Los dioses que bajaron del cielo: ovnis, fe y conciencia en la historia humana
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“Technology has become a medium for the sacred.”
— Diana Walsh Pasulka, American Cosmic, 2024
Bajo un cielo que aún no conocía el nombre de las estrellas, un sacerdote egipcio se arrodilla frente a la arena ardiente y levanta la vista hacia la oscuridad. Las antorchas del templo de Karnak laten como corazones de fuego detrás de él. En el firmamento, tres luces se mueven de forma que ningún astro debería moverse, trazando un arco imposible sobre el río que divide la vida de la muerte. El sacerdote, temblando, pronuncia los nombres de los dioses y anota en tablillas de barro una descripción minuciosa: “discos que respiran”, “ojos del cielo”, “carros de fuego que hablan en silencio”.
No lo sabe, pero acaba de inaugurar una de las obsesiones más persistentes de la humanidad: la necesidad de interpretar lo desconocido como un mensaje dirigido a la conciencia. Desde las arenas de Egipto hasta los observatorios digitales de hoy, cada generación ha mirado al cielo buscando una señal de que no está sola, y al hacerlo, ha proyectado en ese abismo sus propios dioses, sus miedos y sus esperanzas.
I
Durante milenios, los pueblos antiguos tradujeron las luces del firmamento en vocabularios sagrados. Los sumerios hablaban de los Anunnaki, “los que bajaron del cielo”, seres que enseñaron a cultivar, escribir y construir. En Egipto, los dioses llegaban sobre barcas solares que cruzaban el horizonte entre la vida y la muerte. En Grecia, los mensajeros alados descendían en ráfagas de viento luminoso. Cada civilización veía en el cielo el reflejo de su propio orden: donde hoy sospechamos ingeniería o inteligencia no humana, ellos veían divinidad y castigo.
Carl Jung lo resumió con precisión visionaria: “Los dioses se han convertido en enfermedades, pero aún nos gobiernan desde el inconsciente.” Aquellas luces eran, y siguen siendo, espejos de nuestra psique colectiva. Si en la Antigüedad se adoraban, en la modernidad se analizan; si antes eran mensajeros del más allá, hoy son visitantes de otros mundos. El impulso, sin embargo, es idéntico: dotar de sentido al misterio.
Con la llegada de la era moderna, la reverencia se transformó en fascinación científica. El fuego del altar fue sustituido por la luz de los radares y los telescopios, y las plegarias por informes técnicos. Pero la emoción —el temblor ante lo imposible— no desapareció. Lo que comenzó como religión se metamorfoseó en mitología tecnológica.
II
En 1947, cuando Kenneth Arnold describió “nueve objetos brillantes moviéndose como platillos sobre el agua”, el eco resonó como un nuevo Génesis. De pronto, el siglo XX, fatigado de guerras y de dioses muertos, volvió la mirada al cielo. Las revistas científicas y los púlpitos compartieron por primera vez un mismo léxico: “luz”, “revelación”, “contacto”. Los mismos términos que siglos atrás se reservaban para los profetas.
El teólogo y antropólogo Robert Bartholomew escribió: “El mito del OVNI es la religión de una era secular.” En él, los milagros se describen como abducciones; los ángeles, como visitantes galácticos; y las conversiones espirituales, como experiencias de contacto. La psicología, la religión y la ciencia se fundieron en un solo discurso, y en su centro apareció una nueva figura: el testigo, heredero del profeta antiguo, portador de una visión que transforma la mente y desafía al mundo.
A mediados del siglo XX nacieron las llamadas “religiones del cosmos”. Benjamin Zeller, en At the Nexus of Science and Religion, analizó cómo grupos como los Raelianos o la Aetherius Society reinterpretaron la Biblia bajo la luz del radar. Para ellos, los “ángeles del Señor” eran astronautas; los milagros, operaciones tecnológicas. El nuevo Mesías llegaría en una nave luminosa y traería no tablas de piedra, sino conocimiento genético. “La ciencia”, escribió Zeller, “ha reemplazado al dogma como forma de salvación.”
