El aforado en el banquillo
El presidente de la Diputación de Badajoz y líder de los socialistas extremeños, Miguel Ángel Gallardo, ha dicho “¿qué más da quien me juzgue si soy inocente?”. Se refiere, el hombre, al juicio por tráfico de influencias y prevaricación en la contratación del hermano de Pedro Sánchez.
Si tan indiferente le resulta el tribunal ante el que se va a ver su caso no se entiende el follón que ha organizado para ser aforado y que le juzgue la magistratura superior. Para conseguirlo ha logrado que dimita un diputado autonómico, que renuncien a su puesto los cuatro primeros suplentes y que le dejen el cargo expedito a él y así resultar aforado.
El aforamiento, en sí, no es un privilegio, sino la garantía de que un alto cargo no será perseguido por razones políticas o presuntos delitos de opinión expresados en el desempeño de sus funciones. Eso es la teoría, claro. En España es tal el abuso de los aforamientos que en el fondo hay dos varas de medir: la que se aplica a los beneficiarios de la norma y la del resto de los ciudadanos.
Decimos que eso sucede en España porque con 17.600 aforados por cargos políticos, judiciales e institucionales —dejando al margen a las fuerzas de seguridad—nuestro país es uno de los que más personas se acogen a esta modalidad en todo el mundo, con los casos llamativos de Italia y Portugal, en los que sólo el Jefe del Estado tiene ese privilegio. Además, la norma está prevista para actos cometidos en el uso de su puesto público y no en actos anteriores a esa eventualidad, como es el asunto de Miguel Ángel Gallardo, que poco seguro debe estar de su inocencia cuando ha montado semejante lío para lograr el aforamiento. Caso distinto sería el del valenciano Carlos Mazón, en la hipótesis de su enjuiciamiento por la tragedia de la dana, ya que éste sería por presuntos delitos cometidos durante su mandato público.
Como se ve, pues, el socialista extremeño será juzgado por el tribunal de más rango, ya que ha conseguido su aforamiento pese a su proclamada indiferencia por considerarse inocente de los hechos que se le imputan.
El presidente de la Diputación de Badajoz y líder de los socialistas extremeños, Miguel Ángel Gallardo, ha dicho “¿qué más da quien me juzgue si soy inocente?”. Se refiere, el hombre, al juicio por tráfico de influencias y prevaricación en la contratación del hermano de Pedro Sánchez.
Si tan indiferente le resulta el tribunal ante el que se va a ver su caso no se entiende el follón que ha organizado para ser aforado y que le juzgue la magistratura superior. Para conseguirlo ha logrado que dimita un diputado autonómico, que renuncien a su puesto los cuatro primeros suplentes y que le dejen el cargo expedito a él y así resultar aforado.
El aforamiento, en sí, no es un privilegio, sino la garantía de que un alto cargo no será perseguido por razones políticas o presuntos delitos de opinión expresados en el desempeño de sus funciones. Eso es la teoría, claro. En España es tal el abuso de los aforamientos que en el fondo hay dos varas de medir: la que se aplica a los beneficiarios de la norma y la del resto de los ciudadanos.
Decimos que eso sucede en España porque con 17.600 aforados por cargos políticos, judiciales e institucionales —dejando al margen a las fuerzas de seguridad—nuestro país es uno de los que más personas se acogen a esta modalidad en todo el mundo, con los casos llamativos de Italia y Portugal, en los que sólo el Jefe del Estado tiene ese privilegio. Además, la norma está prevista para actos cometidos en el uso de su puesto público y no en actos anteriores a esa eventualidad, como es el asunto de Miguel Ángel Gallardo, que poco seguro debe estar de su inocencia cuando ha montado semejante lío para lograr el aforamiento. Caso distinto sería el del valenciano Carlos Mazón, en la hipótesis de su enjuiciamiento por la tragedia de la dana, ya que éste sería por presuntos delitos cometidos durante su mandato público.
Como se ve, pues, el socialista extremeño será juzgado por el tribunal de más rango, ya que ha conseguido su aforamiento pese a su proclamada indiferencia por considerarse inocente de los hechos que se le imputan.











