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Martes, 14 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

El arquitecto del nuevo orden mundial: El poder blando de Donald Trump redibuja el mapa de Oriente Próximo

En 72 horas de diplomacia relámpago, el presidente estadounidense ha logrado lo que parecía imposible: poner fin a la guerra de Gaza, reunir a treinta líderes mundiales y proyectar el poder de Washington como árbitro indiscutible del tablero geopolítico global

Cuando Donald Trump descendió del Air Force One en el aeropuerto Ben Gurion la mañana del lunes 13 de octubre, con trompetas militares sonando bajo el sol mediterráneo, no llegaba como un visitante más. Llegaba como el hombre que acababa de conseguir lo que cinco administraciones estadounidenses anteriores consideraron inalcanzable: silenciar las armas en Gaza, liberar a todos los rehenes israelíes vivos y sentar las bases de una nueva arquitectura de poder en la región más volátil del planeta.

 

Era un momento de redención personal y triunfo político. Trump, quien abandonó la Casa Blanca en enero de 2021 en medio del caos promovido por la extrema izquierda de su país,  regresaba al escenario mundial nuevamente como presidente y no como un paria sino como un hacedor de paz. Y lo hacía con la audacia que lo caracteriza: sin pedir permiso, sin esperar consensos, simplemente imponiendo su voluntad sobre una realidad que parecía inamovible.

 

En la Knesset de Jerusalén, ante un Parlamento que lo aclamó como un héroe, Donald Trump pronunció uno de los discursos más audaces de su carrera política. No fue solo retórica diplomática. Fue una declaración de intenciones que resonó mucho más allá de las paredes del hemiciclo israelí.

 

"Hoy no marca solo el fin de una guerra, sino el fin de una era de terror y muerte, y el comienzo de una era de fe, esperanza y de Dios", proclamó Trump ante los legisladores que coreaban su nombre y agitaban gorras rojas que decían "Trump, el presidente de la paz". La escena era casi surrealista: el mismo hombre al que la comunidad internacional europea, sumisa al globalsocialismo más obsceno, había visto con recelo durante años era ahora celebrado como un salvador en el corazón de Medio Oriente.

 

Pero el verdadero golpe maestro vino después. En un momento que dejó atónitos a los presentes, Donald Trump se dirigió directamente al presidente israelí Isaac Herzog: "Oiga, tengo una idea. Señor presidente, ¿por qué no le concede el indulto a Netanyahu? ¿A quién le importan los puros y el champán?". La referencia era a los cargos de corrupción que pesan sobre el primer ministro Benjamin Netanyahu desde 2019. Fue una intervención sin precedentes en la política interna de un aliado, pero también una muestra del tipo de influencia que Trump cree tener —y, de hecho, tiene— en la región.

 

Netanyahu, sentado a pocos metros, observaba con una mezcla de gratitud y perplejidad. Trump continuó con su característica mezcla de elogios y bromas: "No es la persona más fácil de tratar, pero eso es lo que lo hace grande". Luego, volviéndose hacia Yair Lapid, líder de la oposición, le dijo: "Es un buen hombre", para inmediatamente girar hacia Netanyahu: "Ahora puedes ser un poco más amable porque ya no estás en guerra, Bibi".

 

El mensaje era cristalino: Trump había logrado lo que Netanyahu no pudo en dos años de bombardeos: traer de vuelta a los rehenes. Y el precio de ese éxito era que Israel aceptara la paz según los términos estadounidenses. "Dentro de generaciones, esto será recordado como el momento en que todo comenzó a cambiar", declaró Trump. No era una exageración. Era una profecía que él mismo estaba convirtiendo en realidad.

 

Si el discurso en Jerusalén fue el preludio, la cumbre en Sharm el-Sheikh fue el acto principal. Cuando Trump aterrizó en el balneario egipcio del mar Rojo, lo esperaban más de treinta líderes mundiales: Emmanuel Macron de Francia, Giorgia Meloni de Italia, Keir Starmer del Reino Unido, Friedrich Merz de Alemania, Recep Tayyip Erdoğan de Turquía, el emir de Qatar, representantes de Arabia Saudí, y el secretario general de la ONU, António Guterres.