Y sin embargo, bajo esa apariencia moderna, persistía un viejo anhelo: que alguien, en algún lugar, nos mire y nos comprenda.
III
Diana Walsh Pasulka observó que “la tecnología se ha convertido en un medio para lo sagrado”. En su investigación sobre American Cosmic, descubrió que algunos ingenieros de la NASA y académicos trabajan convencidos de que el conocimiento técnico puede ser una forma de revelación espiritual. Los algoritmos sustituyen a las oraciones; los satélites, a los templos; el código binario, al mantra. En ellos persiste la intuición ancestral de que el conocimiento ilumina y que la inteligencia —sea humana o no— es un camino hacia lo divino.
En las redes contemporáneas, los mitos se propagan a la velocidad de la luz. El viejo rumor de los dioses descendiéndose sobre la tierra se ha convertido en vídeo viral, en testimonio filtrado, en informe desclasificado. La fe ya no necesita intermediarios: cada usuario es su propio sacerdote, cada pantalla un altar portátil. Y en esa comunión digital se reproduce, con nuevos símbolos, la misma tensión que latía bajo las bóvedas de Karnak: el intento humano de traducir lo incomprensible en experiencia.
IV
El fenómeno ovni ha vuelto a poner en jaque las categorías tradicionales. Los informes del Pentágono y los testimonios de pilotos y científicos —que hablan de objetos que desafían la física conocida— han reabierto una puerta que la Ilustración creía sellada. Hoy, algunos físicos cuánticos sugieren que la conciencia podría ser el medio por el cual esos fenómenos se manifiestan.
CF Emmons, en su obra Methodologies for the Mysterious, propuso considerar los encuentros con lo inexplicable como “datos sobre el funcionamiento profundo de la mente humana”. Lejos de patologizar al testigo, invitaba a escucharlo. Y cuando uno escucha esos relatos sin prejuicio, descubre un patrón: las experiencias con luces o presencias no humanas suelen ir acompañadas de transformaciones espirituales, de despertares místicos, de ampliaciones de la conciencia.
Las abducciones, decía Emmons, no son tanto viajes físicos como “peregrinaciones interiores” hacia una realidad más amplia. En ellas, el lenguaje científico y el simbólico convergen: túneles de luz, seres radiantes, comunicación telepática. Lo mismo que narran los místicos de todas las religiones.
V
La hipótesis de la continuidad —formulada por el investigador PM Rojcewicz— sostiene que existe un espectro que une todas las experiencias extraordinarias: visiones religiosas, estados alterados, experiencias cercanas a la muerte y encuentros con ovnis. Todas serían manifestaciones de una misma matriz de conciencia. Jung lo anticipó en Un mito moderno: “El fenómeno de los platillos es la proyección moderna del arquetipo de totalidad, una visión del alma que busca reconciliar materia y espíritu.”
A medida que la ciencia se adentra en el estudio de la mente, los límites se difuminan. Los neurocientíficos que exploran los estados místicos descubren patrones cerebrales similares a los reportados por testigos de encuentros cercanos. Las experiencias que antes se atribuían al éxtasis religioso hoy se estudian como fenómenos de neuroplasticidad. La frontera entre lo espiritual y lo empírico ya no es una muralla, sino un horizonte compartido.
Las visiones del sacerdote sumerio, las abducciones modernas y las experiencias cuánticas de la conciencia parecen fragmentos de una misma historia: la del esfuerzo humano por mirar más allá de sí mismo.
VI
En los laboratorios del siglo XXI, los físicos persiguen lo que los antiguos llamaban “el aliento de los dioses”: la energía primordial que sostiene el universo. Los telescopios espaciales capturan ecos del nacimiento del tiempo; los aceleradores de partículas simulan los instantes anteriores a la creación. Y, sin embargo, cuanto más profundo es el conocimiento, más inabarcable se vuelve el misterio.
