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Lunes, 20 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

El silencio de las estrellas. Vida y muerte de Amy Eskridge, la científica que desafió la gravedad

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Huntsville, Alabama. Junio de 2022

 

En una ciudad donde los cohetes nacen y los sueños espaciales se forjan en acero y fuego, Amy Catherine Eskridge creció respirando el aire enrarecido de lo imposible. Huntsville no es un lugar cualquiera: es Rocket City, la cuna del programa espacial estadounidense, donde Wernher von Braun imaginó las naves que llevarían al hombre a la Luna. Aquí, lo extraordinario es ordinario. Y aquí, el 11 de junio de 2022, murió una mujer de 34 años que algunos consideran una visionaria, y otros, una amenaza.

 

La muerte fue súbita. Las explicaciones, confusas. Los registros oficiales, escasos. Y las teorías, inevitables.

 

La heredera del cohete

 

Amy Eskridge nació el 19 de septiembre de 1987, hija de Kathy y Richard Eskridge, en una ciudad obsesionada con desafiar las leyes de la física. Su padre no era un ingeniero cualquiera: Richard Eskridge había dedicado décadas de su vida a la NASA, específicamente al Centro de Vuelo Espacial Marshall, trabajando en propulsión por plasma, motores de empuje pulsado y sistemas de fusión. Conocía los secretos mejor guardados de cómo hacer que las cosas vuelen más allá de la atmósfera terrestre.

 

La joven Amy heredó más que el apellido. Tras graduarse de la Universidad de Alabama en Huntsville con una doble especialización en química y biología, se convirtió en una científica interdisciplinaria dominando ingeniería eléctrica, química, física e ingeniería genética. No era una coleccionista de títulos; era una mente inquieta, capaz de ver conexiones donde otros solo veían compartimentos estancos.

 

En 2020, Amy cofundó junto a su padre The Institute for Exotic Science, una corporación de beneficio público dedicada a áreas de investigación que parecían sacadas de la ciencia ficción: computación cuántica, modificación gravitacional, ciencia de metamateriales y comunicaciones avanzadas. No era una startup tecnológica más. Era algo más peligroso: un intento de democratizar el conocimiento científico más sensible, de sacarlo de los archivos clasificados y ponerlo bajo la luz pública.

 

Amy se convirtió en presidenta y CEO del instituto. Tenía una misión.

 

La promesa prohibida

 

En septiembre de 2020, Amy Eskridge hizo un anuncio que cambiaría todo: tenía intención de presentar un “trabajo fundacional novedoso sobre antigravedad”, pero necesitaba la “aprobación de la NASA” para hacerlo.

 

Aquella frase contenía mundos enteros de significado. Una científica privada, trabajando en su propio instituto, sintiendo la necesidad de pedir permiso al Gobierno federal antes de compartir sus hallazgos. ¿Por qué? ¿Qué había descubierto que requería autorización? ¿Había cruzado sin querer hacia territorio clasificado? ¿O acaso su investigación era tan revolucionaria que las agencias de seguridad nacional consideraban su divulgación una amenaza?

 

El padre de Amy había estado involucrado en estudios de la NASA sobre la Teoría de Síntesis de Momento Angular Pope-Osborne (POAMS), un concepto altamente teórico que desafía la física newtoniana convencional y que algunos consideran la base para sistemas de propulsión avanzados capaces de revolucionar los viajes espaciales y la generación de energía.

 

La antigravedad no es fantasía. Es el santo grial de la propulsión espacial, el sueño de todo gobierno con aspiraciones militares, el secreto que podría hacer obsoletos los sistemas de transporte y energía actuales. Y Amy Eskridge estaba, aparentemente, cerca de algo real.

 

Poco después de ese anuncio de septiembre de 2020, llegó una orden de cese y desista. Tras aquello, prácticamente no hubo más publicaciones del Instituto ni de Amy Eskridge hasta su muerte en junio de 2022.

