Neurólogo, autor de "El cerebro, el teatro del mundo"
Rafael Yuste: “El cerebro es el pedazo de materia conocida más asombroso del cosmos"
Director del Centro de Neurotecnología de la Universidad de Columbia e ideador de la iniciativa BRAIN, Rafael Yuste (Madrid, 1963) es actualmente una de las figuras más respetadas de la neurociencia. Entre sus múltiples facetas está la de divulgador, como demuestra con maestría en su libro El cerebro, el teatro del mundo (Paidós, 2024). Además, lidera la defensa de los neuroderechos, es decir, la protección legal y ética de la privacidad de la mente humana frente a dispositivos que ya son capaces de descodificar y almacenar nuestros pensamientos más íntimos.
En su último libro no deja de manifestar asombro por ese pedazo de materia, apenas kilo y medio de masa gelatinosa, que llamamos cerebro. ¿Es de verdad algo tan excepcional en la naturaleza?
Se trata posiblemente del sistema biológico más complejo que existe. La biología es algo todavía misterioso, inexplicable: ¿cómo se desarrolla la vida y cómo se autofabrican los animales? Y de todo esto surge el sistema nervioso, una red de neuronas de cifras astronómicas que forman un trillón de conexiones, más que todo el internet de la Tierra. Que la mente surja de esa maraña, me parece una cosa absolutamente increíble. Es justo decir que es el pedazo de materia conocida más asombroso del cosmos.
¿Y en qué estado del conocimiento del cerebro nos encontramos? ¿Todavía tiene que llegar una revolución como la de Darwin en la evolución, o como la de Einstein en la física, para comprender de verdad cómo funciona?
Justamente nos hallamos al comienzo de una revolución darwiniana en la neurociencia. Llevamos más de 100 años, desde los tiempos de Santiago Ramón y Cajal, destripando cerebros y estudiándolos neurona a neurona. Hemos aprendido muchísimas cosas en el último siglo sobre cómo funcionan las neuronas individualmente, de qué están compuestas, qué tipo de proteínas tienen… Yo diría que hemos acumulado un conocimiento bastante grande a nivel molecular y celular. Pero la pieza que falta es saber qué ocurre cuando esas neuronas se conectan entre sí en redes neuronales.
No obstante, ya se adivina lo que puede ser una teoría general del cerebro. Gracias a ella, de repente, empiezan a encajar todas las piezas que estaban sueltas y podemos vislumbrar cómo funciona ese órgano, cuál es su objetivo y qué papel juega cada una de sus partes y cada una de sus neuronas. De ahí que estemos viviendo un momento tan excepcional en la historia de la neurociencia.
Kant señaló que la razón humana está destinada a afrontar preguntas que no puede ignorar, pero que tampoco puede responder. ¿Es el misterio de la conciencia una de esas preguntas que no se pueden contestar? ¿O no hay nada que se le pueda resistir a la ciencia?
Yo creo que la conciencia será entendible científicamente. Empieza a aparecer alguna teoría con visos de explicarla. Simplemente se trata de otra consecuencia del funcionamiento del sistema nervioso como redes neuronales.
Según mi hipótesis del “teatro del mundo”, el cerebro genera un modelo mental donde cada persona y cada elemento presente en nuestra vida existen también mentalmente, con un grupo de neuronas que los representan. Es bastante “de cajón” que uno de esos elementos sea la propia persona o el propio animal. Si entendemos así el funcionamiento del cerebro, la conciencia sería simplemente la existencia del personaje dentro del modelo del mundo que nos representa a nosotros mismos.
Otro tema de debate “caliente” que involucra actualmente a neurocientíficos y filósofos es el del libre albedrío. Algunos de sus colegas, como Robert Sapolsky, niegan incluso que exista. ¿Cuál es su postura al respecto?
Yo propondría que lo que llamamos libre albedrío o libertad de elección es la consecuencia de un montón de circuitos cerebrales que se involucran en ese tipo de decisiones. La mayor parte del procesamiento de la información es inconsciente; solo somos conscientes de una parte muy pequeña de lo que ocurre en nuestro cerebro. Cuando este toma una decisión, en realidad, somos nosotros los que hacemos esa elección y, de repente, se hace consciente.
