Inmigración y delincuencia: La realidad tozuda que la izquierda y los nacionalistas no quieren reconocer
Hay silencios que no son inocentes. Hay silencios que se convierten en cómplices. Y en el País Vasco, desde hace años, demasiados responsables públicos, demasiados opinadores profesionales y demasiados medios de comunicación han decidido mirar hacia otro lado ante una evidencia que la Ertzaintza acaba de volver a poner, de manera brutal, encima de la mesa: casi la mitad de los detenidos e investigados en nuestro territorio por cometer delitos son extranjeros, y ciertos colectivos están sobrerrepresentados de manera clamorosa en los delitos más agresivos, más reincidentes y más perturbadores.
No es nuevo.
No es sorprendente.
Pero lo que sí resulta insoportable e indignante es el empeño institucional nacionalsocialista en maquillar, ocultar o diluir esta realidad bajo toneladas de corrección política, lenguaje neutro, eufemismos sociológicos, discursos buenistas e insultos a quienes la denuncian, que no resisten ni un minuto de contraste con los datos.
El pacto de silencio
La estadística publicada —hurtos masivos cometidos por bandas itinerantes extranjeras, robos violentos protagonizados en gran medida por individuos nacidos fuera de nuestras fronteras, presencia destacada de inmigrantes del Magreb y Latinoamérica en delitos sexuales, papel creciente de redes criminales internacionales en estafas y narcotráfico— debería haber provocado una reacción inmediata:
un debate público, maduro y sin miedo.
Pero lo que provoca, en cambio, es un silencio vergonzante en las instituciones globalsocialistas cómplices.
Silencio en los partidos políticos nacionalistas y de izquierda que viven obsesionados por no molestar a sus bases ideológicas. Silencio en las instituciones, que temen ser acusadas de “estigmatizar” si nombran la realidad. Silencio en los medios dependientes de subvenciones, que han dejado de informar para convertirse en guardianes de la ortodoxia progresista más fanática, mostrenca y reaccionaria.
La cobardía como política pública
La cobardía se ha convertido en norma.
Se evita hablar de delincuencia extranjera como si nombrarla fuera un delito.
Se oculta la procedencia de los agresores.
Se recurre al término “jóvenes” para describir violaciones grupales o agresiones en manada cometidas por individuos con nombre, edad, país de nacimiento y antecedentes perfectamente conocidos por la policía.
Mientras tanto, los ciudadanos ven cómo sus barrios cambian, cómo crecen las zonas calientes de delincuencia y cómo el hurto profesional —auténtica plaga importada— se extiende sin freno.
La cobardía tiene consecuencias.
La primera: rompe la confianza entre los ciudadanos y quienes deberían protegerlos.
La segunda: destruye la confianza en las instituciones porque éstas, además de alentar la inmigración de una forma temeraria, tienen miedo de decir lo que millones de personas ven cada día.
La sumisión a la corrección política
El mayor triunfo del dogma progresista es haber convertido la estadística en tabú. Hoy, en el País Vasco, un jefe de policía que dijera la verdad entera perdería el puesto. Un periodista que publiqué lo que ve un agente en la calle perdería anunciantes. Un político que reconozca el problema sería triturado mediáticamente por un ejército de comisarios ideológicos. Así funciona la censura moderna: no se prohíben los datos, se prohíbe interpretarlos. No se impide acceder a la información, se impide hablar de ella.
La corrección política ha impuesto la idea delirante de que describir un problema es crearlo. Y bajo ese delirio, quienes denuncian la realidad son presentados como “alarmistas”, “extremistas” o “racistas”, mientras quienes niegan lo evidente son tratados como defensores de la convivencia.
La verdad no necesita adjetivos. Los hechos no tienen ideología.
En el País Vasco, como en otras tantas regiones europeas, hay voces que llevan años alertando de este fenómeno: periodistas independientes, asociaciones vecinales, agentes de seguridad que hablan fuera de micrófono, investigadores que se atreven a desafiar la narrativa dominante.
A todos ellos se les ha llamado exagerados. A todos ellos se les ha insultado. A todos ellos se les ha amenazado. A todos ellos se les ha intentado hacer callar.
Pero hoy los datos de la Ertzaintza les dan la razón con la fuerza de lo irrefutable. Los que fueron marginados durante años por opinar “lo que no tocaba” eran, sencillamente, los únicos que miraban la realidad de frente.
La valentía no consiste en gritar.
Consiste en no callarse cuando te exigen que lo hagas.
El deber de decir lo que es
La primera obligación de un medio libre es contar la verdad aunque duela. Aunque moleste. Aunque incomode a los poderosos.
Si casi la mitad de los detenidos en Euskadi nacieron fuera de España, hay que decirlo. Si ciertos colectivos cometen delitos de manera desproporcionada, hay que decirlo. Si la política migratoria ha fracasado, hay que decirlo. Si las instituciones tienen miedo de la verdad, hay que denunciarlo.
Callarse no es prudencia. Callarse es traicionar a los ciudadanos. Porque la seguridad no admite relatos ideológicos. Solo admite datos. Y los datos, una vez más, han hablado alto y claro. El resto —silencios, eufemismos, moralinas, consignas— es ruido. Ruido de quienes prefieren preservar su relato antes que proteger a su gente.
