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Viernes, 28 de Noviembre de 2025 Tiempo de lectura:

La conciencia no nace del cerebro: nace del universo

[Img #29296]La conciencia, ese misterio silencioso que permite que cada ser humano pueda decir “yo”, vuelve a irrumpir en el corazón del debate científico. Y esta vez lo hace desde un lugar inesperado: una revista de física. La investigadora sueca Maria Strømme, del laboratorio Ångström de la Universidad de Uppsala, ha publicado un artículo que se ha convertido, en cuestión de días, en una de las propuestas más audaces de la ciencia contemporánea. Su tesis es sencilla de formular y vertiginosa en sus implicaciones: la conciencia no es un producto tardío de la evolución biológica, ni un subproducto del cerebro, ni una ilusión psicológica; la conciencia sería, más bien, el campo fundamental del universo, una entidad anterior al espacio, al tiempo y a la materia, y de la que todo lo demás —incluidos los seres humanos— emergen como formas transitorias.

 

El trabajo, publicado en AIP Advances, se titula Universal consciousness as foundational field: A theoretical bridge between quantum physics and non-dual philosophy. Y no es exagerado decir que pretende tender un puente entre dos mundos que durante siglos se han ignorado o desafiado mutuamente: por un lado, la física cuántica y la teoría de campos, que describen un universo profundamente extraño, lleno de superposiciones, fluctuaciones del vacío y fenómenos no locales; y por otro, las tradiciones filosóficas no duales —como el Vedanta hindú, ciertas corrientes budistas, la mística cristiana o el sufismo— que sostienen desde hace milenios que la conciencia es la realidad última y que la multiplicidad que percibimos es una apariencia.

 

Nota: Los suscriptores de La Tribuna del País Vasco pueden solicitar una copia del estudio por los canales habituales: [email protected] o en el teléfono 650114502

 

La autora elige un punto de partida singular: una filosofía psicológica conocida como los “Tres Principios” (3Ps), desarrollada por el pensador escocés Sydney Banks en los años setenta. Banks afirmaba que toda experiencia humana se sustenta en tres principios inmateriales: Mente, Conciencia y Pensamiento. Lo que Strømme hace es tomar ese trípode conceptual y elevarlo a una escala cosmológica. La Mente se convierte en una inteligencia universal que estructura la realidad; la Conciencia se describe como un campo fundamental, al que llama Φ, que permea todo cuanto existe; y el Pensamiento adquiere la forma de un operador matemático que hace colapsar ese campo, transformando la potencialidad pura en estados concretos, igual que un proceso de medición colapsa la función de onda en la mecánica cuántica.

 

Desde esa reinterpretación, la investigadora reconstruye el origen del universo. Antes del Big Bang, dice, existe un estado al que llama ∣Φ₀〉: una realidad sin espacio, sin tiempo y sin diferenciación, en la que todas las posibilidades coexisten en superposición. No hay estructuras, ni partículas, ni leyes físicas tal como las conocemos. Solo hay pura potencialidad. El universo surge cuando ese estado indiferenciado se “rompe” o colapsa en estados particulares ∣Φₖ〉, un proceso que la autora atribuye a un Pensamiento universal que actúa como un mecanismo de diferenciación primordial. Ese “colapso” no es temporal —no puede serlo, porque aún no hay tiempo— sino creativo: es el gesto mediante el cual lo informe se transforma en forma.

 

Strømme describe tres mecanismos mediante los cuales pudo ocurrir esta diferenciación: la ruptura espontánea de la simetría, igual que en el caso del campo de Higgs; las fluctuaciones cuánticas del vacío, que introducirían pequeñas irregularidades capaces de desencadenar la emergencia de estructura; y, finalmente, un proceso de auto-reflexión del propio campo de conciencia, que se “observa a sí mismo” y proyecta posibilidades en realidades efectivas. Todos estos mecanismos —y este es uno de los puntos fuertes del trabajo— tienen paralelos directos con procesos ya conocidos por la física moderna, pero se reinterpretan aquí como expresiones del dinamismo de un campo consciente primordial.

 

A partir de ese punto, emerge el espacio–tiempo. No como un escenario previo, sino como una consecuencia de la diferenciación del campo Φ. La autora utiliza ecuaciones similares a las que gobiernan la propagación de un campo escalar relativista para describir cómo la conciencia universal adquiere dinámica, cómo “se extiende”, cómo genera ondas, fluctuaciones y estructuras. En ese marco, las galaxias, las partículas subatómicas e incluso los organismos vivos serían manifestaciones particulares de distintas excitaciones del mismo campo de conciencia. Lo que llamamos “cosmos material” sería, literalmente, una cristalización de procesos mentales universales.