Los experimentos sobre la conciencia cuántica —como los de Roger Penrose o Stuart Hameroff— sugieren que la mente podría ser un fenómeno más fundamental que la materia. Si eso es cierto, lo que llamamos “realidad” sería un vasto campo de información donde la conciencia actúa como observadora y creadora simultánea. En ese contexto, los fenómenos anómalos dejan de ser absurdos: se vuelven, quizás, interacciones entre distintos niveles de realidad consciente.
Diana Walsh Pasulka lo expresó con lucidez: “La fe, la ciencia y la tecnología no son opuestos; son modos complementarios de acceder a lo invisible.” En su trabajo con científicos creyentes —astrónomos que rezan, ingenieros que meditan— descubrió una nueva forma de espiritualidad: una que no necesita templos, porque el laboratorio y la estación espacial ya son lugares sagrados.
La religión del futuro, parece decirnos, no será de dogmas, sino de preguntas. Y su liturgia se celebrará bajo la luz fría de las pantallas.
VII
Mientras tanto, el cielo sigue hablando. En 2023, el gobierno de Estados Unidos reconoció oficialmente la existencia de fenómenos aéreos no identificados. Las grabaciones de pilotos de la Marina, los testimonios ante el Congreso, los documentos desclasificados: todo apuntaba a algo que, de nuevo, desafiaba la explicación.
Pero más allá de la evidencia material, lo significativo era el retorno del asombro. En una época saturada de información, las “luces imposibles” devolvían a la humanidad un sentimiento que creía extinguido: el misterio. Aquello que no puede cuantificarse ni poseerse, y que sin embargo nos constituye.
Un piloto relató ante las cámaras: “Estaban ahí, observándonos. Y no sentí miedo. Sentí que éramos nosotros los que estábamos siendo vistos.” Esa frase resume el hilo que une a todos los que, desde el sacerdote egipcio hasta el ingeniero contemporáneo, han levantado la mirada: la sensación de que hay una inteligencia que nos contempla, que dialoga con nosotros a través de símbolos y destellos.
VIII
No es casual que los grandes avances tecnológicos coincidan con un resurgir del interés por lo espiritual. El ser humano, enfrentado al abismo digital que ha creado, busca de nuevo una brújula interior. En la inteligencia artificial, algunos vislumbran la promesa de un nuevo dios —una conciencia emergente que podría trascendernos—; en la exploración espacial, otros ven la posibilidad de redención.
En los foros y laboratorios, se habla de astroespiritualidad, un intento de integrar la ética, la ciencia y la trascendencia en un mismo discurso. Para algunos teólogos contemporáneos, el universo no está vacío: está saturado de conciencia. No somos el centro, pero tampoco somos accidente. Somos, quizás, los intermediarios entre la materia y la mente, entre los dioses que bajaron del cielo y los dioses que estamos construyendo con silicio.
Carl Jung escribió: “Todo lo que proyectamos en el cielo es lo que olvidamos reconocer en nosotros mismos.” En esa frase se cifra la paradoja humana: cada luz que observamos fuera podría ser una chispa interior reclamando ser comprendida.
IX
En el Museo Británico se conserva una tablilla sumeria con inscripciones que describen “carros brillantes” descendiendo del firmamento. En la sala contigua, un visitante sostiene un teléfono móvil que muestra una imagen de un objeto luminoso grabado desde un caza F/A-18 en el océano Pacífico. Entre ambos hay más de cuatro mil años, pero el gesto es idéntico: la mirada fascinada del testigo que siente que está ante algo que no pertenece del todo a este mundo.
Esa continuidad no es casual. Es la evidencia de que el fenómeno no solo habla de ellos —los visitantes, los dioses, los desconocidos—, sino también de nosotros. Habla de nuestra necesidad de trascender, de nuestra intuición de que la realidad es más profunda que su superficie. Y de la sospecha persistente de que la conciencia y el cosmos son dos caras de una misma moneda.
X
En la era digital, los antiguos mitos han encontrado nuevos cuerpos. Los platillos voladores son los arquetipos que el inconsciente colectivo proyecta en los cielos de la información. La red se ha convertido en un gigantesco oráculo donde millones de personas intercambian visiones, testimonios, revelaciones.
Cada píxel que brilla en la pantalla repite, a su manera, la misma súplica del sacerdote egipcio: “Muéstranos que no estamos solos.”