Aunque en ese momento pensamos que hemos tomado la decisión libremente, desde cierto punto de vista ha sido determinada por todo el proceso que tenemos en la cabeza. Y, a la vez, no es algo impuesto desde fuera, porque lo hemos escogido nosotros. O sea, yo diría que nos hallamos más bien ante un problema de terminología: lo que llamamos en el lenguaje cotidiano “libre albedrío” es un asunto mucho más complejo que refleja todo un procesamiento, sobre todo en las áreas corticales frontales.
En el lenguaje ordinario, por ejemplo, utilizamos palabras que nos sirven como comodín para describir cosas que no entendemos bien. Luego, cuando las descifra la ciencia, nos damos cuenta de que esas palabras distan de ser exactas. Yo creo que al libre albedrío le ocurrirá algo parecido: en el futuro describiremos cómo tomamos las decisiones de una manera mucho más precisa y rigurosa y no habrá malentendidos.
Según su hipótesis del teatro, el cerebro solo representa una parte de la realidad con el fin de maximizar nuestras probabilidades de sobrevivir y reproducirnos. Por ejemplo, ha escrito: “Lo que percibimos no es lo que existe, sino lo que nuestro cerebro piensa que existe”. ¿No produce un poco de vértigo existencial?
Sí, parece muy paradójico porque nosotros vivimos creyendo que somos parte de una realidad que existe ahí fuera. Precisamente, fue Kant quien planteó la noción revolucionaria de que creamos la realidad en nuestra mente. En vez de decir que la mente humana refleja el mundo, el exterior, Kant propuso lo contrario: que el exterior refleja la mente. Gracias a la neurociencia moderna, sobre todo los estudios de la actividad cerebral espontánea, estamos encontrando cada vez más datos que confirman las hipótesis kantianas.
No solo los filósofos, sino también los neurobiólogos y los psicólogos nos hemos dado cuenta de que muchas percepciones sensoriales del día a día son difíciles de explicar, a no ser que estemos generando la realidad internamente.
Sería el caso de los sueños, las alucinaciones…
Esos son ejemplos muy dramáticos. La gente puede decir: “Bueno, ya, pero la mayor parte del tiempo no estamos soñando o alucinando”. Yo pongo el ejemplo del punto ciego de la retina. Hay una parte del ojo que no recibe información visual del exterior, pero cuando miramos algo, ese “agujero negro” se rellena con lo que hay a su alrededor. Muchas otras situaciones estudiadas por los neurobiólogos también demuestran cómo las percepciones auditivas, olfativas, táctiles o gustativas, así como la sensación de dolor, se generan internamente.
Usted afirma también que estamos finamente programados para identificar y reaccionar a los cambios, a las novedades. ¿Son de algún modo los algoritmos de las redes sociales un mecanismo sofisticado para manipular esa capacidad?
Sí, yo creo que hay algo de esto. Para mantener bien ajustado su modelo del mundo, para que este sea riguroso y encaje perfectamente con la realidad exterior, nuestro cerebro tiene que estar retocándolo continuamente. Porque si no lo hiciera, estaríamos abocados al fracaso evolutivo. A la evolución le interesa que nuestro modelo del mundo esté siempre al día. Y lo logramos, igual que sucede en ingeniería, con un algoritmo que ajusta los errores en nuestras predicciones de lo que va a ocurrir. Estamos haciendo predicciones continuamente.
Por eso somos hipersensibles al cambio, que puede definirse como algo que no hemos previsto. En este sentido, hay situaciones increíbles. Si exponemos a un paciente anestesiado a una estimulación sensorial (por ejemplo, auditiva) y medimos su actividad cerebral, cuando dicha estimulación cambia, comprobaremos que su cerebro lo ha detectado. Somos una especie volcada hacia la novedad. Y las redes sociales lo explotan utilizando probablemente los mismos mecanismos cerebrales que las personas usamos para ajustar el modelo del mundo.
Hace 10 años experimentó lo que usted ha llamado “momento Oppenheimer”, ¿podría explicarnos en qué consistió esa revelación?
Ocurrió cuando intentábamos probar experimentalmente en el laboratorio de Nueva York la hipótesis de que el cerebro es “el teatro del mundo”. En primer lugar, enseñamos un objeto a un ratón e identificamos el grupo de neuronas de su corteza visual que se activaba cuando lo observaba. Después, activamos las mismas neuronas sin mostrarle nada y el animal se empezó a comportar como si estuviese viendo ese objeto externo.
