Un exmilitar chavista revela cómo la banda terrorista ETA, las FARC y el narco tejieron una alianza clandestina que atravesó tres continentes
Durante décadas, mientras las democracias occidentales concentraban su atención en conflictos visibles, en los márgenes de América Latina, Europa y Oriente Medio se consolidaba una alianza oscura, híbrida y silenciosa: la convergencia operativa entre la banda terrorista ETA, las FARC, los carteles de la droga y estructuras de inteligencia de Estados fallidos. Una red clandestina que combinaba explosivos, ideología, cocaína, entrenamiento militar y corrupción a gran escala. Y hoy, gracias a nuevas revelaciones provenientes de Venezuela, esta trama vuelve a emerger con fuerza.
El detonante ha sido el testimonio del exmilitar venezolano Milton Gerardo Revilla, quien asegura poseer documentos clasificados que demostrarían un vínculo directo y operativo entre la banda terrorista ETA y la guerrilla colombiana de las FARC. Según afirma, el aparato de inteligencia chavista conoció —y en algunos casos facilitó— estas relaciones desde principios de los años 2000. Su anuncio de viajar a España para entregar pruebas ante la justicia reabre un capítulo que la Audiencia Nacional ya investigó en los años noventa, pero que nunca pudo cerrar con una imagen completa.
Lo que sabemos hasta ahora, sin embargo, gracias a investigaciones académicas, policiales y testimonios directos, encaja con inquietante precisión en la denuncia de Revilla. El dossier “Terrorismo Internacional” de la Universidad de los Andes describe cómo América Latina se convirtió en un escenario ideal para la transnacionalización del terrorismo: instituciones débiles, corrupción estructural, selvas impenetrables y la presencia de guerrillas con décadas de experiencia facilitaron la llegada y asentamiento de grupos extranjeros. Desde la Guerra Fría, guerrillas latinoamericanas y organizaciones islamistas de Oriente Medio compartieron adiestramiento, logística y financiación. Con el tiempo, esas redes evolucionaron hacia formas de guerra en red, donde actores dispersos, clandestinos y autónomos cooperan sin jerarquías rígidas, intercambiando recursos y técnicas según sus intereses del momento.
En ese tablero, la banda terrorista ETA no solo encontró refugio ocasional en países como Cuba o Venezuela, sino también nuevos socios, nuevas fuentes de financiación y nuevas aplicaciones para su know-how explosivo. ETA, con el paso de los años, terminó integrándose en dinámicas propias del crimen organizado internacional. El dossier “Narcoterrorismo”, elaborado por centros de investigación argentinos y españoles, sostiene que ETA formaba parte de una “alianza terrorista internacional” unida por el tráfico de drogas, junto con la Camorra italiana, el IRA y grupos islamistas palestinos. Testimonios obtenidos por la policía italiana revelan que la organización vasca pagaba explosivos y lanzamisiles con cocaína, un método de intercambio directo que la introdujo plenamente en la narcoeconomía criminal global.
El salto hacia Colombia fue casi inevitable. En los años ochenta, con la expansión de los carteles de Medellín y Cali, el narcotráfico necesitaba conocimiento explosivo y táctico, justo el terreno en el que ETA había perfeccionado su marca asesina. John Jairo Velásquez, alias Popeye, histórico jefe de sicarios de Pablo Escobar, declaró que miembros de ETA enseñaron al cartel de Medellín a fabricar coches bomba. El enlace, según su testimonio, fue un etarra apodado Miguelito, que coincidió en cárceles españolas con capos del narco. Ese intercambio inicial —explosivos por dinero, conocimiento por protección— abrió la puerta a contactos posteriores con grupos guerrilleros como el M-19 y, más tarde, con las FARC, ya convertidas en un actor central del narcotráfico continental.
Las FARC, pioneras en la autofinanciación mediante la cocaína, no tardaron en integrar técnicas terroristas urbanas que no formaban parte de su repertorio original. Los documentos académicos señalan que en los años noventa la guerrilla colombiana se incorporó plenamente a redes criminales transnacionales, intercambiando armas, entrenamiento y tecnología con organizaciones extranjeras, incluyendo algunas del Oriente Medio. Su alianza con ETA habría sido especialmente útil en el perfeccionamiento de explosivos, logística clandestina y creación de células móviles.