 

El silencio cayó sobre Huntsville como una manta de plomo.

 

El día que se detuvo el tiempo

 

El sábado 11 de junio de 2022, Amy Eskridge murió. Tenía 34 años.

 

Los informes oficiales la etiquetan como suicidio, aunque los registros públicos como los obituarios no especifican la causa, y no hay informes detallados de policía o forense disponibles. Una cuenta de Twitter mencionó que Amy fue encontrada con una herida de bala, pero posteriormente cambió la descripción de “muerte sospechosa” a “inoportuna e inesperada”.

 

Algunos usuarios en redes sociales señalaron que Amy había estado viviendo con dolor crónico y había dejado de tomar su medicación, especulando que la causa pudo haber sido suicidio.

 

Pero las sombras se extendieron rápidamente.

 

Muchos creen que no se quitó la vida por sí misma, y que su vida fue tomada debido a las tecnologías y descubrimientos que había realizado. No son solo teóricos de la conspiración de internet. El caso de Amy Eskridge ha dividido a la comunidad científica y alimentado teorías que llegaron hasta el testimonio en el Congreso: la narrativa alternativa, apoyada por un coro creciente de investigadores e incluso antiguos funcionarios de inteligencia, pinta un cuadro mucho más oscuro: el asesinato selectivo de una científica cuya investigación revolucionaria en tecnología antigravedad representaba una amenaza para intereses poderosos.

 

La advertencia de Shellenberger

 

En noviembre de 2024, el periodista y analista Michael Shellenberger —autor de Public y una de las voces más sólidas en la investigación sobre los programas secretos del Pentágono— presentó ante el Congreso de Estados Unidos un testimonio que agitó la comunidad científica. En su declaración escrita, mencionó directamente el caso de Amy Eskridge, describiéndolo como un ejemplo paradigmático de “represalias y silenciamiento” dentro del ecosistema de la investigación aeroespacial avanzada.

 

Shellenberger, conocido por sus investigaciones sobre los ovnis y por haber publicado documentos del Twitter Files y del UAP Disclosure Project, llevaba años documentando el modo en que científicos independientes, ingenieros civiles y empleados subcontratados del Departamento de Defensa habían sufrido amenazas, pérdidas de financiación y campañas de descrédito tras adentrarse en campos como la propulsión exótica, la energía de punto cero o las tecnologías gravitacionales.

 

En su testimonio, Shellenberger señaló que “numerosos investigadores vinculados a proyectos de antigravedad o tecnologías cuánticas aplicadas fueron objeto de vigilancia, coerción o despidos encubiertos”. Entre ellos, mencionó expresamente a Eskridge y su instituto en Huntsville, a quienes —según él— “se les retiró acceso a plataformas de difusión científica y fueron presionados por organismos con financiación clasificada”.

 

“El caso de Amy Eskridge no puede entenderse al margen del contexto de secretismo extremo en el que opera el complejo militar-industrial estadounidense”, escribió. “Su muerte, aunque oficialmente descrita como suicidio, encaja con un patrón de intimidación hacia quienes intentan abrir al público el conocimiento sobre tecnologías que podrían cambiar el equilibrio energético y militar del planeta.”

 

El testimonio de Shellenberger fue demoledor. Ante los congresistas, presentó documentos sobre programas como el Advanced Aerospace Threat Identification Program (AATIP) y el Advanced Propulsion Physics Project, además de correos y declaraciones de ingenieros que habrían trabajado en desarrollos similares a los del Institute for Exotic Science. Afirmó que “los descubrimientos prometedores suelen desaparecer en el mismo punto: justo cuando los resultados comienzan a demostrar viabilidad tecnológica”.

 

Aquella frase resonaba como un eco del propio pensamiento de Amy, que había advertido en una de sus conferencias: Promising results always disappear into the classified realm—how do we fix this?”

