Bajo el mandato socialista de Pedro Sánchez, el Estado pierde la vergüenza y la dignidad
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        			        			        			        
        
                
        
        Hay momentos en la historia política de un país en que los hechos trascienden el caso concreto y se convierten en símbolo. El juicio que hoy sienta en el banquillo al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, pertenece a esa categoría: no importa ya tanto su culpabilidad o inocencia penal, sino el mensaje devastador que transmite.
España, bajo el mandato totalitario de Pedro Sánchez,  ha cruzado una línea invisible. Por primera vez en democracia, el guardián supremo de la legalidad pública comparece ante el Tribunal Supremo acusado de violar aquello que juró proteger: el secreto judicial, la confianza en la imparcialidad, el pudor institucional.
 
No hay precedentes. Pero, sin embargo, sí hay un hilo que conduce hasta aquí: años de colonización política de la Fiscalía, de confusión entre el poder del Ejecutivo y el deber de la justicia, de nombramientos por fidelidad ideológica y no por excelencia profesional. El resultado está a la vista: una institución desfigurada, convertida en brazo comunicativo de los intereses del Gobierno, y una sociedad que asiste —entre la incredulidad y la resignación— al espectáculo de su propia degradación.
 
La raíz del desastre no está en un correo filtrado, ni siquiera en el presunto delito de revelación de secretos. Está en algo mucho más profundo: la destrucción deliberada de las libertades y de la confianza pública. Durante años, los distintos gobiernos —de izquierda y de derecha— han tratado al Ministerio Público como una extensión del Consejo de Ministros, un instrumento más de la estrategia política. Y hoy, ese abuso estructural ha alcanzado su clímax: el fiscal que debía ser símbolo de neutralidad es, ahora, el acusado. El que debía proteger la integridad de los procesos judiciales se ha convertido en el epicentro del escándalo. No hay metáfora más triste para una democracia madura. El PSOE, especialmente, pero también el PP tienen la culpa de este escenario.  
 
La erosión no empezó ayer. El deterioro del prestigio institucional lleva años gestándose bajo el barniz del tecnicismo. Cada vez que un fiscal general se nombró por afinidad ideológica, cada vez que un comunicado se usó como arma política, cada vez que una investigación se orientó por conveniencia, el Estado cavó un poco más su propia tumba moral.
 
El juicio a García Ortiz no es un accidente: es la consecuencia natural de un sistema que perdió el sentido del límite. Un Estado de Derecho que no distingue entre lealtad institucional y servilismo partidista está condenado a convertirse en caricatura de sí mismo. Hoy no se juzga solo a un hombre: se juzga a una cultura política que ha confundido la autoridad con la obediencia y la legalidad con la propaganda.
 
El discurso oficial insiste en que este proceso no compromete la integridad de la Fiscalía. Falso. Cuando el jefe del Ministerio Público debe defenderse ante el Supremo por un delito de revelación de secretos, el daño ya está hecho, aunque la sentencia sea absolutoria.
No hay absolución posible para una institución que ha perdido el respeto de los ciudadanos.
 
El Gobierno puede insistir en su apoyo; la oposición puede frotarse las manos; los medios pueden dividirse en bandos. Pero lo esencial es más simple y más grave: nadie cree ya en la imparcialidad del sistema.   
Y sin fe pública, no hay justicia, ni libertad ni democracia. Solo procedimientos legales amañados.
 
Un país serio, consciente del abismo moral en que se encuentra, haría lo obvio: suspender inmediatamente al Fiscal General hasta que el proceso concluya, abrir una comisión independiente para reformar la Fiscalía, y establecer un mecanismo de nombramiento verdaderamente autónomo, alejado del control político.
Un país digno no necesita fiscales fieles; necesita fiscales libres.
 
Y un Gobierno decente no teme la independencia de la justicia: la garantiza.
 
Pero España, por desgracia, ha dejado de ser ese país.
 
Más allá del ruido mediático, lo que ha quedado herido es algo intangible pero esencial: la autoridad moral del Estado. Cuando el ciudadano percibe que las instituciones sirven a los partidos, no a la ley, se instala una corrosión silenciosa. Es el principio del cinismo cívico: la idea de que todo está manipulado, de que la justicia es un juego de poder.
Y un país cínico es un país que ya no cree en sí mismo. Y luego los proceres y sus voceros mediáticos nos sermonearán sobre el populismo y sobre los comportamientos “antiodemocráticos”.
 
Esa es la verdadera tragedia de este proceso: no la eventual condena de un fiscal, sino la certeza de que la España socialista ha perdido el sentido de la vergüenza pública. El Estado, antaño concebido como un templo de legalidad, se ha convertido en un escenario de propaganda izquidista. Y cuando los templos se derrumban, no basta reconstruirlos: hay que recuperar la fe que los sostenía.
 
En estos días, el Supremo juzga a un hombre. Pero en el trasfondo, lo que se está juzgando es una forma de entender España: una nación que ha confundido el poder con la impunidad, la lealtad con la servidumbre y el servicio público con la obediencia partidista. Quizá el juicio termine con una absolución. Quizá no. Pero el veredicto moral ya está pronunciado: la Fiscalía se ha roto, y con ella, una parte de la confianza que sostiene nuestra democracia.
 
España necesitaba un Fiscal General. Lo que tiene hoy es una inmundicia ética y política fruto de 50 años de Gobierno bipartidista PSOE-PP.
 