La dimensión venezolana agrega un elemento crítico. Según varios estudios, desde mediados de los 2000 el país se convirtió en un corredor ideal para mafias internacionales, alimentado por el colapso institucional, el auge de la violencia y la penetración del narcotráfico en estructuras estatales. Revilla Soto afirma que mandos del chavismo conocían —y en algunos casos encubrían— actividades de grupos criminales extranjeros en territorio venezolano, sirviendo como plataforma logística, refugio político y espacio de coordinación para actores como ETA y las FARC. El testimonio coincide con investigaciones previas que apuntaban al uso de Venezuela como punto de tránsito de cocaína hacia Europa, precisamente donde ETA mantenía redes de contactos criminales.
Tomados en conjunto, los documentos y testimonios dibujan una estructura clandestina que funcionaba como un mercado negro de servicios terroristas: ETA aportaba conocimientos técnicos y conexiones europeas; las FARC y los carteles, financiación y protección territorial; redes mafiosas proporcionaban armas; y ciertos Estados comunistas, debilitados o corruptos, ofrecían cobertura e impunidad. En esa economía oscura, la ideología importaba cada vez menos. Lo decisivo era la utilidad operativa.
Hoy, la denuncia de Revilla Soto amenaza con abrir una nueva grieta en ese muro de silencio. Si sus documentos confirman lo que múltiples investigaciones han insinuado durante años —la colaboración directa entre ETA y las FARC bajo tolerancia estatal venezolana—, el caso podría reactivar causas judiciales, repensar estrategias antiterroristas y exponer cómo, a comienzos del siglo XXI, los límites entre terrorismo, crimen organizado y política exterior se diluyeron hasta volverse indistinguibles.
La historia, en el fondo, es sencilla y siniestra: allí donde coinciden explosivos, cocaína y poder político, nace una hermandad criminal clandestina capaz de atravesar continentes.
Durante décadas, mientras las democracias occidentales concentraban su atención en conflictos visibles, en los márgenes de América Latina, Europa y Oriente Medio se consolidaba una alianza oscura, híbrida y silenciosa: la convergencia operativa entre la banda terrorista ETA, las FARC, los carteles de la droga y estructuras de inteligencia de Estados fallidos. Una red clandestina que combinaba explosivos, ideología, cocaína, entrenamiento militar y corrupción a gran escala. Y hoy, gracias a nuevas revelaciones provenientes de Venezuela, esta trama vuelve a emerger con fuerza.
El detonante ha sido el testimonio del exmilitar venezolano Milton Gerardo Revilla, quien asegura poseer documentos clasificados que demostrarían un vínculo directo y operativo entre la banda terrorista ETA y la guerrilla colombiana de las FARC. Según afirma, el aparato de inteligencia chavista conoció —y en algunos casos facilitó— estas relaciones desde principios de los años 2000. Su anuncio de viajar a España para entregar pruebas ante la justicia reabre un capítulo que la Audiencia Nacional ya investigó en los años noventa, pero que nunca pudo cerrar con una imagen completa.
Lo que sabemos hasta ahora, sin embargo, gracias a investigaciones académicas, policiales y testimonios directos, encaja con inquietante precisión en la denuncia de Revilla. El dossier “Terrorismo Internacional” de la Universidad de los Andes describe cómo América Latina se convirtió en un escenario ideal para la transnacionalización del terrorismo: instituciones débiles, corrupción estructural, selvas impenetrables y la presencia de guerrillas con décadas de experiencia facilitaron la llegada y asentamiento de grupos extranjeros. Desde la Guerra Fría, guerrillas latinoamericanas y organizaciones islamistas de Oriente Medio compartieron adiestramiento, logística y financiación. Con el tiempo, esas redes evolucionaron hacia formas de guerra en red, donde actores dispersos, clandestinos y autónomos cooperan sin jerarquías rígidas, intercambiando recursos y técnicas según sus intereses del momento.
