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Domingo, 05 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

El continente del martirio: la guerra invisible contra los cristianos en África

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Durante las madrugadas sin luna del este del Congo, cuando la selva se llena del zumbido de los insectos y del eco remoto de disparos, hombres armados irrumpen en aldeas de barro y techos de palma. No buscan dinero ni poder. Buscan borrar el nombre de una fe de la faz de la tierra. En Komanda, Ituri, hace apenas unas semanas, los fieles rezaban en una pequeña iglesia de madera cuando irrumpió la milicia de las Fuerzas Democráticas Aliadas (ADF), afiliada al Estado Islámico. Dejaron decenas de cuerpos tendidos frente al altar. Los supervivientes contaron, entre sollozos, que los atacantes gritaban “infieles” antes de incendiar el templo. En el suelo quedaron los misales abiertos, ennegrecidos por el fuego.

 

No es un hecho aislado. A lo largo de la última década, una cadena de atrocidades recorre el África subsahariana, extendiéndose como una sombra que se adapta a cada país y a cada guerra. Desde el litoral norte de Mozambique hasta las llanuras de Nigeria, desde el Sahel hasta Sudán, ser cristiano se ha convertido, en demasiados lugares, en un riesgo de muerte. No hay consenso jurídico para hablar de “genocidio”, pero los observadores internacionales coinciden en que en amplias zonas del continente se está produciendo una persecución severa, sistemática y sostenida, con patrones de violencia que encajan en los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad.

 

En Mozambique, la provincia de Cabo Delgado es hoy un paisaje de ruinas. La insurgencia vinculada al Estado Islámico quema iglesias, decapita aldeanos y difunde los vídeos como propaganda. En septiembre de 2025, los ataques se extendieron hasta Nampula, y miles de desplazados huyen a los bosques o a los centros urbanos, donde las organizaciones humanitarias ya no dan abasto. “Es una guerra por el alma del norte”, dice un sacerdote local, “una guerra donde matar a un cristiano se considera un acto de fe”.

 

Más al oeste, Burkina Faso vive una pesadilla silenciosa. El Estado se desmorona entre las incursiones yihadistas y las represalias del propio ejército. En Goubré, en 2024, quince fieles fueron asesinados durante la misa del domingo; los testigos relatan que los atacantes preguntaban por los catequistas antes de abrir fuego. Human Rights Watch documenta también matanzas perpetradas por las fuerzas gubernamentales, en un ciclo de violencia que no distingue entre uniformes ni sotanas. En algunas regiones del Sahel, los templos vacíos y las aldeas abandonadas son todo lo que queda del cristianismo local.

 

Nigeria es, quizás, el epicentro del sufrimiento. Allí, el terror tiene muchos rostros: el de Boko Haram, el de las facciones del Estado Islámico, el de las milicias fulani y el de los bandidos rurales que aprovechan el caos. En Benue y Plateau, cada semana hay nuevas víctimas: familias asesinadas, iglesias en llamas, aldeas borradas del mapa. En las últimas navidades, más de ciento cincuenta cristianos fueron ejecutados en ataques coordinados contra comunidades del centro del país. Los informes de la Comisión de Libertad Religiosa de Estados Unidos describen el patrón como “violaciones sistemáticas, continuas y atroces” de la libertad de culto. Los obispos locales hablan, con una serenidad trágica, de un “genocidio por goteo”.

 

En el Sudán desgarrado por la guerra civil, tanto el ejército regular como las milicias de las Fuerzas de Apoyo Rápido han atacado templos, bombardeado catedrales y asesinado a sacerdotes. En Jartum, los feligreses se refugian entre ruinas y escombros. La fe es su único refugio frente a la barbarie. Y en Eritrea, donde el enemigo no lleva turbante sino uniforme, el Estado mantiene decenas de cristianos encarcelados sin juicio. Cantar un himno no autorizado puede costar la libertad. Algunos llevan años detenidos en contenedores metálicos bajo el sol del desierto.

 

Según los informes del World Watch List 2025 y de la USCIRF, África se ha convertido en el epicentro mundial de la persecución religiosa. De los cincuenta países más hostiles al cristianismo, más de la mitad están en este continente. La estadística es fría, pero detrás hay millones de vidas truncadas: aldeas destruidas, desplazamientos forzados, hambrunas. La ONU estima que millones de desplazados internos son cristianos expulsados de sus hogares, víctimas de una violencia que busca borrar su identidad. La fe, en muchos lugares, se paga con sangre.

 

Los patrones se repiten con una precisión siniestra: ataques a iglesias durante las celebraciones, ejecuciones públicas, saqueos, secuestros, mutilaciones, incendios. La intención es doble: aterrorizar a los supervivientes y borrar el símbolo del cristianismo del paisaje. En los vídeos de propaganda de los grupos islamistas se promete la “purificación de la tierra”. En los comunicados oficiales, la religión se mezcla con la política, la etnia y el poder sobre los recursos: tierras, oro, gas, minerales. La guerra santa es también una guerra económica.

 

El derecho internacional ofrece palabras para estas atrocidades: asesinato, persecución, exterminio, deportación forzada. Son los términos del Estatuto de Roma que rige la Corte Penal Internacional. Sin embargo, en la práctica, las investigaciones avanzan con lentitud. La mayoría de estos crímenes se cometen en zonas sin Estado, donde la ley no llega y la impunidad es la norma. El resultado es un continente en el que la violencia religiosa prolifera sin castigo, amparada por la indiferencia global.

 

Las ONG y observatorios de derechos humanos insisten en una distinción clave: no se trata de un conflicto entre religiones, sino de una violencia dirigida deliberadamente contra comunidades cristianas por su identidad. En otras palabras, una persecución sistemática. El umbral para hablar de genocidio —la intención de destruir total o parcialmente un grupo religioso— aún no se ha probado ante tribunales internacionales, pero la sombra de esa palabra se cierne sobre regiones enteras.

 

Los testigos hablan con una mezcla de horror y dignidad. En el norte de Nigeria, una mujer que perdió a sus tres hijos en un ataque al pueblo de Zangon Kataf resume su fe con una frase que debería estremecer al mundo: “Ellos mataron a mis hijos, pero no pudieron matar mi oración”. En Mozambique, un misionero italiano que evacuó a su congregación después de un ataque lo expresó de otro modo: “Aquí, el cristianismo es una vocación al martirio”.

 

En el lenguaje de las instituciones, se habla de “riesgo de atrocidades” y de “violaciones graves de la libertad religiosa”. En el lenguaje de los pueblos, se habla de supervivencia. Los cristianos del Sahel y del África central viven escondidos, rezan en silencio, cambian de aldea cada semana. En Eritrea, los cultos clandestinos se celebran en casas con las ventanas tapadas. En el Congo, los sacerdotes viajan con escolta armada. En Nigeria, las iglesias fortifican sus entradas con sacos de arena.

 

El mapa del sufrimiento dibuja una cruz sobre África. En el extremo norte, los desiertos del Sahel. En el este, las selvas del Congo. En el sur, las playas de Cabo Delgado. Cada punto representa una herida. Y cada herida, una historia de fe que resiste.

 

Quizás no haya una sola palabra que describa todo esto. No es todavía un genocidio, pero tampoco es “sólo” persecución. Es algo más profundo: una guerra invisible, una limpieza espiritual, una estrategia de destrucción cultural que pretende arrancar del alma africana una de sus raíces más antiguas. Los que matan lo hacen con el pretexto de Dios. Los que mueren, lo hacen en su nombre.

 

Y el mundo —entre titulares fugaces y la fatiga moral de las estadísticas— apenas escucha los gritos.

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