 

El aeropuerto estaba repleto de aviones con banderas de todo el mundo. Era la mayor concentración de poder político global en un solo lugar desde la cumbre del G20 en Roma. Pero había dos ausencias notables: ni Israel ni Hamas estaban presentes. No importaba. Trump había conseguido algo que ningún otro líder occidental logró: ser aceptado como garante por ambas partes sin que ninguna de ellas estuviera en la sala.

 

En la sala de conferencias, Trump apareció junto a la palabra "PAZ" escrita en letras gigantes, en un escenario que parecía diseñado para enviar un mensaje al Comité Nobel de la Paz: este hombre ha logrado lo que ustedes premian, aunque nunca le dieron el reconocimiento. La ironía no pasó desapercibida para nadie.

 

"Fue un gran obstáculo. Pero todo salió tan bien que nadie podía creer que estuviéramos aquí, certificando y terminando todo, y todos estuvieran contentos", dijo Trump ante los líderes reunidos. "Nunca antes había visto tanta felicidad". Luego firmó el acuerdo junto a los presidentes de Egipto, Qatar y Turquía, los tres países que habían actuado como mediadores. Estados Unidos, Egipto, Qatar y Turquía se convirtieron en los garantes oficiales del acuerdo.

 

Pero el verdadero poder lo tenía solo uno de ellos. Abdel Fattah al-Sisi, el presidente egipcio, lo dejó claro en su discurso: "Usted es el único que puede traer la paz a la región". No era adulación diplomática. Era reconocimiento de una realidad geopolítica: sin el respaldo de Washington, cualquier acuerdo en Medio Oriente es papel mojado.

 

El plan de veinte puntos: ambición sin límites

 

El acuerdo que Trump presentó no es solo un alto el fuego. Es un proyecto de reingeniería social y política de Gaza que resulta tan ambicioso como controvertido. El plan de veinte puntos contempla:

 

La fase inmediata (ya cumplida): liberación de todos los rehenes vivos, excarcelación de más de dos mil prisioneros palestinos, entrada masiva de ayuda humanitaria a Gaza.

 

La fase intermedia: desarme completo de Hamas, creación de una fuerza multinacional de estabilización integrada por tropas egipcias, qataríes, turcas y de Emiratos Árabes Unidos, bajo coordinación de un centro de mando estadounidense en Israel. Actualmente, unos doscientos soldados estadounidenses ya están desplegados en Gaza monitorizando el cumplimiento del alto el fuego.

 

La fase final: establecimiento de un gobierno provisional tecnocrático palestino, apolítico, supervisado por una "Junta de Paz" presidida por el propio Trump. El ex primer ministro británico Tony Blair ha sido propuesto como líder interino de este gobierno de transición, aunque su candidatura genera resistencias tanto en círculos palestinos como en su propio Partido Laborista, dada su controvertida participación en la invasión de Irak en 2003.

 

La reconstrucción de Gaza, estimada en mil millones de dólares, será coordinada desde Egipto. Al-Sisi anunció en la cumbre que su país organizará una conferencia internacional sobre recuperación inicial, reconstrucción y desarrollo. La ONU movilizó veinte millones de dólares de fondos de emergencia como primer paso, y se espera que Europa, los países del Golfo y Estados Unidos aporten cantidades sustanciales.

 

Pero el aspecto más radical del plan es su visión política. Trump ha dejado claro que quiere una Gaza sin Hamas, sin Yihad Islámica, sin grupos armados. El acuerdo establece que los combatientes de Hamas que acepten "la coexistencia pacífica y entregar sus armas" recibirán amnistía, y quienes deseen salir de Gaza contarán con pasaje seguro hacia otros países. Es, en esencia, un plan de desmantelamiento total del movimiento islamista que gobernó el enclave durante dieciocho años.

 

Netanyahu, que inicialmente había dicho que "las operaciones militares no han terminado", recibió de Trump un mensaje inequívoco en la Knesset: "Quiero felicitarte por tener el coraje de decir: se acabó, hemos ganado, y ahora disfrutemos de nuestras vidas, reconstruyamos Israel y hagámoslo más fuerte y grande que nunca". El primer ministro israelí, acorralado entre su coalición de extrema derecha y la presión estadounidense, ha aceptado el guión de Trump. Al menos por ahora.