A mi entender, ha sido una de las demostraciones más nítidas de la hipótesis del teatro del mundo y de la idea kantiana de que la realidad exterior se construye internamente. Desde el punto de vista de la neurociencia, fue un día feliz, porque pusimos el ladrillito crítico en el edificio de una nueva teoría para comprender cómo funciona el cerebro. También lo fue desde el punto de vista clínico, ya que al activar esas neuronas en el cerebro del ratón, estábamos generando una alucinación, uno de los síntomas más notorios de la esquizofrenia. Es interesantísimo poder hacer eso, porque una vez que generas alucinaciones en el cerebro de un animal, puedes estudiarlas e intentar prevenirlas.
Sin embargo, esa noche no pude dormir porque también caí en la cuenta de las consecuencias técnicas y sociales del descubrimiento. Al generar percepciones falsas en el cerebro de animales, estábamos abriendo la puerta a la posibilidad de manipular el cerebro humano y manejar el comportamiento de las personas. O sea, me ocurrió un poco lo mismo que narra la película Oppenheimer, cuando este, al encender el reactor nuclear, se da cuenta de los potenciales efectos nefastos de la tecnología que habían creado. Y es una puerta que ya no se puede cerrar.
Desde entonces, estoy involucrado en lo que llamamos neuroderechos, que consiste en generar una serie de reglas jurídicas y éticas para prevenir la manipulación y descodificación de la actividad cerebral. El objetivo es que la neurotecnología se utilice para el bien común por razones científicas y médicas, siempre respetando los derechos humanos.
¿Y qué tipo de tecnología tiene mayor potencial de vulnerar esos neuroderechos? ¿Con qué dispositivos o intervenciones debemos estar más atentos?
Actualmente, el problema más urgente tiene que ver con la privacidad mental. La neurotecnología y la inteligencia artificial se han desarrollado con muchísima rapidez y, cuando ambas se conjugan, permiten descifrar aspectos muy personales de la actividad cerebral. Por ejemplo, las palabras que conjuramos en la mente, las imágenes, las emociones… Incluso, se han podido descifrar los gestos faciales.
Esto ya se aplica en la clínica, por buenas razones. Por ejemplo, la neurotecnología ha descodificado las palabras formadas en la mente de pacientes completamente paralizados, lo que ha permitido que se comuniquen con el exterior. Ahora se empiezan a vender dispositivos no implantables, como cascos o diademas, que pueden medir la actividad cerebral de una manera eléctrica, como lo hace un electroencefalograma, y traducir las palabras que las personas generan internamente en su mente. Es algo muy positivo y, al mismo tiempo, muy preocupante, porque las compañías que empiezan a vender estos dispositivos de neurotecnología portátil no están reguladas en absoluto.
La Fundación de Neuroderechos, que dirijo, llevó a cabo un estudio, publicado hace más de un año, sobre 30 compañías de neurotecnología comercial. Todas ellas acaparan los datos neuronales del consumidor y la mayoría los venden a terceras partes. Ahora estamos involucrados en una campaña global para prevenir esta hemorragia de datos neuronales, porque nos parece que la privacidad mental de las personas tiene que ser un derecho humano básico.
Ya hay seis lugares del mundo donde la actividad cerebral está protegida legalmente: Chile, el estado de Río Grande del Sur de Brasil y los estados de California, Colorado, Montana y Connecticut en Estados Unidos. ¿Cree que existe realmente concienciación pública y voluntad política para que se extienda el establecimiento de marcos jurídicos y el reconocimiento de estos nuevos derechos humanos?
De hecho, todas esas regulaciones han sido aprobadas por unanimidad y de manera transversal. Cuando la gente entiende lo que está en juego, es muy fácil convencer a los representantes de los ciudadanos, a los diputados, senadores o gobernadores para que se involucren. La cuestión es correr la voz, contar las cosas o aprovechar entrevistas como esta para explicar a la gente que es una situación urgente.
Por otra parte, hay quien piensa que ya existen regulaciones que nos amparan contra las amenazas derivadas de las neurotecnologías, como el derecho a la libertad de pensamiento, recogido en el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Esta postura defiende que no es necesario desarrollar nueva legislación y que, incluso, sería contraproducente. ¿Qué responde a esos reparos?