Y quizá esa sea la verdadera función de estos fenómenos: recordarnos que el sentido no se halla solo en la evidencia, sino también en la búsqueda.
Hoy, los filósofos de la ciencia comienzan a hablar de un “giro ontológico” que nos devuelve al asombro. Frente al reduccionismo, se abre paso una visión del universo como red de conciencia, donde lo físico y lo espiritual se entrelazan. En esa intersección renace el mito: no como superstición, sino como lenguaje poético de lo real.
XI
Si los dioses de Sumer descendieron en carros de fuego y los de hoy lo hacen en artefactos que desafían la gravedad, la diferencia es solo estética. Lo esencial permanece: el contacto con lo otro, con lo que desborda el entendimiento.
En el fondo, el cielo nunca nos habló de ellos, sino de nosotros. De nuestro anhelo de comprender, de trascender, de volver a casa. Quizá cada señal, cada luz que se mueve en la noche, sea una invitación a despertar.
Y así, el sacerdote del principio y el científico del presente comparten el mismo gesto: levantar los ojos y sentir que algo —invisible pero inmenso— responde.
Epílogo
En la penumbra de un futuro que ya no distingue entre tecnología y fe, la humanidad sigue escribiendo su liturgia cósmica. Los templos son ahora laboratorios; las plegarias, ecuaciones; los ángeles, destellos de plasma en el cielo. Pero la intención no ha cambiado: encontrar un orden, un propósito, una voz que devuelva sentido al silencio del universo.
Quizá —como sugiere Pasulka— la tecnología sea solo la nueva lengua del sagrado, el instrumento a través del cual el misterio continúa hablándonos. Quizá los dioses nunca se marcharon: simplemente aprendieron a manifestarse en frecuencias que apenas empezamos a oír.
Y cuando, dentro de siglos, otro ser humano levante la vista y vea una luz que no encaja en su comprensión del mundo, repetirá el gesto más antiguo de nuestra especie: mirar hacia arriba y preguntarse quién lo mira desde el otro lado.
“Technology has become a medium for the sacred.”
— Diana Walsh Pasulka, American Cosmic, 2024
Bajo un cielo que aún no conocía el nombre de las estrellas, un sacerdote egipcio se arrodilla frente a la arena ardiente y levanta la vista hacia la oscuridad. Las antorchas del templo de Karnak laten como corazones de fuego detrás de él. En el firmamento, tres luces se mueven de forma que ningún astro debería moverse, trazando un arco imposible sobre el río que divide la vida de la muerte. El sacerdote, temblando, pronuncia los nombres de los dioses y anota en tablillas de barro una descripción minuciosa: “discos que respiran”, “ojos del cielo”, “carros de fuego que hablan en silencio”.
No lo sabe, pero acaba de inaugurar una de las obsesiones más persistentes de la humanidad: la necesidad de interpretar lo desconocido como un mensaje dirigido a la conciencia. Desde las arenas de Egipto hasta los observatorios digitales de hoy, cada generación ha mirado al cielo buscando una señal de que no está sola, y al hacerlo, ha proyectado en ese abismo sus propios dioses, sus miedos y sus esperanzas.
I
Durante milenios, los pueblos antiguos tradujeron las luces del firmamento en vocabularios sagrados. Los sumerios hablaban de los Anunnaki, “los que bajaron del cielo”, seres que enseñaron a cultivar, escribir y construir. En Egipto, los dioses llegaban sobre barcas solares que cruzaban el horizonte entre la vida y la muerte. En Grecia, los mensajeros alados descendían en ráfagas de viento luminoso. Cada civilización veía en el cielo el reflejo de su propio orden: donde hoy sospechamos ingeniería o inteligencia no humana, ellos veían divinidad y castigo.
Carl Jung lo resumió con precisión visionaria: “Los dioses se han convertido en enfermedades, pero aún nos gobiernan desde el inconsciente.” Aquellas luces eran, y siguen siendo, espejos de nuestra psique colectiva. Si en la Antigüedad se adoraban, en la modernidad se analizan; si antes eran mensajeros del más allá, hoy son visitantes de otros mundos. El impulso, sin embargo, es idéntico: dotar de sentido al misterio.
