Dos capitales, un mismo signo de colapso civilizacional: Londres y Nueva York al frente del suicidio de Occidente
![[Img #29163]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/11_2025/8810_screenshot-2025-11-06-at-10-02-22-zohran-mamdani-y-sadiq-khan-buscar-con-google.png)
En el corazón de Occidente laten dos de sus ciudades más emblemáticas: Londres y Nueva York. Durante décadas, estas urbes fueron símbolo del progreso liberal, del capitalismo innovador, de la democracia robusta, de la libertad de expresión, del comercio pujante, de las artes, de la excelencia científica y, sobre todo, de una identidad civilizatoria profundamente enraizada en los valores occidentales. Hoy, sin embargo, ambas se han convertido en laboratorios de ingeniería social donde florecen, bajo la coartada de la diversidad, proyectos políticos profundamente hostiles a la libertad y a las raíces que las hicieron grandes.
No es casual que tanto Londres como Nueva York estén gobernadas por alcaldes con perfiles que hace solo dos décadas habrían resultado impensables. En Londres, Sadiq Khan, musulmán, laborista, defensor de políticas identitarias, restrictivas con la libertad de expresión y beligerante contra cualquier intento de preservar la tradición británica. En Nueva York, la reciente victoria del socialista musulmán Zohran Mamdani —activista anticapitalista, simpatizante de causas islámicas radicales y entusiasta del multiculturalismo destructivo— representa una vuelta de tuerca aún más afilada.
Lo que estos liderazgos políticos representan no es diversidad, ni siquiera renovación, sino el avance de una ideología que rechaza los fundamentos de Occidente en nombre de una visión neomarxista del mundo, donde todo lo que Occidente ha producido debe ser deconstruido, abolido o humillado. Bajo sus mandatos se prohíben estatuas, se revisan libros, se desfinancian a las fuerzas del orden, se legitima el odio hacia el hombre blanco, heterosexual, cristiano o simplemente defensor de la civilización occidental. Se promueve una tolerancia que, paradójicamente, se ha vuelto intolerante con las propias raíces que la hicieron posible.
La elección de estos líderes no es producto de la casualidad. Es el síntoma visible de una transformación demográfica, cultural y moral que afecta a todo el continente euroatlántico. En barrios enteros de ambas ciudades, el inglés o el español comienzan a ser lenguas minoritarias; las leyes occidentales se subordinan de facto a códigos religiosos o tribales; la policía es vista como enemiga y el Estado de derecho se retira ante la ley de la calle. En su lugar, se impone un modelo social que exalta la victimización perpetua de minorías identitarias —siempre fabricadas— y castiga cualquier expresión de orgullo civilizatorio occidental.
Zohran Mamdani, al igual que Sadiq Khan, no es un caso aislado. Son rostros visibles de un proceso más profundo: el vaciamiento espiritual de las élites occidentales, que ya no creen en los valores que deberían defender. En su lugar, abrazan un relativismo suicida, una corrección política paralizante y una obsesión con la culpa histórica que convierte a sus propios pueblos en enemigos de sí mismos. Es el síndrome del Occidente cansado de ser Occidente, dispuesto a renunciar a todo lo que fue —cultura, fe, razón, libertad, jerarquía, orden— en nombre de una utopía que solo favorece a sus enterradores.
La islamización política de capitales occidentales no es solo una cuestión religiosa. Es el síntoma más evidente de una descomposición interna. Porque no hay civilización que pueda resistir si quienes la habitan dejan de defenderla. La bandera arcoíris ondea junto a banderas palestinas en manifestaciones donde se condena a Israel, pero se guarda silencio ante las teocracias islámicas. Feministas marchan junto a islamistas radicales que predican la subordinación de la mujer. Periodistas celebran la diversidad mientras ignoran los delitos sexuales masivos perpetrados por bandas islamistas organizadas en barrios donde la policía ya no entra.
¿Acaso alguien puede seguir llamando “progreso” a este delirio? ¿De verdad el futuro de Occidente está en la sumisión al multiculturalismo más corrosivo, a la ideología de género más absurda y al islamismo político más intransigente?
El caso de Mamdani y Khan simboliza, con una nitidez casi brutal, el colapso de un ciclo histórico. No se trata de religión ni de raza. Se trata de ideología y de civilización. Se trata de una élite que prefiere perder el alma antes que ser acusada de intolerancia. Se trata de unos ciudadanos adoctrinados para pensar que amar a su cultura es odio y que odiarla es virtud.
Londres y Nueva York fueron faros del mundo libre. Hoy, bajo el mandato de políticos que detestan lo que esas ciudades significaron, se han convertido en espejos de lo que podría ser el futuro de todo Occidente si éste no despierta: un desierto identitario habitado por tribus enfrentadas, sin raíces comunes, sin orgullo compartido, sin proyecto de civilización.
El tiempo se acaba. No es demasiado tarde, pero ya no queda mucho margen. Quienes todavía creen que Occidente merece ser defendido deben levantar la voz. Porque si no lo hacemos, mañana despertaremos en un mundo donde nuestra historia será delito, nuestra cultura será censurada y nuestras ciudades, irreconocibles.
