A la memoria de mi amigo Jesús del Real Sanz
No es preciso recurrir a la autoridad de ningún gran teórico de la ciencia política –a Carl Schmitt, por ejemplo– para saber que lo específico de cualquier opción política no son los principios en su exposición necesariamente abstracta, sino la definición del “Otro”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, se fue consolidando en las sociedades europeas un nuevo tipo de régimen político, que podríamos denominar democracia liberal-socialista. Se hace referencia en ese sentido al consenso socialdemócrata, en el que participaron sectores liberales de izquierda, socialistas reformistas y democristianos. Democracia parlamentaria, Estado benefactor, reformismo social, tales eran las características esenciales de este sistema político. A ese respecto, uno de sus fundamentos era el diálogo entre estas tendencias ideológicas y políticas. Con su teoría de la acción comunicativa, el filósofo alemán Jûrgen Habermas contribuyó a dar legitimidad ese supuesto. Para Habermas, solo puede haber democracia si hay encuentro y reconocimiento de lo que el prójimo dice. La deliberación democrática en el Parlamento, en el tribunal y en los medios de comunicación supone ante todo que se reconoce de cierta validez a la posición del otro. Tal reconocimiento exige, a juicio de Habermas, el valor universal que subyace a toda exposición subjetiva de una preferencia. Es una universalidad que permite construir el consenso y, por lo tanto, dotar de un marco estable para la democracia. Sin embargo, como han objetado sus críticos, la universalidad a que hace referencia el filósofo alemán es abiertamente parcial y se encuentra perfilada y fundamentada en una tradición de pensamiento muy concreta. Y es que Habermas excluye de la “universalidad” a los que se sitúan más allá de las fronteras de una sociedad, es decir, aquellos que no aceptan las reglas de juego ya perfiladas. Como ha denunciado Peter Sloterdiijk, la concepción habermasiana descansa en un sometimiento de los participantes en el diálogo a una precondición que él pretende controlar metódicamente. Por ello, Roger Scruton considera a Habermas un “jacobino”. Y es que a ese diálogo no son convocados los nacionalistas, los conservadores sociales o los neoliberales. En ese sentido, Habermas no duda en calificar de “basura intelectual” a las tradiciones de pensamiento representadas por Novalis, Schmitt, Jünger, Heidegger o Jung, a los que contrapone las figuras de Marx, Heine, Freud, Heller o Adorno. En gran medida, las listas de Habermas son perfectas y reflejan el contenido de su proyecto político, nada imparcial, desde luego. Loa enemigos del orden liberal-socialista eran, por la izquierda, los comunistas; y, por la derecha, los “fascistas” o los “ultraderechistas”. En algunos países, como Alemania, los primeros se encontraban fuera de la legalidad, pero en otros, como Italia, eran muy influyentes. Aunque en teoría el fascismo estaba proscrito en la I República italiana existía, con alguna influencia, el Movimiento Social Italiano; y en Alemania el Partido Nacional Democrático. El fascismo o la “extrema derecha” se convirtieron en los enemigos del orden social-liberal. Claro que, como señaló el filósofo italiano Augusto del Noce, era preciso distinguir entre dos tipos de fascismo, el histórico y el demonológico. El primero ha sido, y es, objeto de análisis por parte de los historiadores académicos; el segundo, obra de agitadores y estrategas políticos.
El gran historiador italiano Emilio Gentile ha dado una definición ajustada del fenómeno fascista y de la tradición que arrastra: se trata de un movimiento social y político “totalitario”, basado en el “pensamiento mítico”, dotado de un “partido milicia”, caracterizado por un “sentimiento trágico y activista de la vida”, una ética civil de subordinación absoluta del individuo al Estado, partidario de la instauración de una “religión civil” estatal, una organización corporativa de la economía y una política exterior imperialista. Por su parte, el fascismo demonológico carece de una definición precisa; lo identifican genéricamente con el mal radical. A ese respecto, resultan significativas las palabras del célebre filósofo polaco Leszek Kolakowski: fascista es aquel con “quien no estoy de acuerdo, pero me veo incapaz de polemizar por culpa de mi ignorancia, de modo que le asesto un puntapié”. Y lo mismo ocurre con conceptos como “extrema derecha” o “ultraderecha”, que, para politólogos como Pierre André Taguieff, carecen de fundamento y de contenido preciso, ya que nunca se construyeron para designar un tipo-ideal, en el sentido de Max Weber, o un modelo teórico. En realidad, sirve tan sólo para designar a los enemigos de la socialdemocracia y del comunismo. En cualquier caso, el antifascismo demonológico se caracteriza por un lenguaje que no admite réplica, lo que el historiador de las ideas J. A.G Pocock denomina “politics of bad faith”, basada en la dialéctica amigo/enemigo.