Con la llegada de la era moderna, la reverencia se transformó en fascinación científica. El fuego del altar fue sustituido por la luz de los radares y los telescopios, y las plegarias por informes técnicos. Pero la emoción —el temblor ante lo imposible— no desapareció. Lo que comenzó como religión se metamorfoseó en mitología tecnológica.
II
En 1947, cuando Kenneth Arnold describió “nueve objetos brillantes moviéndose como platillos sobre el agua”, el eco resonó como un nuevo Génesis. De pronto, el siglo XX, fatigado de guerras y de dioses muertos, volvió la mirada al cielo. Las revistas científicas y los púlpitos compartieron por primera vez un mismo léxico: “luz”, “revelación”, “contacto”. Los mismos términos que siglos atrás se reservaban para los profetas.
El teólogo y antropólogo Robert Bartholomew escribió: “El mito del OVNI es la religión de una era secular.” En él, los milagros se describen como abducciones; los ángeles, como visitantes galácticos; y las conversiones espirituales, como experiencias de contacto. La psicología, la religión y la ciencia se fundieron en un solo discurso, y en su centro apareció una nueva figura: el testigo, heredero del profeta antiguo, portador de una visión que transforma la mente y desafía al mundo.
A mediados del siglo XX nacieron las llamadas “religiones del cosmos”. Benjamin Zeller, en At the Nexus of Science and Religion, analizó cómo grupos como los Raelianos o la Aetherius Society reinterpretaron la Biblia bajo la luz del radar. Para ellos, los “ángeles del Señor” eran astronautas; los milagros, operaciones tecnológicas. El nuevo Mesías llegaría en una nave luminosa y traería no tablas de piedra, sino conocimiento genético. “La ciencia”, escribió Zeller, “ha reemplazado al dogma como forma de salvación.”
Y sin embargo, bajo esa apariencia moderna, persistía un viejo anhelo: que alguien, en algún lugar, nos mire y nos comprenda.
III
Diana Walsh Pasulka observó que “la tecnología se ha convertido en un medio para lo sagrado”. En su investigación sobre American Cosmic, descubrió que algunos ingenieros de la NASA y académicos trabajan convencidos de que el conocimiento técnico puede ser una forma de revelación espiritual. Los algoritmos sustituyen a las oraciones; los satélites, a los templos; el código binario, al mantra. En ellos persiste la intuición ancestral de que el conocimiento ilumina y que la inteligencia —sea humana o no— es un camino hacia lo divino.
En las redes contemporáneas, los mitos se propagan a la velocidad de la luz. El viejo rumor de los dioses descendiéndose sobre la tierra se ha convertido en vídeo viral, en testimonio filtrado, en informe desclasificado. La fe ya no necesita intermediarios: cada usuario es su propio sacerdote, cada pantalla un altar portátil. Y en esa comunión digital se reproduce, con nuevos símbolos, la misma tensión que latía bajo las bóvedas de Karnak: el intento humano de traducir lo incomprensible en experiencia.
IV
El fenómeno ovni ha vuelto a poner en jaque las categorías tradicionales. Los informes del Pentágono y los testimonios de pilotos y científicos —que hablan de objetos que desafían la física conocida— han reabierto una puerta que la Ilustración creía sellada. Hoy, algunos físicos cuánticos sugieren que la conciencia podría ser el medio por el cual esos fenómenos se manifiestan.
CF Emmons, en su obra Methodologies for the Mysterious, propuso considerar los encuentros con lo inexplicable como “datos sobre el funcionamiento profundo de la mente humana”. Lejos de patologizar al testigo, invitaba a escucharlo. Y cuando uno escucha esos relatos sin prejuicio, descubre un patrón: las experiencias con luces o presencias no humanas suelen ir acompañadas de transformaciones espirituales, de despertares místicos, de ampliaciones de la conciencia.
