Los drones del silencio: Europa bajo amenaza y sin ninguna respuesta
Durante las últimas seis semanas, Europa ha vivido una cadena de incidentes sin precedentes. Decenas de aeropuertos civiles y bases militares —desde Copenhague hasta Berlín, desde Oslo hasta Palma de Mallorca— han registrado incursiones de drones no identificados. Los vuelos se han interrumpido, los radares se han saturado y los pilotos han reportado aparatos maniobrando con precisión quirúrgica sobre zonas restringidas. Y, sin embargo, el continente entero, con la UE a la cabeza, guarda silencio.
Ni una explicación oficial. Ni una comparecencia pública. Ni una sola voz gubernamental admitiendo lo que todos sabemos: que Europa está siendo vigilada, cartografiada y posiblemente ensayada desde el aire.
Los hechos son públicos, rastreables y verificables:
• El 22 de septiembre, drones sobrevolaron simultáneamente el aeropuerto de Copenhague, el de Oslo y la base militar francesa de Mourmelon-le-Grand.
• En los días siguientes, se registraron intrusiones coordinadas en bases danesas como Skrydstrup y Karup, aeropuertos civiles de Dinamarca, Noruega y Suecia, e instalaciones energéticas críticas como la central finlandesa de Valajaskoski o el campo de gas noruego de Sleipner.
• En octubre, el fenómeno se extendió al corazón de Europa: Munich, Berlín, Bruselas, Bremen, Ámsterdam, Vilna. Incluso España ha sido blanco reciente, con incidentes confirmados en Palma de Mallorca (19 de octubre) y Alicante-Elche (27 de octubre).
Lo más alarmante no es la lista —ya de por sí estremecedora— sino la reacción oficial: ninguna.
Los ministerios de Defensa, los de Transporte, las agencias de aviación civil y los servicios de inteligencia europeos, tan dicharacheros para otras cosas, han optado por el mutismo absoluto.
Silencio en Bruselas. Silencio en Berlín. Silencio en Madrid.
Mientras tanto, las incursiones continúan.
¿Estamos ante simples actos de espionaje industrial? ¿Ensayos de guerra híbrida? ¿Campañas de intimidación cibernética? Nadie lo sabe —o nadie lo dice. Pero el patrón es inequívoco: los drones no son juguetes. Operan con tecnología avanzada, capacidades de largo alcance y sincronización multinacional. No son improvisaciones de aficionados: son operaciones de reconocimiento estratégico.
Europa parece haber olvidado la lección del gasoducto Nord Stream. Primero, se destruyó la infraestructura energética clave del continente; luego, llegaron los drones. Y aún así, seguimos sin protocolos públicos, sin rendición de cuentas, sin un discurso unificado.
El ciudadano europeo, mientras tanto, viaja en aviones que despegan sobre cielos cada vez más inseguros e inciertos. Las autoridades callan, los medios minimizan y los incidentes se acumulan. Pero la realidad no se borra con notas de prensa: hay alguien —o algo— probando los límites de la soberanía aérea europea.
El silencio, en este contexto, no es prudencia. Es complicidad.
Callar ante una amenaza que compromete la seguridad civil, militar y energética del continente es un acto de irresponsabilidad histórica. La Unión Europea nació prometiendo seguridad colectiva; hoy ni siquiera puede garantizar transparencia ante incursiones repetidas en sus cielos.
La pregunta ya no es quién maneja los drones.
La pregunta es por qué nuestros gobiernos han decidido mirar hacia otro lado.
Durante las últimas seis semanas, Europa ha vivido una cadena de incidentes sin precedentes. Decenas de aeropuertos civiles y bases militares —desde Copenhague hasta Berlín, desde Oslo hasta Palma de Mallorca— han registrado incursiones de drones no identificados. Los vuelos se han interrumpido, los radares se han saturado y los pilotos han reportado aparatos maniobrando con precisión quirúrgica sobre zonas restringidas. Y, sin embargo, el continente entero, con la UE a la cabeza, guarda silencio.
Ni una explicación oficial. Ni una comparecencia pública. Ni una sola voz gubernamental admitiendo lo que todos sabemos: que Europa está siendo vigilada, cartografiada y posiblemente ensayada desde el aire.
Los hechos son públicos, rastreables y verificables:
• El 22 de septiembre, drones sobrevolaron simultáneamente el aeropuerto de Copenhague, el de Oslo y la base militar francesa de Mourmelon-le-Grand.
• En los días siguientes, se registraron intrusiones coordinadas en bases danesas como Skrydstrup y Karup, aeropuertos civiles de Dinamarca, Noruega y Suecia, e instalaciones energéticas críticas como la central finlandesa de Valajaskoski o el campo de gas noruego de Sleipner.
• En octubre, el fenómeno se extendió al corazón de Europa: Munich, Berlín, Bruselas, Bremen, Ámsterdam, Vilna. Incluso España ha sido blanco reciente, con incidentes confirmados en Palma de Mallorca (19 de octubre) y Alicante-Elche (27 de octubre).
Lo más alarmante no es la lista —ya de por sí estremecedora— sino la reacción oficial: ninguna.
Los ministerios de Defensa, los de Transporte, las agencias de aviación civil y los servicios de inteligencia europeos, tan dicharacheros para otras cosas, han optado por el mutismo absoluto.
Silencio en Bruselas. Silencio en Berlín. Silencio en Madrid.
Mientras tanto, las incursiones continúan.
¿Estamos ante simples actos de espionaje industrial? ¿Ensayos de guerra híbrida? ¿Campañas de intimidación cibernética? Nadie lo sabe —o nadie lo dice. Pero el patrón es inequívoco: los drones no son juguetes. Operan con tecnología avanzada, capacidades de largo alcance y sincronización multinacional. No son improvisaciones de aficionados: son operaciones de reconocimiento estratégico.
Europa parece haber olvidado la lección del gasoducto Nord Stream. Primero, se destruyó la infraestructura energética clave del continente; luego, llegaron los drones. Y aún así, seguimos sin protocolos públicos, sin rendición de cuentas, sin un discurso unificado.
El ciudadano europeo, mientras tanto, viaja en aviones que despegan sobre cielos cada vez más inseguros e inciertos. Las autoridades callan, los medios minimizan y los incidentes se acumulan. Pero la realidad no se borra con notas de prensa: hay alguien —o algo— probando los límites de la soberanía aérea europea.
El silencio, en este contexto, no es prudencia. Es complicidad.
Callar ante una amenaza que compromete la seguridad civil, militar y energética del continente es un acto de irresponsabilidad histórica. La Unión Europea nació prometiendo seguridad colectiva; hoy ni siquiera puede garantizar transparencia ante incursiones repetidas en sus cielos.
La pregunta ya no es quién maneja los drones.
La pregunta es por qué nuestros gobiernos han decidido mirar hacia otro lado.











