La independencia judicial en un brete
La condena del fiscal general ha hecho saltar las costuras del Tribunal Supremo, a quien el Gobierno y la izquierda le han dicho de todo menos bonito. El común denominador de las críticas es el de poner en duda su independencia jurisdiccional. Desde la definición de su sentencia como una “vergüenza”, de Patxi López, seguida en cascada por los demás corifeos, hasta las llamadas de Yolanda Díaz y otros a protestar en las calles contra “el golpe de Estado de las togas”.
Nadie se ha callado en ese espectro político y todos han echado su cuarto a espadas en poner a parir a la justicia española, como Oriol Junqueras, que ha dicho, respirando por su propia herida, que la del Supremo ha sido una sentencia “injusta” porque todas lo son. Más llamativo ha sido el caso del Presidente de Gobierno, quien tras declarar que acata la sentencia, sigue pregonando la inocencia de Álvaro García Ortiz, tras ser condenado.
Estamos, pues, ante un ataque sin precedentes a las decisiones del máximo órgano judicial, que evidencian que una parte de la población y de la clase política, al menos, sólo está de acuerdo con las decisiones de los tribunales cuando coinciden con sus propios juicios apriorísticos, es decir, con su ideología y sus prejuicios. Un vapuleo de esta envergadura a la Justicia pone en cuestión su independencia al juzgar conductas presuntamente delictivas y abre el portón para exigir una Justicia a la carta.
Es lo que nos faltaba por ver en los tres pilares básicos del Estado de derecho. Con un Ejecutivo que se dedica a atacar todos los días a la oposición, con escasa incidencia en su labor propositiva, y un Legislativo paralizado por la falta operativa de mayorías, se trata ahora de minar la independencia de un Judicial que legisle sólo como desea el poder de turno.
Como se ve, estamos en uno de los momentos más bajos de la democracia, donde la debilidad de los tres poderes del Estado, y sobre todo los ataques a la independencia del poder judicial trasladan la política a las calles, en vez de dirimirse en los foros en que le corresponden.
La condena del fiscal general ha hecho saltar las costuras del Tribunal Supremo, a quien el Gobierno y la izquierda le han dicho de todo menos bonito. El común denominador de las críticas es el de poner en duda su independencia jurisdiccional. Desde la definición de su sentencia como una “vergüenza”, de Patxi López, seguida en cascada por los demás corifeos, hasta las llamadas de Yolanda Díaz y otros a protestar en las calles contra “el golpe de Estado de las togas”.
Nadie se ha callado en ese espectro político y todos han echado su cuarto a espadas en poner a parir a la justicia española, como Oriol Junqueras, que ha dicho, respirando por su propia herida, que la del Supremo ha sido una sentencia “injusta” porque todas lo son. Más llamativo ha sido el caso del Presidente de Gobierno, quien tras declarar que acata la sentencia, sigue pregonando la inocencia de Álvaro García Ortiz, tras ser condenado.
Estamos, pues, ante un ataque sin precedentes a las decisiones del máximo órgano judicial, que evidencian que una parte de la población y de la clase política, al menos, sólo está de acuerdo con las decisiones de los tribunales cuando coinciden con sus propios juicios apriorísticos, es decir, con su ideología y sus prejuicios. Un vapuleo de esta envergadura a la Justicia pone en cuestión su independencia al juzgar conductas presuntamente delictivas y abre el portón para exigir una Justicia a la carta.