Creo que es una posición equivocada, basada en el desconocimiento. De hecho, nuestra fundación publicó hace cuatro años un análisis muy extenso sobre todos los tratados internacionales, incluyendo el que has mencionado, con el que demostramos que los neuroderechos no estaban bien protegidos.
Me parece muy arriesgado, incluso poco profesional, decir que todo está atado y bien atado, que las legislaciones son perfectas y no tienen que cambiar nunca. Es bastante lógico pensar que, a la vez que avanzan la ciencia y la tecnología, deben hacerlo las reglas sociales, incluyendo los tratados internacionales de derechos humanos.
Cantabria ha presentado un anteproyecto de salud digital que, entre otras cosas, protegerá neuroderechos y datos generados por el cerebro. ¿Puede convertirse España en la punta de lanza europea en este ámbito?
La idea es esa: que, por un efecto dominó, otros países europeos acaben tomando medidas parecidas. Es lo que está ocurriendo en Estados Unidos, donde actualmente unos diez estados están considerando leyes de datos para proteger la actividad cerebral de las personas.
Dice que el siglo XXI será el de la neurociencia. Afirma que, si descubrimos cómo funciona de verdad el cerebro, eso tendrá repercusiones revolucionarias en la cultura, la educación, la justicia… En el clima, a menudo apocalíptico, que impera, ¿se atreve a ser optimista con el futuro?
Sí, soy optimista. La ciencia y la medicina tienen una hoja de servicios impecable en el pasado. Y el pasado es la mejor predicción del futuro. En mitad de todo este fragor actual, los científicos y los médicos siguen trabajando día tras día, iluminando aspectos de nuestra propia identidad. Creo que el conocimiento es liberador, que despejaremos las telarañas mentales heredadas de los prejuicios de generaciones anteriores.
Yo trabajo con la ilusión de que estos nuevos conocimientos permitan no solo mejorarnos a nosotros mismos mentalmente, sino también como sociedad y como cultura. Puede compararse a lo que ocurrió en el Renacimiento, cuando el conocimiento de la biología, del cuerpo humano y del papel que juega el ser humano en el mundo alumbró una gran revolución en aspectos no solamente científicos, sino también artísticos, culturales, sociales y de organización de los sistemas políticos. Nos hallamos ante una posible nueva revolución comandada por la ciencia y la medicina.
Director del Centro de Neurotecnología de la Universidad de Columbia e ideador de la iniciativa BRAIN, Rafael Yuste (Madrid, 1963) es actualmente una de las figuras más respetadas de la neurociencia. Entre sus múltiples facetas está la de divulgador, como demuestra con maestría en su libro El cerebro, el teatro del mundo (Paidós, 2024). Además, lidera la defensa de los neuroderechos, es decir, la protección legal y ética de la privacidad de la mente humana frente a dispositivos que ya son capaces de descodificar y almacenar nuestros pensamientos más íntimos.
En su último libro no deja de manifestar asombro por ese pedazo de materia, apenas kilo y medio de masa gelatinosa, que llamamos cerebro. ¿Es de verdad algo tan excepcional en la naturaleza?
Se trata posiblemente del sistema biológico más complejo que existe. La biología es algo todavía misterioso, inexplicable: ¿cómo se desarrolla la vida y cómo se autofabrican los animales? Y de todo esto surge el sistema nervioso, una red de neuronas de cifras astronómicas que forman un trillón de conexiones, más que todo el internet de la Tierra. Que la mente surja de esa maraña, me parece una cosa absolutamente increíble. Es justo decir que es el pedazo de materia conocida más asombroso del cosmos.
¿Y en qué estado del conocimiento del cerebro nos encontramos? ¿Todavía tiene que llegar una revolución como la de Darwin en la evolución, o como la de Einstein en la física, para comprender de verdad cómo funciona?
Justamente nos hallamos al comienzo de una revolución darwiniana en la neurociencia. Llevamos más de 100 años, desde los tiempos de Santiago Ramón y Cajal, destripando cerebros y estudiándolos neurona a neurona. Hemos aprendido muchísimas cosas en el último siglo sobre cómo funcionan las neuronas individualmente, de qué están compuestas, qué tipo de proteínas tienen… Yo diría que hemos acumulado un conocimiento bastante grande a nivel molecular y celular. Pero la pieza que falta es saber qué ocurre cuando esas neuronas se conectan entre sí en redes neuronales.