 

Los Acuerdos de Abraham 2.0: la gran apuesta

 

Pero Gaza es solo el principio. Trump tiene una visión mucho más amplia para Medio Oriente, y su nombre es la expansión de los Acuerdos de Abraham.

 

Estos acuerdos, firmados durante su primera administración en 2020, lograron lo que parecía impensable: la normalización de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes. Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos establecieron relaciones plenas con el Estado judío. Fue un terremoto geopolítico. En setenta y dos años, Israel había normalizado relaciones con solo dos países árabes: Egipto en 1979 y Jordania en 1994. Con Trump, Israel consiguió cuatro normalizaciones en pocos meses.

 

Ahora, con el acuerdo de Gaza como catalizador, Trump busca una segunda ola de normalizaciones. Steve Witkoff, su enviado especial para Medio Oriente y uno de los arquitectos del acuerdo de Gaza, anticipó en mayo que "muy pronto" se anunciaría la expansión de los Acuerdos de Abraham. Jared Kushner, yerno de Trump y cerebro de la estrategia original, ha estado trabajando discretamente en las negociaciones.

 

Los candidatos son conocidos: Arabia Saudí es el premio mayor. Una normalización saudí-israelí cambiaría radicalmente el equilibrio de poder en la región. Riad ha puesto condiciones: un cese definitivo de la ofensiva israelí en Gaza (conseguido) y una vía concreta hacia la creación de un Estado palestino (pendiente). El príncipe heredero Mohammed bin Salman ha mostrado interés, pero necesita cubrir las formas ante su población.

 

Omán, que tradicionalmente ha jugado un papel de mediador neutral y mantiene relaciones cordiales tanto con Irán como con Israel, es otro candidato probable. Su pragmatismo y su búsqueda de estabilidad regional lo convierten en un socio natural.

 

Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo, sería un socio de un valor simbólico incalculable. Yakarta ha expresado apoyo a la causa palestina, pero también ha manifestado interés en fortalecer lazos económicos con Israel.

 

Y luego está el elefante en la habitación: Irán. Durante su discurso en la Knesset, Trump lanzó una bomba: "Estamos listos para llegar a un acuerdo con Irán cuando Teherán esté listo. Y será la mejor decisión que Irán haya tomado jamás, y se va a concretar". Incluso sugirió que Irán podría unirse a los Acuerdos de Abraham. La idea parece descabellada, pero Trump tiene un largo historial de lograr lo descabellado.

 

La relación con Irán es compleja. Estados Unidos atacó instalaciones nucleares iraníes en junio pasado, en una guerra de doce días que se saldó con un alto el fuego mediado por intermediarios. Las conversaciones nucleares están en marcha, aunque enfrentan obstáculos significativos, especialmente sobre el enriquecimiento de uranio. El ministro de Exteriores iraní, Abbas Araqchi, ha expresado desconfianza total hacia Israel y descartó cualquier normalización. Pero en Medio Oriente, lo imposible de hoy es a menudo la realidad de mañana.

 

El regreso de la influencia estadounidense

 

Lo que está sucediendo en Medio Oriente trasciende los detalles del acuerdo de Gaza. Es el regreso de Estados Unidos como potencia hegemónica indiscutible en una región que, durante los últimos años, había visto crecer la influencia de Rusia, China, Irán y Turquía.

 

La cumbre de Sharm el-Sheikh fue, en ese sentido, una demostración de poder blando. Trump logró reunir a líderes que raramente se sientan en la misma mesa. Consiguió que Europa, que durante años había criticado su estilo diplomático, acudiera en masa a validar su acuerdo. Macron, Meloni, Starmer, todos calificaron el pacto como "un hito histórico" y ofrecieron apoyo financiero y técnico.