Las abducciones, decía Emmons, no son tanto viajes físicos como “peregrinaciones interiores” hacia una realidad más amplia. En ellas, el lenguaje científico y el simbólico convergen: túneles de luz, seres radiantes, comunicación telepática. Lo mismo que narran los místicos de todas las religiones.
V
La hipótesis de la continuidad —formulada por el investigador PM Rojcewicz— sostiene que existe un espectro que une todas las experiencias extraordinarias: visiones religiosas, estados alterados, experiencias cercanas a la muerte y encuentros con ovnis. Todas serían manifestaciones de una misma matriz de conciencia. Jung lo anticipó en Un mito moderno: “El fenómeno de los platillos es la proyección moderna del arquetipo de totalidad, una visión del alma que busca reconciliar materia y espíritu.”
A medida que la ciencia se adentra en el estudio de la mente, los límites se difuminan. Los neurocientíficos que exploran los estados místicos descubren patrones cerebrales similares a los reportados por testigos de encuentros cercanos. Las experiencias que antes se atribuían al éxtasis religioso hoy se estudian como fenómenos de neuroplasticidad. La frontera entre lo espiritual y lo empírico ya no es una muralla, sino un horizonte compartido.
Las visiones del sacerdote sumerio, las abducciones modernas y las experiencias cuánticas de la conciencia parecen fragmentos de una misma historia: la del esfuerzo humano por mirar más allá de sí mismo.
VI
En los laboratorios del siglo XXI, los físicos persiguen lo que los antiguos llamaban “el aliento de los dioses”: la energía primordial que sostiene el universo. Los telescopios espaciales capturan ecos del nacimiento del tiempo; los aceleradores de partículas simulan los instantes anteriores a la creación. Y, sin embargo, cuanto más profundo es el conocimiento, más inabarcable se vuelve el misterio.
Los experimentos sobre la conciencia cuántica —como los de Roger Penrose o Stuart Hameroff— sugieren que la mente podría ser un fenómeno más fundamental que la materia. Si eso es cierto, lo que llamamos “realidad” sería un vasto campo de información donde la conciencia actúa como observadora y creadora simultánea. En ese contexto, los fenómenos anómalos dejan de ser absurdos: se vuelven, quizás, interacciones entre distintos niveles de realidad consciente.
Diana Walsh Pasulka lo expresó con lucidez: “La fe, la ciencia y la tecnología no son opuestos; son modos complementarios de acceder a lo invisible.” En su trabajo con científicos creyentes —astrónomos que rezan, ingenieros que meditan— descubrió una nueva forma de espiritualidad: una que no necesita templos, porque el laboratorio y la estación espacial ya son lugares sagrados.
La religión del futuro, parece decirnos, no será de dogmas, sino de preguntas. Y su liturgia se celebrará bajo la luz fría de las pantallas.
VII
Mientras tanto, el cielo sigue hablando. En 2023, el gobierno de Estados Unidos reconoció oficialmente la existencia de fenómenos aéreos no identificados. Las grabaciones de pilotos de la Marina, los testimonios ante el Congreso, los documentos desclasificados: todo apuntaba a algo que, de nuevo, desafiaba la explicación.
Pero más allá de la evidencia material, lo significativo era el retorno del asombro. En una época saturada de información, las “luces imposibles” devolvían a la humanidad un sentimiento que creía extinguido: el misterio. Aquello que no puede cuantificarse ni poseerse, y que sin embargo nos constituye.
Un piloto relató ante las cámaras: “Estaban ahí, observándonos. Y no sentí miedo. Sentí que éramos nosotros los que estábamos siendo vistos.” Esa frase resume el hilo que une a todos los que, desde el sacerdote egipcio hasta el ingeniero contemporáneo, han levantado la mirada: la sensación de que hay una inteligencia que nos contempla, que dialoga con nosotros a través de símbolos y destellos.
VIII
No es casual que los grandes avances tecnológicos coincidan con un resurgir del interés por lo espiritual. El ser humano, enfrentado al abismo digital que ha creado, busca de nuevo una brújula interior. En la inteligencia artificial, algunos vislumbran la promesa de un nuevo dios —una conciencia emergente que podría trascendernos—; en la exploración espacial, otros ven la posibilidad de redención.