Hay silencios que no son inocentes. Hay silencios que se convierten en cómplices. Y en el País Vasco, desde hace años, demasiados responsables públicos, demasiados opinadores profesionales y demasiados medios de comunicación han decidido mirar hacia otro lado ante una evidencia que la Ertzaintza acaba de volver a poner, de manera brutal, encima de la mesa: casi la mitad de los detenidos e investigados en nuestro territorio por cometer delitos son extranjeros, y ciertos colectivos están sobrerrepresentados de manera clamorosa en los delitos más agresivos, más reincidentes y más perturbadores.
No es nuevo.
No es sorprendente.
Pero lo que sí resulta insoportable e indignante es el empeño institucional nacionalsocialista en maquillar, ocultar o diluir esta realidad bajo toneladas de corrección política, lenguaje neutro, eufemismos sociológicos, discursos buenistas e insultos a quienes la denuncian, que no resisten ni un minuto de contraste con los datos.
El pacto de silencio
La estadística publicada —hurtos masivos cometidos por bandas itinerantes extranjeras, robos violentos protagonizados en gran medida por individuos nacidos fuera de nuestras fronteras, presencia destacada de inmigrantes del Magreb y Latinoamérica en delitos sexuales, papel creciente de redes criminales internacionales en estafas y narcotráfico— debería haber provocado una reacción inmediata:
un debate público, maduro y sin miedo.
Pero lo que provoca, en cambio, es un silencio vergonzante en las instituciones globalsocialistas cómplices.
Silencio en los partidos políticos nacionalistas y de izquierda que viven obsesionados por no molestar a sus bases ideológicas. Silencio en las instituciones, que temen ser acusadas de “estigmatizar” si nombran la realidad. Silencio en los medios dependientes de subvenciones, que han dejado de informar para convertirse en guardianes de la ortodoxia progresista más fanática, mostrenca y reaccionaria.
La cobardía como política pública
La cobardía se ha convertido en norma.
Se evita hablar de delincuencia extranjera como si nombrarla fuera un delito.
Se oculta la procedencia de los agresores.
Se recurre al término “jóvenes” para describir violaciones grupales o agresiones en manada cometidas por individuos con nombre, edad, país de nacimiento y antecedentes perfectamente conocidos por la policía.
Mientras tanto, los ciudadanos ven cómo sus barrios cambian, cómo crecen las zonas calientes de delincuencia y cómo el hurto profesional —auténtica plaga importada— se extiende sin freno.
La cobardía tiene consecuencias.
La primera: rompe la confianza entre los ciudadanos y quienes deberían protegerlos.
La segunda: destruye la confianza en las instituciones porque éstas, además de alentar la inmigración de una forma temeraria, tienen miedo de decir lo que millones de personas ven cada día.
La sumisión a la corrección política
El mayor triunfo del dogma progresista es haber convertido la estadística en tabú. Hoy, en el País Vasco, un jefe de policía que dijera la verdad entera perdería el puesto. Un periodista que publiqué lo que ve un agente en la calle perdería anunciantes. Un político que reconozca el problema sería triturado mediáticamente por un ejército de comisarios ideológicos. Así funciona la censura moderna: no se prohíben los datos, se prohíbe interpretarlos. No se impide acceder a la información, se impide hablar de ella.
La corrección política ha impuesto la idea delirante de que describir un problema es crearlo. Y bajo ese delirio, quienes denuncian la realidad son presentados como “alarmistas”, “extremistas” o “racistas”, mientras quienes niegan lo evidente son tratados como defensores de la convivencia.
La verdad no necesita adjetivos. Los hechos no tienen ideología.
En el País Vasco, como en otras tantas regiones europeas, hay voces que llevan años alertando de este fenómeno: periodistas independientes, asociaciones vecinales, agentes de seguridad que hablan fuera de micrófono, investigadores que se atreven a desafiar la narrativa dominante.
A todos ellos se les ha llamado exagerados. A todos ellos se les ha insultado. A todos ellos se les ha amenazado. A todos ellos se les ha intentado hacer callar.
Pero hoy los datos de la Ertzaintza les dan la razón con la fuerza de lo irrefutable. Los que fueron marginados durante años por opinar “lo que no tocaba” eran, sencillamente, los únicos que miraban la realidad de frente.
La valentía no consiste en gritar.
Consiste en no callarse cuando te exigen que lo hagas.
El deber de decir lo que es
La primera obligación de un medio libre es contar la verdad aunque duela. Aunque moleste. Aunque incomode a los poderosos.
Si casi la mitad de los detenidos en Euskadi nacieron fuera de España, hay que decirlo. Si ciertos colectivos cometen delitos de manera desproporcionada, hay que decirlo. Si la política migratoria ha fracasado, hay que decirlo. Si las instituciones tienen miedo de la verdad, hay que denunciarlo.
Callarse no es prudencia. Callarse es traicionar a los ciudadanos. Porque la seguridad no admite relatos ideológicos. Solo admite datos. Y los datos, una vez más, han hablado alto y claro. El resto —silencios, eufemismos, moralinas, consignas— es ruido. Ruido de quienes prefieren preservar su relato antes que proteger a su gente.