 

La cumbre también dejó claro que Europa ha sido desplazada del centro de la mesa de negociación. Durante décadas, la Unión Europea intentó jugar un papel mediador en el conflicto palestino-israelí. Invirtió miles de millones en ayuda, financió proyectos de cooperación, presionó para soluciones de dos Estados. Pero cuando llegó el momento decisivo, fue Trump quien cerró el trato. La iniciativa estadounidense dejó a Europa como espectadora, aplaudiendo desde las gradas.

 

El mensaje fue captado con claridad en Moscú y Beijing. Durante los años de la administración Biden, Rusia había expandido su influencia en Siria, Libia y partes del Sahel africano. China había aumentado su presencia económica en Medio Oriente, convirtiéndose en el principal socio comercial de varios países del Golfo. Pero ninguna de estas potencias pudo hacer lo que Trump hizo: detener una guerra y reunir a treinta líderes mundiales para sellarlo.

 

En su discurso final en Sharm el-Sheikh, Trump dejó clara su ambición: "Gaza es muy importante, pero esto va más allá de Gaza. Esto es paz en Medio Oriente, y es algo hermoso". Luego añadió: "Quedan algunos focos calientes, pero son muy pequeños... Van a ser muy fáciles de apagar". No mencionó explícitamente a Siria, Yemen, Líbano o Irak, pero todos entendieron el mensaje: Trump considera que tiene la fórmula para pacificar la región entera.

 

Las sombras sobre el triunfo

 

Pero detrás de la coreografía diplomática y los discursos triunfalistas, persisten las sombras de la incertidumbre.

 

Hamas no asistió a la cumbre de paz. Su ausencia no fue accidental. El movimiento islamista emitió un comunicado calificando la cumbre de "absurda" y rechazando cualquier plan que implique su expulsión de Gaza. Hossam Badran, miembro del buró político de Hamas, advirtió que las negociaciones sobre la segunda fase del plan de Trump serán "complejas" y dejó claro que Hamas está "preparado para retomar la lucha si fracasa el acuerdo".

 

Ya hay señales preocupantes. Videos viralizados en redes sociales muestran a terroristas de Hamas regresando a las zonas de Gaza evacuadas por Israel, deteniendo personas acusadas de colaborar con el enemigo y disparando contra algunos de ellos. El control territorial sigue siendo materia de disputa violenta. La retirada israelí ha dejado un vacío de poder que Hamas está intentando llenar, pese a los términos del acuerdo.

 

Netanyahu tampoco ofreece garantías de cumplimiento total. En un video grabado el domingo 12 de octubre, la víspera del intercambio de rehenes, el primer ministro israelí aseguró que "la ofensiva no ha terminado". Sus palabras generaron alarma en Washington. Trump, a bordo del Air Force One camino a Israel, tuvo que intervenir ante los periodistas: "La guerra ha terminado, ¿lo entienden? La guerra ha terminado". Fue una reprimenda pública a un aliado, algo inusual en la diplomacia estadounidense.

 

La coalición de gobierno de Netanyahu incluye a Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, dos ministros ultraconsrvadores que se oponen sistemáticamente a cualquier acuerdo con Hamas.  Durante las negociaciones, protagonizó un tenso intercambio con Steve Witkoff, el enviado de Trump. Cuando Witkoff compartió su experiencia personal sobre el perdón, Ben Gvir respondió: "Esa es la diferencia: quienes nos asesinaron el 7 de octubre no piden perdón. Sus familias están orgullosas de ello. Quieren matar judíos".

 

La presión sobre Netanyahu desde su derecha es inmensa. Si el primer ministro acepta completamente los términos del plan Trump —incluyendo la retirada total de Gaza, el desarme de Hamas supervisado internacionalmente y la creación de un gobierno palestino provisional—, corre el riesgo de que su coalición se desmorone. Pero si no los acepta, enfrenta la ira de Trump y la posibilidad de que Estados Unidos retire su apoyo político y militar.

 

Irán, por su parte, ha expresado desconfianza total. El ministro de Relaciones Exteriores, Abbas Araqchi, habló de "trampas y traiciones" del "régimen sionista" en acuerdos pasados. "No hay absolutamente ninguna confianza", señaló. Teherán ve el acuerdo de Gaza como parte de una estrategia estadounidense para aislar a Irán en la región, y el régimen de los ayatolás no tiene intención de facilitar ese objetivo.