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En el corazón de Occidente laten dos de sus ciudades más emblemáticas: Londres y Nueva York. Durante décadas, estas urbes fueron símbolo del progreso liberal, del capitalismo innovador, de la democracia robusta, de la libertad de expresión, del comercio pujante, de las artes, de la excelencia científica y, sobre todo, de una identidad civilizatoria profundamente enraizada en los valores occidentales. Hoy, sin embargo, ambas se han convertido en laboratorios de ingeniería social donde florecen, bajo la coartada de la diversidad, proyectos políticos profundamente hostiles a la libertad y a las raíces que las hicieron grandes.
No es casual que tanto Londres como Nueva York estén gobernadas por alcaldes con perfiles que hace solo dos décadas habrían resultado impensables. En Londres, Sadiq Khan, musulmán, laborista, defensor de políticas identitarias, restrictivas con la libertad de expresión y beligerante contra cualquier intento de preservar la tradición británica. En Nueva York, la reciente victoria del socialista musulmán Zohran Mamdani —activista anticapitalista, simpatizante de causas islámicas radicales y entusiasta del multiculturalismo destructivo— representa una vuelta de tuerca aún más afilada.
Lo que estos liderazgos políticos representan no es diversidad, ni siquiera renovación, sino el avance de una ideología que rechaza los fundamentos de Occidente en nombre de una visión neomarxista del mundo, donde todo lo que Occidente ha producido debe ser deconstruido, abolido o humillado. Bajo sus mandatos se prohíben estatuas, se revisan libros, se desfinancian a las fuerzas del orden, se legitima el odio hacia el hombre blanco, heterosexual, cristiano o simplemente defensor de la civilización occidental. Se promueve una tolerancia que, paradójicamente, se ha vuelto intolerante con las propias raíces que la hicieron posible.
La elección de estos líderes no es producto de la casualidad. Es el síntoma visible de una transformación demográfica, cultural y moral que afecta a todo el continente euroatlántico. En barrios enteros de ambas ciudades, el inglés o el español comienzan a ser lenguas minoritarias; las leyes occidentales se subordinan de facto a códigos religiosos o tribales; la policía es vista como enemiga y el Estado de derecho se retira ante la ley de la calle. En su lugar, se impone un modelo social que exalta la victimización perpetua de minorías identitarias —siempre fabricadas— y castiga cualquier expresión de orgullo civilizatorio occidental.
Zohran Mamdani, al igual que Sadiq Khan, no es un caso aislado. Son rostros visibles de un proceso más profundo: el vaciamiento espiritual de las élites occidentales, que ya no creen en los valores que deberían defender. En su lugar, abrazan un relativismo suicida, una corrección política paralizante y una obsesión con la culpa histórica que convierte a sus propios pueblos en enemigos de sí mismos. Es el síndrome del Occidente cansado de ser Occidente, dispuesto a renunciar a todo lo que fue —cultura, fe, razón, libertad, jerarquía, orden— en nombre de una utopía que solo favorece a sus enterradores.
La islamización política de capitales occidentales no es solo una cuestión religiosa. Es el síntoma más evidente de una descomposición interna. Porque no hay civilización que pueda resistir si quienes la habitan dejan de defenderla. La bandera arcoíris ondea junto a banderas palestinas en manifestaciones donde se condena a Israel, pero se guarda silencio ante las teocracias islámicas. Feministas marchan junto a islamistas radicales que predican la subordinación de la mujer. Periodistas celebran la diversidad mientras ignoran los delitos sexuales masivos perpetrados por bandas islamistas organizadas en barrios donde la policía ya no entra.
¿Acaso alguien puede seguir llamando “progreso” a este delirio? ¿De verdad el futuro de Occidente está en la sumisión al multiculturalismo más corrosivo, a la ideología de género más absurda y al islamismo político más intransigente?
El caso de Mamdani y Khan simboliza, con una nitidez casi brutal, el colapso de un ciclo histórico. No se trata de religión ni de raza. Se trata de ideología y de civilización. Se trata de una élite que prefiere perder el alma antes que ser acusada de intolerancia. Se trata de unos ciudadanos adoctrinados para pensar que amar a su cultura es odio y que odiarla es virtud.
Londres y Nueva York fueron faros del mundo libre. Hoy, bajo el mandato de políticos que detestan lo que esas ciudades significaron, se han convertido en espejos de lo que podría ser el futuro de todo Occidente si éste no despierta: un desierto identitario habitado por tribus enfrentadas, sin raíces comunes, sin orgullo compartido, sin proyecto de civilización.
El tiempo se acaba. No es demasiado tarde, pero ya no queda mucho margen. Quienes todavía creen que Occidente merece ser defendido deben levantar la voz. Porque si no lo hacemos, mañana despertaremos en un mundo donde nuestra historia será delito, nuestra cultura será censurada y nuestras ciudades, irreconocibles.