En ese tablero, la banda terrorista ETA no solo encontró refugio ocasional en países como Cuba o Venezuela, sino también nuevos socios, nuevas fuentes de financiación y nuevas aplicaciones para su know-how explosivo. ETA, con el paso de los años, terminó integrándose en dinámicas propias del crimen organizado internacional. El dossier “Narcoterrorismo”, elaborado por centros de investigación argentinos y españoles, sostiene que ETA formaba parte de una “alianza terrorista internacional” unida por el tráfico de drogas, junto con la Camorra italiana, el IRA y grupos islamistas palestinos. Testimonios obtenidos por la policía italiana revelan que la organización vasca pagaba explosivos y lanzamisiles con cocaína, un método de intercambio directo que la introdujo plenamente en la narcoeconomía criminal global.
El salto hacia Colombia fue casi inevitable. En los años ochenta, con la expansión de los carteles de Medellín y Cali, el narcotráfico necesitaba conocimiento explosivo y táctico, justo el terreno en el que ETA había perfeccionado su marca asesina. John Jairo Velásquez, alias Popeye, histórico jefe de sicarios de Pablo Escobar, declaró que miembros de ETA enseñaron al cartel de Medellín a fabricar coches bomba. El enlace, según su testimonio, fue un etarra apodado Miguelito, que coincidió en cárceles españolas con capos del narco. Ese intercambio inicial —explosivos por dinero, conocimiento por protección— abrió la puerta a contactos posteriores con grupos guerrilleros como el M-19 y, más tarde, con las FARC, ya convertidas en un actor central del narcotráfico continental.
Las FARC, pioneras en la autofinanciación mediante la cocaína, no tardaron en integrar técnicas terroristas urbanas que no formaban parte de su repertorio original. Los documentos académicos señalan que en los años noventa la guerrilla colombiana se incorporó plenamente a redes criminales transnacionales, intercambiando armas, entrenamiento y tecnología con organizaciones extranjeras, incluyendo algunas del Oriente Medio. Su alianza con ETA habría sido especialmente útil en el perfeccionamiento de explosivos, logística clandestina y creación de células móviles.
La dimensión venezolana agrega un elemento crítico. Según varios estudios, desde mediados de los 2000 el país se convirtió en un corredor ideal para mafias internacionales, alimentado por el colapso institucional, el auge de la violencia y la penetración del narcotráfico en estructuras estatales. Revilla Soto afirma que mandos del chavismo conocían —y en algunos casos encubrían— actividades de grupos criminales extranjeros en territorio venezolano, sirviendo como plataforma logística, refugio político y espacio de coordinación para actores como ETA y las FARC. El testimonio coincide con investigaciones previas que apuntaban al uso de Venezuela como punto de tránsito de cocaína hacia Europa, precisamente donde ETA mantenía redes de contactos criminales.
Tomados en conjunto, los documentos y testimonios dibujan una estructura clandestina que funcionaba como un mercado negro de servicios terroristas: ETA aportaba conocimientos técnicos y conexiones europeas; las FARC y los carteles, financiación y protección territorial; redes mafiosas proporcionaban armas; y ciertos Estados comunistas, debilitados o corruptos, ofrecían cobertura e impunidad. En esa economía oscura, la ideología importaba cada vez menos. Lo decisivo era la utilidad operativa.
Hoy, la denuncia de Revilla Soto amenaza con abrir una nueva grieta en ese muro de silencio. Si sus documentos confirman lo que múltiples investigaciones han insinuado durante años —la colaboración directa entre ETA y las FARC bajo tolerancia estatal venezolana—, el caso podría reactivar causas judiciales, repensar estrategias antiterroristas y exponer cómo, a comienzos del siglo XXI, los límites entre terrorismo, crimen organizado y política exterior se diluyeron hasta volverse indistinguibles.
La historia, en el fondo, es sencilla y siniestra: allí donde coinciden explosivos, cocaína y poder político, nace una hermandad criminal clandestina capaz de atravesar continentes.




