En los últimos años, el antifascismo ha experimentado nuevas metamorfosis, al socaire de los cambios experimentados por las sociedades occidentales a partir de los años noventa del pasado siglo. El final de los regímenes de socialismo real, la crisis del Estado benefactor socialdemócrata, la hegemonía del neoliberalismo económico, la globalización, los procesos migratorios masivos y la aparición de los movimientos de derecha identitaria el ascenso de China como potencia, etc. A todo ello es preciso añadir la crisis de la izquierda tradicional y la emergencia de lo que Jean Bricmont denomina “gauche moral”, cuyas reivindicaciones han abandonado cualquier proyecto de transformación social, para centrarse en la lucha contra el racismo, la homofobia, el cambio climático, el feminismo radical, lucha contra el fascismo, etc. Un programa político que, como denuncia David Rueff, no cuestiona para nada el sistema económico capitalista, sino la moral tradicional.
En este nuevo contexto, aparece la obra de Mark Bray, Manual de Antifascismo, que se autodefine como “un toque de arrebato que intenta dotar a una nueva generación del bagaje histórico y teórico necesario para derrotar a la extrema derecha que resurge”. Bray se siente heredero de anarquistas y comunistas del período de entreguerras. A su entender, el fascismo es una tendencia política obsesivamente preocupada por el “declive, la humillación” de la comunidad y por “cultos compensatorios a la unidad, la energía y la pureza”, ataca la democracia, se alía con las elites tradicionales y defiende la “violencia redentora sin limitaciones éticas ni legales de limpieza interna y expansión interna”. El antifascismo de Bray se autodefine como revolucionario, antiliberal, sindicalista, partidario de la okupación y del activismo medioambiental, la lucha contra el fascismo “y similares”, Bray rechaza el debate, el diálogo y el parlamentarismo. “Desde su punto de vista, los derechos que propugna el gobierno parlamentario no merecen respeto inherentemente”. En este caso, los “fascistas no tienen derecho a expresarse libremente”, ya que representa la antítesis de la Humanidad, racismo, sexismo, homofobia, etc. Bray propugna la violencia y la expropiación global de la clase capitalista.
Así, pues, el nuevo/paleo antifascismo se presenta como antiliberal, antidemocrático, antiparlamentario, violento y totalitario.
Intelectuales de izquierda como Chantal Mouffe o Slavoj Zizek han negado la identificación entre las nuevas derechas identitarias y el fascismo histórico. Y ha sido de nuevo Emilio Gentile quien ha dejado claras sus diferencias, porque su proyecto político no cuestiona en pluralismo demoliberal, algunos defienden el neoliberalismo económico y su lucha se centra en la defensa de la identidad tradicional de las sociedades occidentales, el rechazo de la globalización económica y de la emigración masiva.
Estas precisiones académicas apenas ha hecho mella en la dinámica del antifascismo demonológico, que, como ya hemos adelantado, no se arredra ante el recurso a la violencia e incluso el asesinato. No deja de ser significativo que el holandés Pin Fortuyn, fundador del partido LIPF, haya sido calificado de “gay malo” por su militancia en un partido de “extrema derecha” crítico con el islamismo, según Huw Lemmey y Ben Miller. Fortuyn fue asesinado por un militante antifascista. El reciente asesinato del republicano norteamericano Charlie Kirk entre dentro de la lógica antifascista; y muestra la peligrosidad de estas tendencias. Kirk propugnaba el debate político e ideológico; no rehuía la confrontación cultural; lo cual le costó la vida. Sin duda, algunos de sus planteamientos pueden resultar extraños a una mentalidad europea. Son producto de lo que Tocqueville, Sombart o Lipset han denominado “excepcionalismo norteamericano”. Por ejemplo, el derecho a portar armas. Una tradición que tiene por base histórica la ausencia de una aristocracia de espada, la defensa de la libertad individual y de autodefensa, características de la tradición norteamericana. En ese sentido, siempre hemos de tener en cuenta que las personas se encuentran arraigadas en un tiempo y un lugar. No hay seres libres, siempre estamos condicionados en el sentido de que no podemos prescindir de nuestra historia. Como diría Gadamer, todo es cuestión de “prejuicios”, que no son siempre negativos, Todos albergamos “prejuicios”. Lo más triste es que los antifascistas demonológicos han celebrado su asesinato recurriendo a frases descontextualizadas o simplemente a la mentira y la calumnia. Por ejemplo, su supuesta defensa de la esclavitud de la población negra. Herejía para algunos era su defensa de la familia natural, de la religión o de la nación. Y es que la cultura woke se ha convertido en una especie de religión civil o de teología política.