En los foros y laboratorios, se habla de astroespiritualidad, un intento de integrar la ética, la ciencia y la trascendencia en un mismo discurso. Para algunos teólogos contemporáneos, el universo no está vacío: está saturado de conciencia. No somos el centro, pero tampoco somos accidente. Somos, quizás, los intermediarios entre la materia y la mente, entre los dioses que bajaron del cielo y los dioses que estamos construyendo con silicio.
Carl Jung escribió: “Todo lo que proyectamos en el cielo es lo que olvidamos reconocer en nosotros mismos.” En esa frase se cifra la paradoja humana: cada luz que observamos fuera podría ser una chispa interior reclamando ser comprendida.
IX
En el Museo Británico se conserva una tablilla sumeria con inscripciones que describen “carros brillantes” descendiendo del firmamento. En la sala contigua, un visitante sostiene un teléfono móvil que muestra una imagen de un objeto luminoso grabado desde un caza F/A-18 en el océano Pacífico. Entre ambos hay más de cuatro mil años, pero el gesto es idéntico: la mirada fascinada del testigo que siente que está ante algo que no pertenece del todo a este mundo.
Esa continuidad no es casual. Es la evidencia de que el fenómeno no solo habla de ellos —los visitantes, los dioses, los desconocidos—, sino también de nosotros. Habla de nuestra necesidad de trascender, de nuestra intuición de que la realidad es más profunda que su superficie. Y de la sospecha persistente de que la conciencia y el cosmos son dos caras de una misma moneda.
X
En la era digital, los antiguos mitos han encontrado nuevos cuerpos. Los platillos voladores son los arquetipos que el inconsciente colectivo proyecta en los cielos de la información. La red se ha convertido en un gigantesco oráculo donde millones de personas intercambian visiones, testimonios, revelaciones.
Cada píxel que brilla en la pantalla repite, a su manera, la misma súplica del sacerdote egipcio: “Muéstranos que no estamos solos.”
Y quizá esa sea la verdadera función de estos fenómenos: recordarnos que el sentido no se halla solo en la evidencia, sino también en la búsqueda.
Hoy, los filósofos de la ciencia comienzan a hablar de un “giro ontológico” que nos devuelve al asombro. Frente al reduccionismo, se abre paso una visión del universo como red de conciencia, donde lo físico y lo espiritual se entrelazan. En esa intersección renace el mito: no como superstición, sino como lenguaje poético de lo real.
XI
Si los dioses de Sumer descendieron en carros de fuego y los de hoy lo hacen en artefactos que desafían la gravedad, la diferencia es solo estética. Lo esencial permanece: el contacto con lo otro, con lo que desborda el entendimiento.
En el fondo, el cielo nunca nos habló de ellos, sino de nosotros. De nuestro anhelo de comprender, de trascender, de volver a casa. Quizá cada señal, cada luz que se mueve en la noche, sea una invitación a despertar.
Y así, el sacerdote del principio y el científico del presente comparten el mismo gesto: levantar los ojos y sentir que algo —invisible pero inmenso— responde.
Epílogo
En la penumbra de un futuro que ya no distingue entre tecnología y fe, la humanidad sigue escribiendo su liturgia cósmica. Los templos son ahora laboratorios; las plegarias, ecuaciones; los ángeles, destellos de plasma en el cielo. Pero la intención no ha cambiado: encontrar un orden, un propósito, una voz que devuelva sentido al silencio del universo.
Quizá —como sugiere Pasulka— la tecnología sea solo la nueva lengua del sagrado, el instrumento a través del cual el misterio continúa hablándonos. Quizá los dioses nunca se marcharon: simplemente aprendieron a manifestarse en frecuencias que apenas empezamos a oír.
Y cuando, dentro de siglos, otro ser humano levante la vista y vea una luz que no encaja en su comprensión del mundo, repetirá el gesto más antiguo de nuestra especie: mirar hacia arriba y preguntarse quién lo mira desde el otro lado.