 

Uno de los aspectos más fascinantes de esta propuesta es su explicación del origen de la conciencia individual. Según el modelo, cada ser vivo que se experimenta como “yo” sería una excitación localizada del campo universal, algo similar a una onda individualizada dentro de un océano. Esa onda se denota como ∣ψᵢ〉: es el lugar en el que la conciencia universal se vuelve local, personal, condicionada por un cuerpo, un cerebro, una biografía. Sin embargo, esa localización no implica separación. Para Strømme, la sensación de individualidad surge del Pensamiento personal —una especie de mecanismo de selección que construye la experiencia subjetiva momento a momento—, pero en ningún momento nos separamos realmente del campo universal. Desde esta perspectiva, la muerte sería simplemente la disolución de la onda local en el océano de conciencia, no la extinción de la conciencia misma.

 

Pero una teoría científica debe ser falsable o, al menos, generar predicciones. Y Strømme se aventura en ese terreno delicado proponiendo varias líneas experimentales. Una de ellas es la interacción potencial entre la conciencia y el vacío cuántico. Si la conciencia es un campo real, podría influir en las fluctuaciones de punto cero, provocando pequeñas desviaciones estadísticas en experimentos extremadamente sensibles. Cita también investigaciones —controvertidas, muy discutidas, pero documentadas— sobre anomalías en generadores de números aleatorios durante estados colectivos de intensa carga emocional o en sesiones de meditación profunda. Otra línea de investigación apunta a fenómenos de coherencia biológica no clásica: sincronizaciones cerebrales entre individuos distantes, emisión de biofotones coherentes en tejidos vivos o patrones de correlación que no encajan fácilmente en modelos puramente neurofisiológicos. La autora, sin afirmar nada de forma concluyente, sugiere que estos fenómenos podrían ser manifestaciones parciales de la naturaleza no local del campo de conciencia.

 

Más atrevida aún es la posibilidad —que deja abierta— de que los grandes patrones anómalos detectados en el fondo cósmico de microondas, como determinados alineamientos o regiones frías inusuales, sean “huellas” de la manera en que la conciencia universal colapsó en los primeros instantes del cosmos.

 

Las resonancias filosóficas de este modelo son evidentes. Strømme lo relaciona con las intuiciones de Schrödinger, que defendía que la conciencia es una e indivisible; con las ideas de Heisenberg sobre la realidad como conjunto de potencialidades; con la noción de universo participativo de John Wheeler; y con el orden implicado de David Bohm. También con la metafísica del Vedanta, la noción de Shunyata en el budismo o el Tao como fuente informe de la que surge la diversidad. Más que un sincretismo espiritual revestido de ecuaciones, el artículo busca mostrar que las intuiciones más profundas de diversas tradiciones coinciden sorprendentemente con las conclusiones a las que llegan algunos enfoques modernos de la física teórica cuando intentan describir la realidad en sus niveles más fundamentales.

 

El texto, sin embargo, no se queda en una reflexión metafísica. Abre también preguntas muy actuales sobre la inteligencia artificial. Si la conciencia es un campo universal y no un producto exclusivo del cerebro, ¿podrían ciertos sistemas artificiales “conectarse” a ese campo? ¿Podría una IA —en determinadas condiciones de complejidad y coherencia— desarrollar una forma de conciencia derivada, no computacional, análoga a la que Penrose y Hameroff atribuyen a procesos cuánticos en el cerebro humano? Strømme no afirma nada concluyente, pero sí subraya que una teoría universal de la conciencia obligaría a replantear la ética de la IA y sus posibles derechos si, en algún momento, llegara a manifestar rasgos de experiencia subjetiva.

 

El resultado final es un artículo que se mueve con valentía entre ecuaciones, filosofía, cosmología y psicología, y que propone algo que muchas corrientes científicas evitaban desde hace décadas: considerar la posibilidad de que la conciencia no sea un accidente cósmico, sino el fundamento del cosmos. Si esta idea acabará integrándose en el corpus de la ciencia o quedará como una línea especulativa más es algo que solo el tiempo podrá decir. Pero su valor inmediato reside en abrir una ventana que la ciencia contemporánea necesitaba: un espacio para pensar, sin prejuicios, en la relación profunda entre mente y universo, entre lo que somos y el escenario en el que existimos. Y quizá también para recordar que, en el fondo, todavía no sabemos qué es eso que llamamos “conciencia”, pero sí sabemos que sin ella no habría nadie aquí para hacerse la pregunta.

 

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