestamente desde tiempos inmemoriales, tenía derecho a formar un Estado propio. Es su principal argumento de orden filosófico. De ahí que toda la serie de respuestas que va desgranando el nacionalismo vasco en las páginas del periódico Euzkadi contra lo que se dijo en el mitin de Amorebieta por parte de Víctor Pradera lleva por título “El principio de nacionalidad”, que se refiere justamente a eso, a la raza, a lo que se entendía entonces por raza vasca concretamente. Víctor Pradera, por su parte, desmonta la pretensión del nacionalismo de constituir la raza como el fundamento prácticamente único de la nacionalidad, acudiendo a la forma en que fueron surgiendo todas las sociedades –todos los Estados realmente existentes– en la historia y dejando en evidencia que ese recurso de la raza formaba parte de un paradigma cultural propio de la segunda mitad del siglo XIX, del llamado paradigma positivista, desconocido hasta entonces, según el cual se empezaron a aplicar los principios de la biología a las ciencias humanas y sociales y a diferenciar a los individuos en razas, entendidas como compartimentos estanco y donde se condenaba el mestizaje como causa de degeneración humana y social. Entre esas razas, la vasca, por su aislamiento, fue ensalzada por muchos antropólogos como una auténtica raza-isla, razón de más para que quienes quisieron entonces distinguirse del resto de España tuvieran una buena agarradera con ínfulas científicas. El otro argumento nacionalista, el de la independencia de los vascos hasta que en 1839 la ley de fueros de 25 de octubre de ese año acabó supuestamente con ella, Víctor Pradera lo convierte en lo que verdaderamente es: un delirio sin fundamento alguno que, quizás por lo insólito y atrabiliario de su propuesta, acabó atrayendo a mucha gente. Fue un ejemplo acabado de que la gente siempre acaba prefiriendo la simplicidad de una mentira a la complejidad de la verdad, o de cómo una mentira en toda regla pudo ser empleada como argumento político cuando desde el punto de vista intelectual no tenía un pase. La idea de que los vascos fueron independientes de España hasta 1839 fue una ocurrencia de uno de los íntimos de Sabino Arana, Miguel Cortés Navarro, que luego el nacionalismo manejó con increíble desparpajo y además creyéndoselo de verdad y, por lo mismo, haciéndoselo creer a sus seguidores y a buena parte de la opinión pública, y lo que fue más decisivo, también a la opinión política en España: sin ir más lejos, recordemos que la propuesta absurda, por extemporánea y falta de sustancia histórica, de suprimir de un plumazo la ley de 1839 fue incorporada como Disposición Derogatoria Segunda a la Constitución vigente de 1978, dando así apoyo jurídico, histórico y político a la Disposición Adicional Primera de dicha constitución, donde se recogen los llamados derechos históricos de los territorios forales.

 

El debate entre Víctor Pradera y el nacionalismo sirve también para conocer cómo se las ha gastado siempre el nacionalismo vasco para revolverse contra quien le contradice. Para empezar, con el ocultamiento bajo un seudónimo o sin siquiera decir el nombre del que sale a la palestra a defender sus propias posturas. De hecho, sabemos que fue Engracio de Aranzadi el que debatió con Pradera desde el periódico Euzkadi no porque aparezca su nombre firmando ninguno de sus artículos, sino porque en el último artículo de la serie “El principio de nacionalidad” (serie compuesta por la friolera de 29 piezas, si no hemos contado mal), se dice que quien los escribe es el mismo que debatió diez años atrás por un asunto parecido con el maurista Wenceslao Orbea. Y lo dice así, sin decirnos su nombre ni siquiera entonces. De esa manera nos obligó a ir, claro está, a ese debate anterior, para saber de quién se trataba y ahí es donde pudimos comprobar que Aranzadi lo comenzó utilizando un seudónimo y que solo acabó identificándose con su verdadero nombre forzado por Wenceslao Orbea, que le descubrió debajo del seudónimo ante los lectores y ante la opinión pública que seguía aquella polémica de 1904 en las páginas de El Pueblo Vasco. Hoy, en las redes sociales, es moneda corriente encontrarnos con contradictores nacionalistas que no dan su nombre. No ha cambiado nada.