No obstante, ya se adivina lo que puede ser una teoría general del cerebro. Gracias a ella, de repente, empiezan a encajar todas las piezas que estaban sueltas y podemos vislumbrar cómo funciona ese órgano, cuál es su objetivo y qué papel juega cada una de sus partes y cada una de sus neuronas. De ahí que estemos viviendo un momento tan excepcional en la historia de la neurociencia.
Kant señaló que la razón humana está destinada a afrontar preguntas que no puede ignorar, pero que tampoco puede responder. ¿Es el misterio de la conciencia una de esas preguntas que no se pueden contestar? ¿O no hay nada que se le pueda resistir a la ciencia?
Yo creo que la conciencia será entendible científicamente. Empieza a aparecer alguna teoría con visos de explicarla. Simplemente se trata de otra consecuencia del funcionamiento del sistema nervioso como redes neuronales.
Según mi hipótesis del “teatro del mundo”, el cerebro genera un modelo mental donde cada persona y cada elemento presente en nuestra vida existen también mentalmente, con un grupo de neuronas que los representan. Es bastante “de cajón” que uno de esos elementos sea la propia persona o el propio animal. Si entendemos así el funcionamiento del cerebro, la conciencia sería simplemente la existencia del personaje dentro del modelo del mundo que nos representa a nosotros mismos.
Otro tema de debate “caliente” que involucra actualmente a neurocientíficos y filósofos es el del libre albedrío. Algunos de sus colegas, como Robert Sapolsky, niegan incluso que exista. ¿Cuál es su postura al respecto?
Yo propondría que lo que llamamos libre albedrío o libertad de elección es la consecuencia de un montón de circuitos cerebrales que se involucran en ese tipo de decisiones. La mayor parte del procesamiento de la información es inconsciente; solo somos conscientes de una parte muy pequeña de lo que ocurre en nuestro cerebro. Cuando este toma una decisión, en realidad, somos nosotros los que hacemos esa elección y, de repente, se hace consciente.
Aunque en ese momento pensamos que hemos tomado la decisión libremente, desde cierto punto de vista ha sido determinada por todo el proceso que tenemos en la cabeza. Y, a la vez, no es algo impuesto desde fuera, porque lo hemos escogido nosotros. O sea, yo diría que nos hallamos más bien ante un problema de terminología: lo que llamamos en el lenguaje cotidiano “libre albedrío” es un asunto mucho más complejo que refleja todo un procesamiento, sobre todo en las áreas corticales frontales.
En el lenguaje ordinario, por ejemplo, utilizamos palabras que nos sirven como comodín para describir cosas que no entendemos bien. Luego, cuando las descifra la ciencia, nos damos cuenta de que esas palabras distan de ser exactas. Yo creo que al libre albedrío le ocurrirá algo parecido: en el futuro describiremos cómo tomamos las decisiones de una manera mucho más precisa y rigurosa y no habrá malentendidos.
Según su hipótesis del teatro, el cerebro solo representa una parte de la realidad con el fin de maximizar nuestras probabilidades de sobrevivir y reproducirnos. Por ejemplo, ha escrito: “Lo que percibimos no es lo que existe, sino lo que nuestro cerebro piensa que existe”. ¿No produce un poco de vértigo existencial?
Sí, parece muy paradójico porque nosotros vivimos creyendo que somos parte de una realidad que existe ahí fuera. Precisamente, fue Kant quien planteó la noción revolucionaria de que creamos la realidad en nuestra mente. En vez de decir que la mente humana refleja el mundo, el exterior, Kant propuso lo contrario: que el exterior refleja la mente. Gracias a la neurociencia moderna, sobre todo los estudios de la actividad cerebral espontánea, estamos encontrando cada vez más datos que confirman las hipótesis kantianas.
No solo los filósofos, sino también los neurobiólogos y los psicólogos nos hemos dado cuenta de que muchas percepciones sensoriales del día a día son difíciles de explicar, a no ser que estemos generando la realidad internamente.
Sería el caso de los sueños, las alucinaciones…
Esos son ejemplos muy dramáticos. La gente puede decir: “Bueno, ya, pero la mayor parte del tiempo no estamos soñando o alucinando”. Yo pongo el ejemplo del punto ciego de la retina. Hay una parte del ojo que no recibe información visual del exterior, pero cuando miramos algo, ese “agujero negro” se rellena con lo que hay a su alrededor. Muchas otras situaciones estudiadas por los neurobiólogos también demuestran cómo las percepciones auditivas, olfativas, táctiles o gustativas, así como la sensación de dolor, se generan internamente.
