“Cuando se manipulan las palabras, se reprograma la sociedad”
Antonio Peñalver: “La cultura 'woke' ataca los pilares sobre los que se levantó la civilización occidental”
Antonio Peñalver es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, MBA por la Escuela de Organización Industrial (EOL), y cuenta con formación ejecutiva en IESE Business School y la Universidad Francisco de Vitoria. Combina una sólida carrera de más tres décadas como directivo, consultor y profesor universitario especializado en liderazgo, gestión del cambio y del capital humano. Ha desarrollado su trayectoria profesional en instituciones de primer nivel como Accenture, Grupo Santander, Unicaja Banco, Grupo Natra y la Diputación de Málaga, siendo galardonado con el Premio Expansión y Empleo a la Innovación en Recursos Humanos. Como docente universitario, ha impartido clases en la Universidad de Alcalá de Henares, transmitiendo su experiencia práctica a futuras generaciones de profesionales. Su visión del liderazgo y la transformación organizacional le ha posicionado como una voz autorizada en el ámbito empresarial español. Actualmente es socio de People First Consulting y concejal de Alcalá de Henares. Es autor de varios libros sobre gestión y liderazgo, incluyendo El líder 5.0 (Planeta, 2022), Personas y negocio (Rasche, 2016) y Eficacia Directiva (Díaz de Santos, 2011). Ahora acaba de publicar La dictadura del lenguaje, ensayo sobre el que hablamos con él en la siguiente conversación.
En el libro sostiene que vivimos bajo una “dictadura del lenguaje”. ¿Cuándo comenzó a gestarse, según usted, esta forma de control simbólico?
La dictadura del lenguaje no surgió de la noche a la mañana. Comienza a gestarse durante el primer cuarto del siglo XXI, cuando confluyen corrientes como el progresismo, el pensamiento woke, la Agenda 2030, el globalismo y la cultura de la cancelación. Estas ideologías, bajo la apariencia de causas nobles, promueven una nueva hegemonía semántica: redefinen conceptos, manipulan significados y utilizan el lenguaje como herramienta de control cultural y político. Lo que antes se debatía racionalmente hoy se impone emocionalmente mediante las palabras.
Habla de conceptos como “inclusión”, “sostenibilidad” o “justicia social” como caballos de Troya ideológicos. ¿Qué rasgo común une a todas estas narrativas?
Son muchos los términos que surgen o se tergiversan: he identificado y analizado 168. Y en general, el rasgo común de casi todos es su carácter aparentemente incuestionable. En referencia con los que comenta, hemos de destacar que nadie puede oponerse a la inclusión o a la justicia social sin ser señalado moralmente; sin embargo, estos términos han sido despojados de su sentido original y recargados de ideología. Son conceptos que se presentan como universales, pero esconden un proyecto cultural de homogeneización global. Bajo su manto moral se disfraza un intento de reprogramar el pensamiento colectivo, sustituyendo la verdad por la corrección política.
¿Hasta qué punto el lenguaje puede moldear la realidad y condicionar el pensamiento sin que la mayoría de las personas sean conscientes de ello?
Hasta un punto absoluto. El lenguaje no solo describe la realidad, la crea. Como advierto en el libro, “cuando se manipulan las palabras, se reprograma la sociedad”. La mayoría de las personas no son conscientes de ello porque la manipulación lingüística se presenta revestida de empatía o de progreso. Sin embargo, esas nuevas palabras reconfiguran lo que se puede pensar, decir o incluso sentir. Y cuando una sociedad acepta un vocabulario impuesto, acepta también la visión del mundo que ese vocabulario representa.
¿Considera que esta manipulación semántica es fruto de un plan deliberado —una ingeniería social organizada— o de una deriva cultural espontánea?
Ambas cosas. Existe una intención organizada por parte de organismos internacionales, corporaciones y élites políticas que promueven un lenguaje alineado con estas ideologías y sus intereses globalistas. Pero también hay un componente espontáneo: millones de personas que, sin darse cuenta, reproducen esas narrativas porque se les ha enseñado que son las únicas moralmente aceptables. En definitiva, una ingeniería social que opera con el consentimiento de los controlados.
En su análisis de 168 términos, ¿hubo alguno que le sorprendiera especialmente por el grado de distorsión que ha sufrido?
Sí, varios. Tal vez el más evidente sea “justicia social”, un concepto que ha pasado de tener raíces éticas y cristianas a ser un instrumento de legitimación del intervencionismo político y la censura moral. También “inclusión”, que de principio solidario se ha convertido en un mecanismo de exclusión simbólica: quien no usa el “lenguaje correcto” es marginado. Estos términos han perdido su significado genuino y ahora funcionan como banderas ideológicas.
Usted afirma que la cultura woke socava los fundamentos de la tradición occidental. ¿Cuáles son esos fundamentos que están hoy en mayor peligro?