 

Y luego los epítetos y adjetivaciones y comentarios que utilizan los nacionalistas para descalificar a sus oponentes, con esa mala baba que les caracteriza, cuando no mala educación, cuando no lenguaje barriobajero, cuando no bromas y gracietas de mal gusto. Con Víctor Pradera desplegaron con generosidad todo su arsenal despreciativo, a falta de razones y argumentos sólidos con los que rebatirle.

 

Dado el estilo inconfundiblemente miserable, empleado por el nacionalismo en sus diatribas, pienso por momentos que Víctor Pradera quizás se tomó demasiado en serio los argumentos nacionalistas, quizás les trató con demasiada consideración cuando en absoluto lo merecían. Pero luego pienso que su actitud fue noble y fue necesaria. Gracias a Víctor Pradera sabemos cómo pensaba el nacionalismo entonces, por boca de uno de sus principales, si no su principal, ideólogo por esa época. Lo cual no es poco, dada la proverbial parquedad a la hora de mostrar los fundamentos de una ideología que, por otra parte, es cierto, tampoco tenía mucha sustancia que mostrar. Pero, al mismo tiempo, pienso que la actitud del nacionalismo, despreciando al oponente, haciendo chistes malos de lo que en Pradera era expresión de seriedad, de lógica y de fundamento, resulta en realidad miserable y alicorto, más que hiriente y vejatorio como ellos quisieran. Hoy en día siguen actuando igual ante cualquiera que les rebata y se les enfrente, y el colmo es que lo siguen haciendo desde el poder que han conseguido, sobre todo gracias al Estado español al que combaten y que, paradójicamente, tanto les ha amparado en estos últimos tiempos. Es por todo ello que a mí al menos me da una enorme pena, pero no por Víctor Pradera, que fue el mejor de todos los políticos vascos en este sentido, sino por los demás que no hemos sabido estar a su altura. Y más que pena yo diría vergüenza, al comprobar la soledad en la que se dejó a Víctor Pradera por todos los que, desde todo el arco parlamentario y social, potencialmente le deberían haber apoyado en su ataque noble y realizado con tanta gallardía y franqueza. Estas reflexiones de orden ético-político son las que sustentan el propósito de convertir en libro aquel mitin de Amorebieta del 7 de septiembre de 1913, junto con las reacciones del nacionalismo que le siguieron y con la réplica después de Víctor Pradera, que no se calló en ningún momento y que no se arredró ante la sarta de insensateces y de mamarrachadas proferidas por sus adversarios.

 

Y, para terminar, y ya que ha salido el término franqueza para definir a Víctor Pradera, me he acordado de que sus mal llamadas Obras Completas (se trata en realidad de una recopilación en dos volúmenes de fragmentos de sus obras, artículos y discursos), publicadas póstumamente en 1945, llevan, como es sabido, el prólogo del general Franco. Yo no sé si el general Franco prologó muchos libros, me da a mí que no. Quizás este fuera el único que prologara. No he comprobado el dato ni tengo ahora mismo medios para asegurarlo categóricamente. Pero si solo hubiera prologado este libro nos vendría muy bien para significar precisamente en este año 2025, al que el sanchismo gobernante ha decretado como año-símbolo de la memoria antifranquista, al cumplirse con él los cincuenta del fallecimiento de Francisco Franco, todo lo que significa una posición contraria de cabo a rabo a dicho sanchismo y de reivindicación de un pasado que nos ha conformado a todos. No se puede amputar la historia, ninguna de sus partes, si queremos entender todo lo que pasó. Y el franquismo forma parte de la historia de España con el mismo derecho, al menos, que, por ejemplo, la Segunda República. En dicho prólogo, aparte de otras consideraciones ideológicas, coyunturales o políticamente interesadas del prologuista, se hace un especial encomio del principal objetivo de Víctor Pradera en toda su obra y actividad política: la unidad de España, que para el autor de “El Estado Nuevo” siempre debía de ir acompañada de la vitalidad de las regiones que la integran y de un profundo respeto hacia todas ellas.

 

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