 

Y luego está la cuestión palestina de fondo. El plan de Trump no menciona explícitamente la creación de un Estado palestino, aunque habla vagamente de una "vía concreta" hacia ese objetivo. Para millones de palestinos en Gaza, Cisjordania y la diáspora, cualquier acuerdo que no garantice su derecho a la autodeterminación es inaceptable. 

 

El legado que Trump quiere construir

 

Cuando el Air Force One despegó de Sharm el-Sheikh rumbo a Washington la noche del lunes, Trump dejaba atrás una región transformada. En apenas siete horas en tierra —entre Israel y Egipto—, había logrado lo que generaciones de diplomáticos consideraron inalcanzable.

 

Para Trump, este acuerdo no es solo política exterior. Es redención personal y construcción de legado. El hombre que fue sometido a dos juicios políticos, que perdió las elecciones de 2020 en medio de falsas acusaciones de intentar subvertir la democracia, que enfrentó múltiples procesos judiciales, está ahora escribiendo su nombre en los libros de historia como pacificador.

 

Durante la cumbre, el presidente Isaac Herzog anunció que otorgará a Trump la Medalla de Honor Presidencial de Israel, el máximo reconocimiento del Estado judío. Es un gesto simbólico, pero cargado de significado: Israel, que durante décadas fue el aliado más estrecho de Estados Unidos en Medio Oriente, ahora considera a Trump su salvador.

 

Sus críticos argumentan que el acuerdo no resuelve las causas profundas del conflicto, que es una paz impuesta más que negociada, que favorece abrumadoramente a Israel sobre los palestinos. Pero Trump nunca ha pretendido ser un mediador equilibrado. Su estrategia ha sido siempre transaccional: ofrecer incentivos económicos y seguridad, presionar hasta lograr concesiones, declarar victoria y pasar al siguiente desafío.

 

Y el siguiente desafío ya está identificado. En la Knesset, Trump lo dijo sin ambages: "El avance en Gaza fue el más desafiante de todos. Mi próximo objetivo será impulsar el fin de la guerra entre Rusia y Ucrania". Es una declaración audaz, casi temeraria. Pero después de lo conseguido en Medio Oriente, pocos se atreven a decir que es imposible.

 

El nuevo orden trumpiano

 

Lo que está emergiendo en Medio Oriente bajo el liderazgo de Trump es un nuevo paradigma de relaciones internacionales. No se basa en principios liberales de democracia y derechos humanos. No busca el consenso multilateral de la ONU. No espera la aprobación europea. Es un orden basado en el poder estadounidense, los intereses económicos compartidos y la estabilidad por encima de la justicia.

 

Los Acuerdos de Abraham son el modelo. Funcionan porque ofrecen beneficios tangibles: comercio, inversión, turismo, cooperación en seguridad y tecnología. Emiratos Árabes Unidos e Israel han desarrollado una relación comercial valorada en miles de millones de dólares. Turistas israelíes llenan los hoteles de Dubai. Empresas tecnológicas israelíes se asocian con fondos soberanísimos del Golfo. Es una paz fría tal vez, pero es paz.

 

Trump está apostando por replicar ese modelo en toda la región. Una paz basada en la prosperidad económica, la contención de Irán como amenaza común, la cooperación antiterrorista y el respaldo militar estadounidense. No es la paz idealista que Naciones Unidas imagina. Es la paz pragmática que los hombres de negocios construyen.

 

Y Trump es, ante todo, un hombre de negocios. Durante su discurso en Sharm el-Sheikh, habló de Gaza como una oportunidad de inversión. En febrero había dicho que el enclave podría convertirse en "la Riviera de Medio Oriente". El domingo, a bordo del Air Force One, fue más cauto: "Está destrozada. Es como un sitio de demolición". Pero luego añadió: "Me gustaría poner mis pies allí, al menos".