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                    	
                                        
                                                                                                                                                                        
    
    
	
    
Hay momentos en la historia política de un país en que los hechos trascienden el caso concreto y se convierten en símbolo. El juicio que hoy sienta en el banquillo al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, pertenece a esa categoría: no importa ya tanto su culpabilidad o inocencia penal, sino el mensaje devastador que transmite.
España, bajo el mandato totalitario de Pedro Sánchez,  ha cruzado una línea invisible. Por primera vez en democracia, el guardián supremo de la legalidad pública comparece ante el Tribunal Supremo acusado de violar aquello que juró proteger: el secreto judicial, la confianza en la imparcialidad, el pudor institucional.
No hay precedentes. Pero, sin embargo, sí hay un hilo que conduce hasta aquí: años de colonización política de la Fiscalía, de confusión entre el poder del Ejecutivo y el deber de la justicia, de nombramientos por fidelidad ideológica y no por excelencia profesional. El resultado está a la vista: una institución desfigurada, convertida en brazo comunicativo de los intereses del Gobierno, y una sociedad que asiste —entre la incredulidad y la resignación— al espectáculo de su propia degradación.
La raíz del desastre no está en un correo filtrado, ni siquiera en el presunto delito de revelación de secretos. Está en algo mucho más profundo: la destrucción deliberada de las libertades y de la confianza pública. Durante años, los distintos gobiernos —de izquierda y de derecha— han tratado al Ministerio Público como una extensión del Consejo de Ministros, un instrumento más de la estrategia política. Y hoy, ese abuso estructural ha alcanzado su clímax: el fiscal que debía ser símbolo de neutralidad es, ahora, el acusado. El que debía proteger la integridad de los procesos judiciales se ha convertido en el epicentro del escándalo. No hay metáfora más triste para una democracia madura. El PSOE, especialmente, pero también el PP tienen la culpa de este escenario.
La erosión no empezó ayer. El deterioro del prestigio institucional lleva años gestándose bajo el barniz del tecnicismo. Cada vez que un fiscal general se nombró por afinidad ideológica, cada vez que un comunicado se usó como arma política, cada vez que una investigación se orientó por conveniencia, el Estado cavó un poco más su propia tumba moral.
El juicio a García Ortiz no es un accidente: es la consecuencia natural de un sistema que perdió el sentido del límite. Un Estado de Derecho que no distingue entre lealtad institucional y servilismo partidista está condenado a convertirse en caricatura de sí mismo. Hoy no se juzga solo a un hombre: se juzga a una cultura política que ha confundido la autoridad con la obediencia y la legalidad con la propaganda.
El discurso oficial insiste en que este proceso no compromete la integridad de la Fiscalía. Falso. Cuando el jefe del Ministerio Público debe defenderse ante el Supremo por un delito de revelación de secretos, el daño ya está hecho, aunque la sentencia sea absolutoria.
No hay absolución posible para una institución que ha perdido el respeto de los ciudadanos.
El Gobierno puede insistir en su apoyo; la oposición puede frotarse las manos; los medios pueden dividirse en bandos. Pero lo esencial es más simple y más grave: nadie cree ya en la imparcialidad del sistema.
Y sin fe pública, no hay justicia, ni libertad ni democracia. Solo procedimientos legales amañados.
Un país serio, consciente del abismo moral en que se encuentra, haría lo obvio: suspender inmediatamente al Fiscal General hasta que el proceso concluya, abrir una comisión independiente para reformar la Fiscalía, y establecer un mecanismo de nombramiento verdaderamente autónomo, alejado del control político.
Un país digno no necesita fiscales fieles; necesita fiscales libres.
 
Y un Gobierno decente no teme la independencia de la justicia: la garantiza.
Pero España, por desgracia, ha dejado de ser ese país.
Más allá del ruido mediático, lo que ha quedado herido es algo intangible pero esencial: la autoridad moral del Estado. Cuando el ciudadano percibe que las instituciones sirven a los partidos, no a la ley, se instala una corrosión silenciosa. Es el principio del cinismo cívico: la idea de que todo está manipulado, de que la justicia es un juego de poder.
Y un país cínico es un país que ya no cree en sí mismo. Y luego los proceres y sus voceros mediáticos nos sermonearán sobre el populismo y sobre los comportamientos “antiodemocráticos”.
Esa es la verdadera tragedia de este proceso: no la eventual condena de un fiscal, sino la certeza de que la España socialista ha perdido el sentido de la vergüenza pública. El Estado, antaño concebido como un templo de legalidad, se ha convertido en un escenario de propaganda izquidista. Y cuando los templos se derrumban, no basta reconstruirlos: hay que recuperar la fe que los sostenía.
En estos días, el Supremo juzga a un hombre. Pero en el trasfondo, lo que se está juzgando es una forma de entender España: una nación que ha confundido el poder con la impunidad, la lealtad con la servidumbre y el servicio público con la obediencia partidista. Quizá el juicio termine con una absolución. Quizá no. Pero el veredicto moral ya está pronunciado: la Fiscalía se ha roto, y con ella, una parte de la confianza que sostiene nuestra democracia.
España necesitaba un Fiscal General. Lo que tiene hoy es una inmundicia ética y política fruto de 50 años de Gobierno bipartidista PSOE-PP.











