"Las mujeres están reescribiendo las reglas del poder": el explosivo estudio sociológico que vincula el "empoderamiento" femenino con la cultura de la cancelación y el fin de la meritocracia
Una investigadora estadounidense vincula el incremento de poder femenino con fenómenos tan diversos como la "cultura de cancelación", la inflación de notas académicas y el movimiento #MeToo, desatando una tormenta intelectual
![[Img #29342]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2025/4397_people-1979261_1280.jpg)
En medio del silencio académico que suele envolver las publicaciones científicas más incendiarias, un artículo recién aparecido en el Journal of Controversial Ideas está provocando exactamente lo que su título de revista promete: controversia a raudales.
Cory Jane Clark, profesora de ciencias sociales en New College of Florida, ha lanzado una tesis tan audaz como polémica: que el ascenso histórico de las mujeres al poder institucional —desde las universidades hasta las salas de juntas de las grandes empresas— no solo ha democratizado estos espacios, sino que está reconfigurando las reglas mismas del juego cultural.
Nota: Los suscriptores de La Tribuna del País Vasco pueden solicitar una copia del estudio por los canales habituales: [email protected] o en el teléfono 650114502
El argumento central de Clark es tan simple como explosivo: hombres y mujeres operan, en promedio, con sistemas de valores distintos. Y cuando la composición sexual de las instituciones cambia dramáticamente —como ha sucedido en las últimas décadas—, la cultura institucional cambia con ella.
La investigadora documenta una transformación vertiginosa: en Estados Unidos, las mujeres pasaron de ser virtualmente invisibles en la academia hace apenas 70 años a constituir ahora la mayoría de estudiantes, graduadas y, desde 2019, del profesorado universitario. En áreas como el periodismo, el cambio ha sido igualmente radical: The New York Times, que en los años 50 confinaba a sus reporteras a escribir sobre "comida, moda, familia y mobiliario", reportó en 2023 que el 55% de su plantilla y liderazgo es femenino.
¿Las consecuencias? Clark las enumera sin ambages: desde la proliferación de iniciativas DEI (diversidad, equidad e inclusión) hasta los "espacios seguros" en campus universitarios, pasando por la inflación de calificaciones, el auge de la "cultura de cancelación" y movimientos como #MeToo.
Para sustentar su tesis, Clark despliega una batería de encuestas que revelan diferencias consistentes entre académicos según su sexo. Los datos son contundentes: las mujeres priorizan la equidad sobre la meritocracia, la protección contra presuntos daños sobre la libertad académica, y favorecen sanciones más severas —incluyendo el ostracismo— contra colegas que expresan ideas consideradas dañinas.
Un ejemplo: cuando se preguntó a 470 profesores de Psicología si los académicos deberían ser libres de investigar sin temor a castigos institucionales, el 60% de los hombres dijo "sí", pero solo el 40% de las mujeres coincidió con esta idea. Más revelador aún: las profesoras mostraron mayor disposición a censurar investigaciones sobre diferencias biológicas entre grupos, a respaldar retractaciones de artículos por motivos morales y a apoyar el despido de colegas cuyas conclusiones pudieran "dañar a grupos vulnerables".
Clark no se detiene en los muros universitarios. Sugiere que la influencia femenina explica parcialmente el éxito meteórico del movimiento LGBT (las mujeres siempre fueron más tolerantes con este tema), los avances en derechos animales (el 70% de activistas en este ámbito son mujeres), el aumento de diagnósticos de salud mental (las mujeres buscan y proveen más cuidado psicológico) y la caída de "líderes competentes, pero criminales" destapados por #MeToo.
En un experimento que ella misma condujo, los hombres mostraron mayor disposición a tolerar comportamiento poco ético de líderes efectivos, mientras las mujeres priorizaron la presunta integridad moral sobre la competencia.
Lo que convierte este trabajo en dinamita intelectual no es solo lo que dice, sino el momento en que lo dice. Aparece cuando el debate sobre el "wokismo", la (falta) de libertad de expresión y la ausencia de meritocracia está en su punto más álgido, y cuando cualquier discusión sobre diferencias de sexo navega aguas minadas.
Clark se anticipa a las críticas desde ambos flancos: advierte contra quienes negarían estas diferencias por temor a justificar la exclusión de mujeres, pero también contra quienes usarían sus hallazgos para argumentar que las mujeres no deberían tener poder. Su propuesta: reconocer tanto las fortalezas como las debilidades de los valores masculinos y femeninos, y construir instituciones que aprovechen lo mejor de ambos.
"Así como hemos trabajado durante milenios para domar los impulsos antisociales de los hombres", escribe, "las sociedades pueden aprender a mitigar cualquier posible desventaja de las tendencias femeninas".
El artículo plantea una pregunta incómoda que muchos prefieren no formular: ¿es posible que algunos cambios culturales recientes —celebrados por unos, lamentados por otros— no sean producto principalmente de ideologías abstractas como el "progresismo" o la "justicia social", sino de algo más fundamental: un cambio en el sexo de quien tiene el poder de moldear las normas?
Queda por ver si esta investigación generará un debate constructivo sobre cómo equilibrar valores en competencia, o si simplemente añadirá más combustible a las guerras culturales. Lo que parece seguro es que nadie quedará indiferente a sus conclusiones.