La cultura woke ataca los pilares sobre los que se levantó la civilización occidental: la libertad individual, la razón crítica, la herencia judeocristiana, la familia y la soberanía cultural. En nombre de la diversidad y otros términos, se impone una uniformidad moral que niega la historia y los valores que dieron sentido a Occidente. El resultado es una sociedad que ha dejado de creer en sí misma y que confunde tolerancia con sumisión.
¿Cree que los medios de comunicación son cómplices activos de esta “dictadura” o más bien víctimas de la misma dinámica que describen?
Los dos. En general, son cómplices porque amplifican el lenguaje dominante y legitiman los nuevos dogmas morales. Pero, en parte, son víctimas, porque operan dentro de un ecosistema donde el discurso ya está condicionado. La censura no necesita leyes cuando los propios medios se autocensuran por miedo al linchamiento mediático. Hoy la manipulación no se ejerce silenciando voces, sino moldeando el vocabulario con el que esas voces pueden hablar.
¿Qué papel juega la educación en este proceso de reconfiguración del lenguaje y del pensamiento?
Un papel crucial. La escuela es el laboratorio principal del nuevo lenguaje. Por ejemplo, en nombre de la inclusión o de la sostenibilidad, se introducen en los programas educativos conceptos de la Agenda 2030 y del progresismo global que modelan la mente de los jóvenes desde edades tempranas. La educación debería enseñar a pensar, no a repetir consignas. Sin embargo, hoy muchas veces se dedica a adiestrar lingüísticamente a los alumnos en la moral oficial del sistema.
Su libro se presenta también como un “acto de resistencia intelectual”. ¿Qué significa hoy resistir desde el pensamiento?
Resistir y disentir desde el pensamiento significa no ceder en el terreno del lenguaje. Significa recuperar las palabras en su sentido original, defender el derecho a nombrar la realidad sin filtros ideológicos, y proteger la libertad de conciencia frente a la manipulación semántica. Pensar libremente es hoy un acto de valentía. Como escribo en el libro: la batalla no se libra en los parlamentos ni en las redes, sino en el alma misma de nuestras palabras.
¿Cómo imagina el futuro del lenguaje en Occidente si continúa esta deriva ideológica?
Hay que dar la batalla cultural. Si no se produce una reacción cultural, el futuro será el de una neolengua que deconstruye nuestra realidad, principios y valores. Las palabras disidentes serán perseguidas, y la corrección política sustituirá a la verdad. Pero también creo que habrá resistencia. El lenguaje es un organismo vivo, y siempre habrá quienes defiendan su libertad. La victoria —si la hay— será de aquellos que mantengan un espíritu crítico como espacio de diversidad y de pensamiento libre.
Antonio Peñalver es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, MBA por la Escuela de Organización Industrial (EOL), y cuenta con formación ejecutiva en IESE Business School y la Universidad Francisco de Vitoria. Combina una sólida carrera de más tres décadas como directivo, consultor y profesor universitario especializado en liderazgo, gestión del cambio y del capital humano. Ha desarrollado su trayectoria profesional en instituciones de primer nivel como Accenture, Grupo Santander, Unicaja Banco, Grupo Natra y la Diputación de Málaga, siendo galardonado con el Premio Expansión y Empleo a la Innovación en Recursos Humanos. Como docente universitario, ha impartido clases en la Universidad de Alcalá de Henares, transmitiendo su experiencia práctica a futuras generaciones de profesionales. Su visión del liderazgo y la transformación organizacional le ha posicionado como una voz autorizada en el ámbito empresarial español. Actualmente es socio de People First Consulting y concejal de Alcalá de Henares. Es autor de varios libros sobre gestión y liderazgo, incluyendo El líder 5.0 (Planeta, 2022), Personas y negocio (Rasche, 2016) y Eficacia Directiva (Díaz de Santos, 2011). Ahora acaba de publicar La dictadura del lenguaje, ensayo sobre el que hablamos con él en la siguiente conversación.
En el libro sostiene que vivimos bajo una “dictadura del lenguaje”. ¿Cuándo comenzó a gestarse, según usted, esta forma de control simbólico?
La dictadura del lenguaje no surgió de la noche a la mañana. Comienza a gestarse durante el primer cuarto del siglo XXI, cuando confluyen corrientes como el progresismo, el pensamiento woke, la Agenda 2030, el globalismo y la cultura de la cancelación. Estas ideologías, bajo la apariencia de causas nobles, promueven una nueva hegemonía semántica: redefinen conceptos, manipulan significados y utilizan el lenguaje como herramienta de control cultural y político. Lo que antes se debatía racionalmente hoy se impone emocionalmente mediante las palabras.
Habla de conceptos como “inclusión”, “sostenibilidad” o “justicia social” como caballos de Troya ideológicos. ¿Qué rasgo común une a todas estas narrativas?