En este nuevo contexto político, sobre todo tras la aparición de VOX como representante español de la derecha identitaria, no podían faltar émulos de Mark Bray en suelo español, como es el caso de un tal Pol Andiñach, que ha publicado, en directa dependencia intelectual del activista norteamericano, un mediocre libelo titulado Todo el mundo puede ser Antifa. Manual práctico para destruir el fascismo. Sus iconos de referencia son, y no por casualidad, Buenaventura Durruti, Dolores Ibárruri y Enrico Malatesta. Y es que Andiñach se autodefine como “anarcocomunista”, partidario de una sociedad sin Estado y sin jerarquías. Como en el caso de Bray, recurre a la obra de Paxton para definir el fascismo, pero afirma, desde un punto de vista abiertamente antiintelectual, que no tiene demasiado tiempo en tumbarse en “divanes académicos”. Lejos de tales honduras nos da su propia definición de fascismo como “el discurso de los privilegiados de siempre en contra de los oprimidos de siempre”, “el sistema vestido de antisistema”, “la vuelta a un pasado mítico”; en definitiva, algo que “no se puede permitir” y contra el cual es lícito el uso de “la acción directa”, es decir, la violencia, En ese sentido, exalta la existencia de gimnasios antifascistas. Como Bray, ataca el principio de libertad de expresión, ya que los fascistas son “esquivos y sibilinos”. De aquí que denuncie que VOX, la representación genuina según él del fascismo español, tenga acceso a los medios de comunicación. Y es que el franquismo está muy enraizado en los ámbitos informativos y editoriales. Por ejemplo, el Grupo Planeta tiene “claras raíces” franquistas. Andiñach, en ese sentido, defiende el “no derecho” de VOX a expresar sus ideas en la esfera pública. Concibe la memoria histórica como un arma contra el fascismo. Defiende a los nacionalismos periféricos como enemigos de esa “idea rancia y antigua de unidad (…) que no es nada más que la versión contemporánea y maquillada de la idea clásica de imperio”. Y es que PNV y Euskal Herria Bildu son partidos “rotundamente antifascistas”. Finalmente, se muestra partidario de la ilegalización de VOX.
No muy distante de estos planteamientos, sino todo lo contrario, se encuentra el teólogo Juan José Tamayo, un auténtico ignorante en materia de histórica contemporánea. En un libro absolutamente disparatado, que lleva por título La Internacional del odio, Tamayo defiende un nuevo, o no tan nuevo, concepto, el de “cristoneofascismo”, tomado de los teólogos Dorothee Sölle y Paul Knitter, y cuyo epicentro se encuentra, según él, en el Brasil de Jair Bolsonaro, y que aboca a la construcción de una monstruosa Internacional del Odio, representada por Donald Trump, VOX y otros partidos de la “extrema derecha”. A su entender, este neofascismo se retroalimenta de fundamentalismo religioso, ya sea católico o protestante. ¿Qué es el “neofascismo” para Tamayo? Se trata de “la defensa a ultranza de los postulados neoliberales sin reparar en su ostensible fracaso, la destrucción de la democracia desde dentro, el negacionismo del cambio climático y el ataque a la teoría del género, los movimientos feministas y al LGTBIO”. En España, se encuentra representado, en su opinión, por VOX y Hazte Oir, que cuentan con el apoyo algunas jerarquías de la iglesia católica “muy conocidas por sus posiciones reaccionarias”, y que manipulan el mensaje de evangelio, que él, por supuesto, interpreta desde su particular perspectiva. VOX es “homófobo, sexista y xenófobo”. Aunque propugna un laicismo radical, Tamayo se escandaliza de que Santiago Abascal no simpatizara con Bergoglio: él que durante años ha criticado a Juan Pablo II y a Benedicto XVI. Y es que, en el fondo, Tamayo es un clerical de izquierdas, aunque su clericalismo sea distinto al tradicional. Recurre a la autoridad papal cuando le interesa y la rechaza cuando conviene a sus planteamientos. Tamayo denuncia los peligros del “cristoneofascismo” en Brasil, Costa Rica, Colombia, El Salvador y Bolivia, pero no menciona para nada la situación de Cuba y Venezuela. Su héroe es Oscar Romero, “el faro que ilumina la oscuridad del presente”. Por supuesto, demoniza la evangelización española como una “riada de sangre”. Se escandaliza por las críticas católica a la ideología de género y al feminismo, como si no existiera el derecho a disentir de cualquier tipo de pensamiento. En ese sentido, acusa a la Conferencia Episcopal de defender la imagen de un “Dios sádico”, por sus críticas al aborto. Y es que, según él, la ética cristiana se encuentra “en plena sintonía con Epicuro”. Contra toda racionalidad considera “fascista” el pin parental, que encarna, a su juicio, una concepción “neoliberal” de la paternidad., e incluso, en franca contradicción con lo anterior, un retorno a la Inquisición y a la censura. Sin embargo, respecto del islamismo su posición es la de una tolerancia rayana en el irenismo. Y es que el antiislamismo “mata”. No sabemos muy bien por qué Tamayo relaciona la denominada “Teología de la prosperidad” con el “cristoneofascismo”, cuando su precursor Michael Novak era un liberal crítico con las dictaduras de derechas. En fin; dejémoslo; Tamayo es un síntoma de las contradicciones del catolicismo de izquierdas en la sociedad española. No un teólogo político a la altura de los tiempos.