Una investigadora estadounidense vincula el incremento de poder femenino con fenómenos tan diversos como la "cultura de cancelación", la inflación de notas académicas y el movimiento #MeToo, desatando una tormenta intelectual
![[Img #29342]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2025/4397_people-1979261_1280.jpg)
En medio del silencio académico que suele envolver las publicaciones científicas más incendiarias, un artículo recién aparecido en el Journal of Controversial Ideas está provocando exactamente lo que su título de revista promete: controversia a raudales.
Cory Jane Clark, profesora de ciencias sociales en New College of Florida, ha lanzado una tesis tan audaz como polémica: que el ascenso histórico de las mujeres al poder institucional —desde las universidades hasta las salas de juntas de las grandes empresas— no solo ha democratizado estos espacios, sino que está reconfigurando las reglas mismas del juego cultural.
Nota: Los suscriptores de La Tribuna del País Vasco pueden solicitar una copia del estudio por los canales habituales: [email protected] o en el teléfono 650114502
El argumento central de Clark es tan simple como explosivo: hombres y mujeres operan, en promedio, con sistemas de valores distintos. Y cuando la composición sexual de las instituciones cambia dramáticamente —como ha sucedido en las últimas décadas—, la cultura institucional cambia con ella.
La investigadora documenta una transformación vertiginosa: en Estados Unidos, las mujeres pasaron de ser virtualmente invisibles en la academia hace apenas 70 años a constituir ahora la mayoría de estudiantes, graduadas y, desde 2019, del profesorado universitario. En áreas como el periodismo, el cambio ha sido igualmente radical: The New York Times, que en los años 50 confinaba a sus reporteras a escribir sobre "comida, moda, familia y mobiliario", reportó en 2023 que el 55% de su plantilla y liderazgo es femenino.
¿Las consecuencias? Clark las enumera sin ambages: desde la proliferación de iniciativas DEI (diversidad, equidad e inclusión) hasta los "espacios seguros" en campus universitarios, pasando por la inflación de calificaciones, el auge de la "cultura de cancelación" y movimientos como #MeToo.
Para sustentar su tesis, Clark despliega una batería de encuestas que revelan diferencias consistentes entre académicos según su sexo. Los datos son contundentes: las mujeres priorizan la equidad sobre la meritocracia, la protección contra presuntos daños sobre la libertad académica, y favorecen sanciones más severas —incluyendo el ostracismo— contra colegas que expresan ideas consideradas dañinas.
Un ejemplo: cuando se preguntó a 470 profesores de Psicología si los académicos deberían ser libres de investigar sin temor a castigos institucionales, el 60% de los hombres dijo "sí", pero solo el 40% de las mujeres coincidió con esta idea. Más revelador aún: las profesoras mostraron mayor disposición a censurar investigaciones sobre diferencias biológicas entre grupos, a respaldar retractaciones de artículos por motivos morales y a apoyar el despido de colegas cuyas conclusiones pudieran "dañar a grupos vulnerables".
Clark no se detiene en los muros universitarios. Sugiere que la influencia femenina explica parcialmente el éxito meteórico del movimiento LGBT (las mujeres siempre fueron más tolerantes con este tema), los avances en derechos animales (el 70% de activistas en este ámbito son mujeres), el aumento de diagnósticos de salud mental (las mujeres buscan y proveen más cuidado psicológico) y la caída de "líderes competentes, pero criminales" destapados por #MeToo.
En un experimento que ella misma condujo, los hombres mostraron mayor disposición a tolerar comportamiento poco ético de líderes efectivos, mientras las mujeres priorizaron la presunta integridad moral sobre la competencia.
Lo que convierte este trabajo en dinamita intelectual no es solo lo que dice, sino el momento en que lo dice. Aparece cuando el debate sobre el "wokismo", la (falta) de libertad de expresión y la ausencia de meritocracia está en su punto más álgido, y cuando cualquier discusión sobre diferencias de sexo navega aguas minadas.
Clark se anticipa a las críticas desde ambos flancos: advierte contra quienes negarían estas diferencias por temor a justificar la exclusión de mujeres, pero también contra quienes usarían sus hallazgos para argumentar que las mujeres no deberían tener poder. Su propuesta: reconocer tanto las fortalezas como las debilidades de los valores masculinos y femeninos, y construir instituciones que aprovechen lo mejor de ambos.
"Así como hemos trabajado durante milenios para domar los impulsos antisociales de los hombres", escribe, "las sociedades pueden aprender a mitigar cualquier posible desventaja de las tendencias femeninas".
El artículo plantea una pregunta incómoda que muchos prefieren no formular: ¿es posible que algunos cambios culturales recientes —celebrados por unos, lamentados por otros— no sean producto principalmente de ideologías abstractas como el "progresismo" o la "justicia social", sino de algo más fundamental: un cambio en el sexo de quien tiene el poder de moldear las normas?
Queda por ver si esta investigación generará un debate constructivo sobre cómo equilibrar valores en competencia, o si simplemente añadirá más combustible a las guerras culturales. Lo que parece seguro es que nadie quedará indiferente a sus conclusiones.