Son muchos los términos que surgen o se tergiversan: he identificado y analizado 168. Y en general, el rasgo común de casi todos es su carácter aparentemente incuestionable. En referencia con los que comenta, hemos de destacar que nadie puede oponerse a la inclusión o a la justicia social sin ser señalado moralmente; sin embargo, estos términos han sido despojados de su sentido original y recargados de ideología. Son conceptos que se presentan como universales, pero esconden un proyecto cultural de homogeneización global. Bajo su manto moral se disfraza un intento de reprogramar el pensamiento colectivo, sustituyendo la verdad por la corrección política.
¿Hasta qué punto el lenguaje puede moldear la realidad y condicionar el pensamiento sin que la mayoría de las personas sean conscientes de ello?
Hasta un punto absoluto. El lenguaje no solo describe la realidad, la crea. Como advierto en el libro, “cuando se manipulan las palabras, se reprograma la sociedad”. La mayoría de las personas no son conscientes de ello porque la manipulación lingüística se presenta revestida de empatía o de progreso. Sin embargo, esas nuevas palabras reconfiguran lo que se puede pensar, decir o incluso sentir. Y cuando una sociedad acepta un vocabulario impuesto, acepta también la visión del mundo que ese vocabulario representa.
¿Considera que esta manipulación semántica es fruto de un plan deliberado —una ingeniería social organizada— o de una deriva cultural espontánea?
Ambas cosas. Existe una intención organizada por parte de organismos internacionales, corporaciones y élites políticas que promueven un lenguaje alineado con estas ideologías y sus intereses globalistas. Pero también hay un componente espontáneo: millones de personas que, sin darse cuenta, reproducen esas narrativas porque se les ha enseñado que son las únicas moralmente aceptables. En definitiva, una ingeniería social que opera con el consentimiento de los controlados.
En su análisis de 168 términos, ¿hubo alguno que le sorprendiera especialmente por el grado de distorsión que ha sufrido?
Sí, varios. Tal vez el más evidente sea “justicia social”, un concepto que ha pasado de tener raíces éticas y cristianas a ser un instrumento de legitimación del intervencionismo político y la censura moral. También “inclusión”, que de principio solidario se ha convertido en un mecanismo de exclusión simbólica: quien no usa el “lenguaje correcto” es marginado. Estos términos han perdido su significado genuino y ahora funcionan como banderas ideológicas.
Usted afirma que la cultura woke socava los fundamentos de la tradición occidental. ¿Cuáles son esos fundamentos que están hoy en mayor peligro?
La cultura woke ataca los pilares sobre los que se levantó la civilización occidental: la libertad individual, la razón crítica, la herencia judeocristiana, la familia y la soberanía cultural. En nombre de la diversidad y otros términos, se impone una uniformidad moral que niega la historia y los valores que dieron sentido a Occidente. El resultado es una sociedad que ha dejado de creer en sí misma y que confunde tolerancia con sumisión.
¿Cree que los medios de comunicación son cómplices activos de esta “dictadura” o más bien víctimas de la misma dinámica que describen?
Los dos. En general, son cómplices porque amplifican el lenguaje dominante y legitiman los nuevos dogmas morales. Pero, en parte, son víctimas, porque operan dentro de un ecosistema donde el discurso ya está condicionado. La censura no necesita leyes cuando los propios medios se autocensuran por miedo al linchamiento mediático. Hoy la manipulación no se ejerce silenciando voces, sino moldeando el vocabulario con el que esas voces pueden hablar.
¿Qué papel juega la educación en este proceso de reconfiguración del lenguaje y del pensamiento?
Un papel crucial. La escuela es el laboratorio principal del nuevo lenguaje. Por ejemplo, en nombre de la inclusión o de la sostenibilidad, se introducen en los programas educativos conceptos de la Agenda 2030 y del progresismo global que modelan la mente de los jóvenes desde edades tempranas. La educación debería enseñar a pensar, no a repetir consignas. Sin embargo, hoy muchas veces se dedica a adiestrar lingüísticamente a los alumnos en la moral oficial del sistema.
Su libro se presenta también como un “acto de resistencia intelectual”. ¿Qué significa hoy resistir desde el pensamiento?
Resistir y disentir desde el pensamiento significa no ceder en el terreno del lenguaje. Significa recuperar las palabras en su sentido original, defender el derecho a nombrar la realidad sin filtros ideológicos, y proteger la libertad de conciencia frente a la manipulación semántica. Pensar libremente es hoy un acto de valentía. Como escribo en el libro: la batalla no se libra en los parlamentos ni en las redes, sino en el alma misma de nuestras palabras.
¿Cómo imagina el futuro del lenguaje en Occidente si continúa esta deriva ideológica?
Hay que dar la batalla cultural. Si no se produce una reacción cultural, el futuro será el de una neolengua que deconstruye nuestra realidad, principios y valores. Las palabras disidentes serán perseguidas, y la corrección política sustituirá a la verdad. Pero también creo que habrá resistencia. El lenguaje es un organismo vivo, y siempre habrá quienes defiendan su libertad. La victoria —si la hay— será de aquellos que mantengan un espíritu crítico como espacio de diversidad y de pensamiento libre.



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