De todas formas, hay que recordar que aún antes de la aparición de VOX nuestras izquierdas veían fascistas y neonazis por todas partes. Se trataba nada menos que del melifluo Partido Popular de los no menos melifluos Ciudadanos y Unión-Progreso y Democracia. Es decir, todos aquellos que se oponían al PSOE o a los nacionalismos periféricos catalán y vasco. Por otra parte, el antifascismo demonológico era, y es, abiertamente hegemónico en las universidades públicas y en el mundo cultural. Sobre todo, en las facultades de Historia y de Ciencias Políticas y Sociología., donde se ejerce abiertamente la violencia simbólica frente a los disidentes –los revisionistas– de la interpretación oficial. El inepto Ángel Viñas celebraba que en ninguna universidad pública se diera cabida a debates con representantes del revisionismo histórico. De hecho, las leyes de Memoria Histórica y de Memoria Democrática tienen como fundamento los contenidos ideológicos del antifascismo demonológico. Lo mismo ocurre en literatura, con novelas como Mala gente que camina, de Benjamín Prado; el conjunto de la obra de Almudena Grandes; El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas; o Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. Muchas de ellas llevadas al cine, donde la hegemonía de la izquierda radical es absoluta. La consigna más penetrante de esta tendencia fue la de Almudena Grandes, con el título de uno de sus libros, La herida perpetua. Es decir, nunca se podrá perdonar o comprender a las derechas, identificadas con el “fascismo”.
La ofensiva contra VOX e incluso contra el conjunto de la derecha ha sido permanente desde que el líder socialista Pedro Sánchez ocupó el gobierno en 2018. El líder socialista no ha dudado en establecer un “muro” entre la derecha y la “ultraderecha” frente a su coalición con izquierdistas radicales y nacionalistas vascos y catalanes. A esta ofensiva se ha sumado, algo que parece inconcebible, el canoso y barbudo Jefe del Estado, Felipe VI, quien en un discurso pronunciado en inglés en homenaje a Ursula von der Leyen , calificó a los partidos identitarios de “voces peligrosas”. Y luego algunos cortesanos defenderán su “independencia”
Más pintoresca, aunque no menos peligrosa y significativa ha sido la iniciativa del diputado de Podemos en Murcia, Víctor Egio, propugnaba sustituir el tiro de pichón, por el tiro al “fachón”. Ante las críticas que suscitó su ocurrencia calificó a los miembros de VOX de “discípulos de Millán Astray”. Y su jefa Ione Belarra le felicitó por su defensa de la “dignidad” de los animales, “la libertad y el honor”. Egio, se ha negado, ante las cámaras de televisión, a retractarse de su iniciativa. Se creen por encima del bien y del mal; en el lado correcto de la Historia.
El asesinato de Charlie Kirk ha puesto una vez más de relieve la maldad y la peligrosidad de este antifascismo demonológico. Ni una condena explícita, ni un mínimo reconocimiento. Antonio Maestre lo comparó con José Calvo Sotelo, en sentido negativo, porque era un provocador. Irene Montero lo calificó de “experto del odio” y, por supuesto, de “fascista”. Alan Barroso se burló de sus ideas. La imaginación, ausente.
Mientras tanto, la ofensiva contra VOX continua. El periodista gay italiano Eupropio Padula pidió su ilegalización por su “homofobia”. Y en un editorial El País lo calificaba, ante su subida en las encuestas, de “nacional-católico”, “racista”, “homófobo”, “negador del cambio climático”, “que se mofa de la violencia machista”, “centralista”, legitimador de la “matanza de Gaza” y del “expansionismo de Putin”. Nada de esto es cierto. Lo de siempre. Podrían variar un poco el repertorio.
En cualquier caso, la situación está tenebrosamente clara. Y sólo puede haber una respuesta. Como dijo Ramiro de Maeztu. “Ser es defenderse. Dejar de defenderse es dejar de ser”.
Pacíficamente, por supuesto.