 

La reconstrucción de Gaza será un negocio multimillonario. Infraestructura, vivienda, hospitales, escuelas, puertos, aeropuertos. Empresas estadounidenses, turcas, qataríes, emiratíes y egipcias ya están posicionándose. No es altruismo. Es capitalismo en su forma más cruda. Y Trump, el antiguo magnate inmobiliario de Nueva York, sabe cómo funciona ese juego mejor que nadie.

 

La encrucijada histórica

 

Medio Oriente está en una encrucijada. Por primera vez en décadas, existe una posibilidad real de paz duradera en la región. Pero también existe el riesgo de que todo se desmorone si alguna de las partes decide que el precio del acuerdo es demasiado alto.

 

Hamas no está desarmado. Israel no ha retirado todas sus tropas. Los colonos extremistas en Cisjordania siguen expandiendo asentamientos. Hezbollah en Líbano mantiene decenas de miles de misiles apuntando hacia Israel. Irán sigue siendo una potencia regional con ambiciones nucleares. Yemen está sumido en una guerra civil que no muestra señales de terminar.

 

Pero por primera vez en mucho tiempo, hay una voz clara y poderosa diciendo: basta. Y esa voz tiene el respaldo de la superpotencia más formidable del planeta. Trump ha demostrado que está dispuesto a usar todo el peso de Estados Unidos —militar, económico, diplomático— para imponer su visión de paz.

 

La pregunta es si esa visión es sostenible. ¿Puede una paz impuesta desde arriba, sin el apoyo genuino de las poblaciones afectadas, perdurar? ¿Puede Gaza convertirse en un modelo de prosperidad bajo supervisión internacional, o será siempre una prisión a cielo abierto? ¿Puede Israel vivir en paz con sus vecinos árabes mientras niega derechos básicos a millones de palestinos?

 

Trump no tiene respuestas para estas preguntas. O quizá sí las tiene, pero son respuestas que la comunidad internacional no está lista para aceptar. Su visión de Medio Oriente es la de un gran mercado común, donde israelíes y árabes comercian, cooperan en seguridad y comparten la riqueza generada por sus economías dinámicas. Es una visión donde los palestinos tienen autonomía limitada, prosperidad económica y estabilidad, pero no necesariamente un Estado soberano pleno.

 

Es el acuerdo del siglo, tal como Trump lo llamó durante su primera administración. Pero es un acuerdo que muchos palestinos consideran una traición, que Hamas rechaza como rendición, y que Israel acepta solo mientras le convenga.

 

Epílogo: el legado en construcción

 

Cuando la historia juzgue el acuerdo de Gaza de octubre de 2025, lo hará con la perspectiva del tiempo. Si en cinco años Gaza es próspera, los rehenes israelíes están con sus familias, Hamas ha sido desarmado, y la región disfruta de paz y comercio fluido, Trump será recordado como uno de los grandes estadistas del siglo XXI. Si en cambio Gaza sigue siendo un infierno, los combates se reanudaron, y la sangre volvió a correr por las calles, será visto como un optimista ingenuo que creyó poder resolver con poder y dinero lo que requiere justicia y reconciliación.

 

Pero por ahora, en este momento de octubre de 2025, Donald Trump ha logrado algo que ningún otro líder contemporáneo ha conseguido: reconfigurar el mapa político de Medio Oriente, proyectar el liderazgo estadounidense como indiscutible, y escribir su nombre en los anales de la historia como el hombre que puso fin a la guerra de Gaza.

 

Veinte rehenes israelíes duermen esta noche en sus casas. Más de dos mil terroristas palestinos han sido liberados. Los cañones callan en Gaza por primera vez en dos años. Y treinta líderes mundiales han firmado un acuerdo que promete un futuro mejor para una de las regiones más atormentadas del planeta.

 

No es un final feliz. Es apenas el principio de un camino incierto. Pero es un principio. Y en Medio Oriente, donde los comienzos son siempre difíciles y los finales siempre esquivos, eso ya es un milagro.

 

Trump ha apostado su legado a que este milagro perdure. El mundo está observando. Y el reloj está corriendo.

 


Reportaje basado en información de CNN, The Times of Israel, Infobae, France24, El Diario, Haaretz, Axios y fuentes diplomáticas.

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