Usted afirma también que estamos finamente programados para identificar y reaccionar a los cambios, a las novedades. ¿Son de algún modo los algoritmos de las redes sociales un mecanismo sofisticado para manipular esa capacidad?
Sí, yo creo que hay algo de esto. Para mantener bien ajustado su modelo del mundo, para que este sea riguroso y encaje perfectamente con la realidad exterior, nuestro cerebro tiene que estar retocándolo continuamente. Porque si no lo hiciera, estaríamos abocados al fracaso evolutivo. A la evolución le interesa que nuestro modelo del mundo esté siempre al día. Y lo logramos, igual que sucede en ingeniería, con un algoritmo que ajusta los errores en nuestras predicciones de lo que va a ocurrir. Estamos haciendo predicciones continuamente.
Por eso somos hipersensibles al cambio, que puede definirse como algo que no hemos previsto. En este sentido, hay situaciones increíbles. Si exponemos a un paciente anestesiado a una estimulación sensorial (por ejemplo, auditiva) y medimos su actividad cerebral, cuando dicha estimulación cambia, comprobaremos que su cerebro lo ha detectado. Somos una especie volcada hacia la novedad. Y las redes sociales lo explotan utilizando probablemente los mismos mecanismos cerebrales que las personas usamos para ajustar el modelo del mundo.
Hace 10 años experimentó lo que usted ha llamado “momento Oppenheimer”, ¿podría explicarnos en qué consistió esa revelación?
Ocurrió cuando intentábamos probar experimentalmente en el laboratorio de Nueva York la hipótesis de que el cerebro es “el teatro del mundo”. En primer lugar, enseñamos un objeto a un ratón e identificamos el grupo de neuronas de su corteza visual que se activaba cuando lo observaba. Después, activamos las mismas neuronas sin mostrarle nada y el animal se empezó a comportar como si estuviese viendo ese objeto externo.
A mi entender, ha sido una de las demostraciones más nítidas de la hipótesis del teatro del mundo y de la idea kantiana de que la realidad exterior se construye internamente. Desde el punto de vista de la neurociencia, fue un día feliz, porque pusimos el ladrillito crítico en el edificio de una nueva teoría para comprender cómo funciona el cerebro. También lo fue desde el punto de vista clínico, ya que al activar esas neuronas en el cerebro del ratón, estábamos generando una alucinación, uno de los síntomas más notorios de la esquizofrenia. Es interesantísimo poder hacer eso, porque una vez que generas alucinaciones en el cerebro de un animal, puedes estudiarlas e intentar prevenirlas.
Sin embargo, esa noche no pude dormir porque también caí en la cuenta de las consecuencias técnicas y sociales del descubrimiento. Al generar percepciones falsas en el cerebro de animales, estábamos abriendo la puerta a la posibilidad de manipular el cerebro humano y manejar el comportamiento de las personas. O sea, me ocurrió un poco lo mismo que narra la película Oppenheimer, cuando este, al encender el reactor nuclear, se da cuenta de los potenciales efectos nefastos de la tecnología que habían creado. Y es una puerta que ya no se puede cerrar.
Desde entonces, estoy involucrado en lo que llamamos neuroderechos, que consiste en generar una serie de reglas jurídicas y éticas para prevenir la manipulación y descodificación de la actividad cerebral. El objetivo es que la neurotecnología se utilice para el bien común por razones científicas y médicas, siempre respetando los derechos humanos.
¿Y qué tipo de tecnología tiene mayor potencial de vulnerar esos neuroderechos? ¿Con qué dispositivos o intervenciones debemos estar más atentos?
Actualmente, el problema más urgente tiene que ver con la privacidad mental. La neurotecnología y la inteligencia artificial se han desarrollado con muchísima rapidez y, cuando ambas se conjugan, permiten descifrar aspectos muy personales de la actividad cerebral. Por ejemplo, las palabras que conjuramos en la mente, las imágenes, las emociones… Incluso, se han podido descifrar los gestos faciales.