 

Shellenberger no era un periodista cualquiera. Había pasado de ser asesor ambiental de la Casa Blanca a convertirse en uno de los investigadores más incómodos del poder. Tras exponer las estrategias de censura de las redes sociales en los Twitter Files, centró su atención en la infraestructura de secreto que rodea los programas aeroespaciales estadounidenses. Según sus fuentes, la intersección entre el sector privado y el militar —donde proyectos de empresas como Lockheed Martin, Boeing Phantom Works o Raytheon se entrelazan con laboratorios académicos— constituye una zona gris donde el conocimiento público termina devorado por el silencio.

 

Y es en esa zona donde Amy Eskridge habría intentado encender una luz.

 

El legado orbital

 

Su querido amigo Sam Reid, CEO de Geometric Energy Corporation, decidió honrarla de la forma más permanente posible: nombrando el próximo satélite orbital de la compañía en su memoria, además de incluir su nombre en la carga útil DOGE-1, que viajaría a la Luna. Amy Eskridge llegaría finalmente al espacio, aunque fuera solo su nombre.

 

Su obituario fue elocuente en su simplicidad. Tenía “un genio para la ciencia y cuestionaba la sabiduría convencional en todo, desde el universo hasta las nanopartículas del átomo”. Era, en esencia, peligrosamente curiosa.

 

La no menos brillante astrofísica Beatriz Villarro escribió en redes sociales que la muerte de Amy representa “un caso realmente trágico y una enorme pérdida”, señalando además que “apunta a un problema serio para los investigadores que trabajan en este campo”. Mencionó que algunos científicos profesionales que estudian fenómenos anómalos no identificados han experimentado “acercamientos” o advertencias, aunque ninguno hablará de ello públicamente.

 

El miedo se había instalado en la comunidad científica. Amy no era la primera en morir en circunstancias extrañas. No sería la última en enfrentar presión.

 

Epílogo: lo que permanece

 

Dos años después de su muerte, las imágenes de Amy Eskridge comenzaron a circular viralmente en internet. El revuelo se intensificó cuando el presidente Trump anunció que el Cuartel General del Comando de la Fuerza Espacial se trasladaría a Huntsville, hogar del Centro de Vuelo Espacial Marshall. La ciudad donde Amy creció, donde su padre trabajó para la NASA, donde ella fundó su instituto y donde murió, se convertiría en el epicentro de las operaciones espaciales militares estadounidenses. ¿Coincidencia? ¿Destino? ¿O algo más calculado?

 

No hay respuestas definitivas. Solo quedan preguntas que flotan en el aire húmedo de Alabama como el humo de un cohete recién lanzado. ¿Qué sabía Amy Eskridge? ¿Qué había descubierto realmente sobre la antigravedad? ¿Por qué necesitaba aprobación gubernamental para compartir su investigación? ¿Por qué recibió una orden de cese y desista? Y, la pregunta que nunca encontrará respuesta satisfactoria: ¿realmente se quitó la vida, o alguien la silenció?

 

En su testimonio final ante el Congreso, Michael Shellenberger pronunció una frase que parecía escrita para ella:

 

“Cuando la ciencia avanza hacia territorios prohibidos, no siempre son los límites de la física los que la detienen, sino los del poder.”

 

Su familia escribió que “vivió una vida llena de pasión y asombro por el cosmos, y fue profundamente amada por todos los que la conocieron”.

 

En los archivos del FBI, alguien solicitó todos los expedientes sobre Amy Catherine Eskridge. Querían saber qué sabía el gobierno sobre ella, qué vigilaban, qué escondían.

 

Mientras tanto, en algún lugar del espacio, un satélite orbita la Tierra llevando su nombre. Y más allá, eventualmente, una carga útil lunar la recordará para siempre.
 

Amy Eskridge, la mujer que quiso desafiar la gravedad, ahora existe donde la gravedad ya no importa.

 

Pero aquí en la Tierra, el peso de su ausencia es insoportable. Y las preguntas, más pesadas que el plomo, siguen sin respuesta.

 

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