Esto ya se aplica en la clínica, por buenas razones. Por ejemplo, la neurotecnología ha descodificado las palabras formadas en la mente de pacientes completamente paralizados, lo que ha permitido que se comuniquen con el exterior. Ahora se empiezan a vender dispositivos no implantables, como cascos o diademas, que pueden medir la actividad cerebral de una manera eléctrica, como lo hace un electroencefalograma, y traducir las palabras que las personas generan internamente en su mente. Es algo muy positivo y, al mismo tiempo, muy preocupante, porque las compañías que empiezan a vender estos dispositivos de neurotecnología portátil no están reguladas en absoluto.
La Fundación de Neuroderechos, que dirijo, llevó a cabo un estudio, publicado hace más de un año, sobre 30 compañías de neurotecnología comercial. Todas ellas acaparan los datos neuronales del consumidor y la mayoría los venden a terceras partes. Ahora estamos involucrados en una campaña global para prevenir esta hemorragia de datos neuronales, porque nos parece que la privacidad mental de las personas tiene que ser un derecho humano básico.
Ya hay seis lugares del mundo donde la actividad cerebral está protegida legalmente: Chile, el estado de Río Grande del Sur de Brasil y los estados de California, Colorado, Montana y Connecticut en Estados Unidos. ¿Cree que existe realmente concienciación pública y voluntad política para que se extienda el establecimiento de marcos jurídicos y el reconocimiento de estos nuevos derechos humanos?
De hecho, todas esas regulaciones han sido aprobadas por unanimidad y de manera transversal. Cuando la gente entiende lo que está en juego, es muy fácil convencer a los representantes de los ciudadanos, a los diputados, senadores o gobernadores para que se involucren. La cuestión es correr la voz, contar las cosas o aprovechar entrevistas como esta para explicar a la gente que es una situación urgente.
Por otra parte, hay quien piensa que ya existen regulaciones que nos amparan contra las amenazas derivadas de las neurotecnologías, como el derecho a la libertad de pensamiento, recogido en el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Esta postura defiende que no es necesario desarrollar nueva legislación y que, incluso, sería contraproducente. ¿Qué responde a esos reparos?
Creo que es una posición equivocada, basada en el desconocimiento. De hecho, nuestra fundación publicó hace cuatro años un análisis muy extenso sobre todos los tratados internacionales, incluyendo el que has mencionado, con el que demostramos que los neuroderechos no estaban bien protegidos.
Me parece muy arriesgado, incluso poco profesional, decir que todo está atado y bien atado, que las legislaciones son perfectas y no tienen que cambiar nunca. Es bastante lógico pensar que, a la vez que avanzan la ciencia y la tecnología, deben hacerlo las reglas sociales, incluyendo los tratados internacionales de derechos humanos.
Cantabria ha presentado un anteproyecto de salud digital que, entre otras cosas, protegerá neuroderechos y datos generados por el cerebro. ¿Puede convertirse España en la punta de lanza europea en este ámbito?
La idea es esa: que, por un efecto dominó, otros países europeos acaben tomando medidas parecidas. Es lo que está ocurriendo en Estados Unidos, donde actualmente unos diez estados están considerando leyes de datos para proteger la actividad cerebral de las personas.
Dice que el siglo XXI será el de la neurociencia. Afirma que, si descubrimos cómo funciona de verdad el cerebro, eso tendrá repercusiones revolucionarias en la cultura, la educación, la justicia… En el clima, a menudo apocalíptico, que impera, ¿se atreve a ser optimista con el futuro?
Sí, soy optimista. La ciencia y la medicina tienen una hoja de servicios impecable en el pasado. Y el pasado es la mejor predicción del futuro. En mitad de todo este fragor actual, los científicos y los médicos siguen trabajando día tras día, iluminando aspectos de nuestra propia identidad. Creo que el conocimiento es liberador, que despejaremos las telarañas mentales heredadas de los prejuicios de generaciones anteriores.
Yo trabajo con la ilusión de que estos nuevos conocimientos permitan no solo mejorarnos a nosotros mismos mentalmente, sino también como sociedad y como cultura. Puede compararse a lo que ocurrió en el Renacimiento, cuando el conocimiento de la biología, del cuerpo humano y del papel que juega el ser humano en el mundo alumbró una gran revolución en aspectos no solamente científicos, sino también artísticos, culturales, sociales y de organización de los sistemas políticos. Nos hallamos ante una posible nueva revolución comandada por la ciencia y la medicina.











